LAS PROSAS LIBRES Y SUELTAS DE JULIO CORTÁZAR
Por Jorge Edwards*
No es fácil hablar de las prosas libres y sueltas de Julio Cortázar como si fueran diferentes de otras creaciones suyas, como si pertenecieran a otro género, a una categoría determinada. Podríamos sostener que la prosa de Cortázar, en sus piezas breves, en sus cuentos, en sus crónicas, en sus novelas, en La vuelta al día en ochenta mundos y en Rayuela, siempre tiende a la informalidad, a la libertad expresiva. En una época en que todavía pesaban las exigencias académicas tradicionales, en que el modernismo se había transformado en una retórica, Cortázar ensayó desde sus comienzos una ruptura: en el estilo, en el lenguaje y hasta en la actitud del escritor. Por consiguiente, la separación, la clasificación que propongo en el título de este ensayo tienen algo de arbitrario. En su conjunto, la prosa de Julio Cortázar tuvo siempre un elemento de búsqueda, de experimentación, de lucha contra academismos ambientales, contra escrituras anquilosadas. Fue, Cortázar, desde sus primeros pasos, el escritor de la ruptura contra la manera hereditaria, consagrada, de escribir.
Desde una visión actual, con la perspectiva del tiempo, pienso ahora que el hecho de no ser español, de ser argentino, de venir del mundo de Buenos Aires, incluso del habla de Buenos Aires, y de pasar de ahí directamente, con una mezcla de sabiduría y de ingenuidad, al mundo literario de París, le sirvió mucho para liberarse de prejuicios, de simplismos. La conocida polémica de Jorge Luis Borges con Américo Castro, aquella basada en lo que Castro bautizó, con algo de arrogancia, con mucha pedantería, «la peculiaridad lingüística rioplatense», creó un ambiente favorable para la aventura intelectual y estética de Cortázar. Desde aquellos años iniciales, desde aquellas polémicas precursoras, Julio Cortázar, en su exilio voluntario, nunca olvidó la memoria de los argentinos. Aquí hago un intento de distinción, una aproximación que podría entenderse como una propuesta: en sus prosas sueltas, fragmentarias, en Historias de cronopios y de famas, en Un tal Lucas, en sus numerosos textos informales, se podría sostener que Julio Cortázar es más «argentino» que en muchos de sus cuentos y novelas. Sé que mi afirmación es inevitablemente arbitraria. Pero la presencia en esas prosas de un universo bonaerense de barrio, de relaciones de familia particulares, deliberadamente marginales o provincianas (mi primo el primero, mi primo el segundo, etcétera), de lenguajes temporales y locales, es muy fuerte. Cuando Cortázar alcanza una escritura más libre, surge en sus textos una memoria remota. Es una memoria que necesita libertad verbal para manifestarse.
No pretendo hacer teorías literarias, no tengo mayor desconfianza frente a la teoría, pero tengo, sí, una respetuosa, prudente distancia. He comprobado que en el accidentado siglo XX la historia se burló con frecuencia de la teoría, y me parece que en materias literarias ocurre algo bastante parecido. Pues bien, para reflexionar de manera válida sobre la prosa de Julio Cortázar hay que tener presente siempre un concepto de la libertad de la expresión literaria. A través de la informalidad de sus textos sueltos, Julio Cortázar consiguió una libertad de expresión extraordinaria. Fue el reflejo de un amor a la libertad inherente a su escritura. ¿Traicionó en alguna etapa, por sectarismo, por simplismo, por lo que sea, este amor vocacional, intrínseco? Es una pregunta que dejo por ahora en suspenso. La escritura informal de Julio Cortázar se acerca a dos extremos, sin confundirse totalmente con ellos. Se acerca con algunas reservas, con vacilaciones, como quien toca terrenos limítrofes o tierras de nadie. Uno de esos extremos corresponde a uno de los grandes géneros de la historia literaria: el ensayo. La prosa cortazariana siempre tiene un elemento ensayístico, incluso en Rayuela, incluso en los cuentos suyos que podríamos llamar clásicos. Hay en ellos una continua reflexión sobre la escritura misma, sobre sus posibilidades, sobre sus aspectos enigmáticos: ensayo autorreflexivo. Como se sabe, tuve la audacia, hace no demasiados años, de escribir una especie de novela ensayo, una ficción con elementos fragmentarios de crónica y de historia, sobre Miguel de Montaigne, a quien algunos clásicos españoles —Quevedo, Baltazar Gracián—, conocieron como El Señor de la Montaña. He citado con frecuencia una famosa frase de Montaigne que es plenamente aplicable a Julio Cortázar: recuerden ustedes que escribo ensayos, que no escribo resultados.
La prosa de Cortázar, y sus prosas breves y libres, por encima de todo, no consignan resultados. Es una escritura que ensaya, precisamente, que avanza, que retrocede, que hace una digresión, que merodea, que se critica y autocritica, que reflexiona sobre sí misma. Un resultado sería una síntesis abusiva. La escritura del escritor artista, como lo fue Cortázar, como lo fue, en resumidas cuentas, en el balance definitivo, Montaigne, va por caminos más ambiguos, más variables. El escritor artista que era Julio Cortázar no proponía resultados ni respuestas: proponía preguntas. Era una prosa que se hacía preguntas continuas. Esto es algo, un movimiento, una incertidumbre, que siempre nos fascina en su escritura. En otro extremo, con otra distancia, es una prosa que está cerca y que se toca con la poesía. Es decir, Cortázar es poeta en prosa y en verso. A veces la prosa lo lleva al verso, y lo lleva en forma natural. Así ocurre, por ejemplo, en las páginas de 62 Modelo para armar. Es prosa infiltrada por la poesía y que desliza a menudo en la poesía.
En seguida, los textos sueltos de Cortázar son textos críticos en el sentido más auténtico, incluso más formal: crítica literaria, crítica musical, crítica de pintura. Es una crítica muy narrativa, desarrollada en su progreso, en sus aristas. Propongo leer páginas suyas sobre un concierto de Louis Amstrong en el teatro des Champs Elysées: es un modelo de virtuosismo en la prosa, de prosa enormemente creativa, inspirada. La música de la prosa sigue el ritmo de la trompeta de Amstrong. Después, cuando Louis Amstrong canta, la palabra se adapta a las notas musicales de una manera extraordinaria. Llegamos entonces a una conclusión: la informalidad se daba en la escritura en prosa de Julio Cortázar, pero también en su amor por una música esencialmente informal, como es la del jazz, música de la improvisación y de la creación instantánea. Sus textos son reportajes, pero son reportajes de poeta sorprendido por algún evento excepcional. Cuando el Cortázar poeta asiste a un concierto de Louis Amstrong, describe en forma casi mágica, o directamente mágica, la manera de entrar al escenario de este hombre que lleva veinte pañuelos porque transpira copiosamente durante todo el concierto, de manera que los pañuelos se acumulan en un rincón convertidos en sopa.
Hay prosas sueltas que podríamos definir con algo de arbitrariedad, al modo nuestro, como cuentas del absurdo cotidiano: el de las cocinas, el de los patios interiores, el de los jardincillos de barrio. Las historias de cronopios y las de famas, las mejores y más logradas, son historias en las que se introduce en lo cotidiano un elemento absurdo, insólito, perturbador en su sencillez. Es una especie de lógica al revés, de antilógica, que determinan la atmósfera entera de la narración. Se produce un transcurso aparentemente normal, pero pronto contaminado por lo no lógico. En la Francia de los días en que conocí a Julio Cortázar, la de los años sesenta, la noción de lo absurdo, dominante, envolvente, era esencial. Dominaba, por ejemplo, en la reflexión y en la ficción de Albert Camus, en la de El extranjero y la del Mito de Sísifo, en el teatro de Ionesco y algunos seguidores suyos, en pintores de algo que se podría llamar post surrealismo. Era una atmósfera en que la meditación sobre lo absurdo, la contemplación fascinada de lo absurdo, la risa frente a lo absurdo de muchas situaciones aparentemente normales, eran contagiosas. Aunque Dadá había terminado, éramos sus herederos casi involuntarios.
Lo que logra Julio Cortázar en sus prosas sueltas es algo que define a todos los escritores auténticos: inventó con rapidez, con agilidad, un tono literario propio, que ningún otro escritor tenía en su tiempo, aun cuando había sido anunciado en América Latina por escritores como Felisberto Hernández, Macedonio Fernández, o el Vicente Huidobro de las Tres inmensas novelas. Quizá podríamos colocar a Juan Emar en la misma lista. Descubrió su tono temprano y tuvo el mérito de sostenerlo, de prolongarlo. Se dice que Marcel Proust tardó veinte años en descubrir el tono de la primera frase de la Recherche: Longtemps je me suis couché de bonne heure. La frase es simple, enigmática, misteriosa, única. No creo que Julio Cortázar tenga mucho parentesco literario con Proust. No tiene, desde luego, una dimensión comparable en el tiempo y en el espacio. He revisado hace pocos días ediciones facsimilares de las pruebas de imprenta del primer tomo de la Recherche. Demuestran que Proust tardó mucho en escribir esa extraordinaria primera frase, que la puso en su texto y después la suprimió, que seis más tarde la repuso y ya no volvió a cambiarla. Parece, entonces, a primera vista, que resolver el problema de la primera frase de un texto narrativo lo resuelve todo. Si un autor tiene la primera frase, tiene el libro. No es así, desde luego, y es mejor que no sea así, ya que sería desesperante, angustioso, pasarse años sin encontrar el tono de la obra. Pero Julio Cortázar, de algún modo, quizá sin darse cuenta cabal, en forma probablemente instintiva, con ayuda de la distancia, del exilio, de la memoria involuntaria, encontró temprano un tono, entre narrativo e inquisitivo, que se convirtió en un motor de la totalidad de su obra. Es uno de los misterios de la literatura, y puede que los teóricos ya lo hayan explicado, pero queda por saber si sus teorías son capaces de convencernos. El escritor auténtico es capaz de imprimir un tono a su lenguaje y que hace que no sea un lenguaje ordinario, puramente informativo. Al ser un lenguaje propio, se puede afirmar que es un lenguaje inventado. Es decir, es una invención que se añade a las demás invenciones del idioma y de su historia, que enriquece el espacio de la literatura, que alimenta ese espacio y se alimenta de él. Saber si es un espacio inventado por el escritor o un dictado de la lengua, de su historia, es otro asunto.
Hay pequeños textos, entre las prosas sueltas y libres de Julio Cortázar, que dan con maravillosa justeza el tono general de su escritura, el de lo cortazariano, si es que eso existe. Creo que ahora puedo agregar otro concepto. En sus textos sueltos mejores, Cortázar consigue finales maestros. Son finales que cierran los textos y que devuelven al comienzo. A veces pienso que la inspiración inicial ha sido dada por un final. Cito un fragmento de Historias de cronopios y de famas (parte II) que se llama Viajes: Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos (me parece un buen hallazgo esto de que llueva a gritos, ya que nosotros decimos «llueve a cántaros», llueve de diversas maneras, y no sé si en Argentina se dice «llueve a gritos» o es otro invento cortazariano), y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman (los cronopios son perseverantes en toda la obra de Cortázar) porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: «La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad». Y sueñan toda la noche en la ciudad y que ellos están invitados. Al día siguiente se levantan contentísimos (sin necesidad de haber ido a la fiesta) y así es como viajan los cronopios (es decir, los cronopios viajan con la imaginación y esto significa que viajan con la escritura). Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan» (no se molestan en bajar de sus pedestales e ir a conversar con las esperanzas, por eso hay que ir hacia ellas).
Los finales concentrados, sorpresivos, ilógicos, en el sentido formal del término, de las piezas breves de Cortázar, tienen una virtud curiosa: humanizan cosas inanimadas, como puede ser una gota de agua en equilibrio inestable, a punto de caer, y a veces deshumanizan a seres humanos monstruosos, que asoman en los márgenes, entre líneas, en los subtextos. Humanizan lo que no es humano y suelen revelar la deshumanización de lo humano. Muestran las relaciones humanas en su horror, en sus desviaciones esenciales. Cito «Aplastamiento de las gotas», que pertenece a la sección «Material plástico» de las Historias de cronopios: «Yo no sé, mira, es terrible como llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en o alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. Pero las hay que se suicidan y se entregan en seguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós». Son gotas humanas, bailarinas, proteicas, que engordan, que se preparan para caer y caen, que saltan al vacío. Uno se despide de ellas con cariño. Y piensa que su existencia es un fenómeno de lenguaje, que sólo se da en el interior del lenguaje. De ahí que sean inútiles, como la poesía misma, y a la vez necesarias.
El tema de la poesía en la prosa me inquietó siempre y lo conversé con Julio Cortázar más de alguna vez. ¿De dónde venía la poesía de Julio Cortázar, mejor en sus prosas, sin duda, que en su obra en verso? Sabemos que Julio fue un constante lector de poetas ingleses. Conocía bien la obra y la vida de John Keats y había dedicado largo tiempo, financiado por la Universidad de Puerto Rico, a la traducción de Edgar Allan Poe. Poe traducido al francés por Charles Baudelaire, al español por Julio Cortázar. Por mi parte, conocí bien, a lo largo de años, y al final como embajador de Chile en Francia, embajada en la que yo era ministro consejero, a Pablo Neruda. Amaba profundamente la poesía de Residencia en la tierra, que no terminaba de sorprenderme y conmoverme. A menudo pienso que hubo un malentendido esencial en mi primer encuentro con el poeta: yo había partido a visitar, una mañana de domingo del año 52 o del año 53, al poeta de Residencia en su casa del barrio santiaguino de Los Guindos, y me había encontrado con el poeta de Canto General y de Las uvas y el viento. Es decir, mi relación personal había partido con un equívoco y de algún modo se mantuvo en esa forma.
Años más tarde, encontré que había versos de Residencia en la tierra que parecían frases de algunas de las prosas informales de Julio Cortázar. Por ejemplo, uno de los fragmentos en prosa de Residencia en la tierra, ambientado en Birmania, termina así: Escucho a mi tigre y lloro a mi ausente. Cortázar admitía que en las primeras páginas de Rayuela se dejaba escuchar a veces el tono lírico de Residencia. Como se sabe, éste es un libro escrito en Rangún, Birmania, a partir de los años 27 y 28, por un poeta de lengua española que se encontraba lejos del español, en una situación de soledad angustiosa, extrema. Escribió así una poesía en que la ciudad degradada, la humedad, la lluvia del trópico, el agua omnipresente, no siempre cristalina, el pantano, el barro y las criaturas del barro, tienen una presencia en parte real, en parte onírica. Las páginas en que Rayuela nos presenta un París lluvioso, gris, húmedo, de rincones, de personajes ancianos, extravagantes, rodeados de gatos, la unreal city de T. S. Eliot, que él, a su vez, había encontrado en Charles Baudelaire, tienen el tono inconfundible de Residencia en la tierra. Cortázar siempre lo admitió, y eso nos indica que podríamos ampliar el concepto.
Pienso que la literatura de fines de los cincuenta y de los años sesenta y setenta en América Latina hizo un trabajo de asimilación de la poesía de los poetas algo anteriores a la prosa narrativa. La prosa de un José Donoso, de un Julio Cortázar, del mejor Vargas Llosa, recibe ecos de Neruda, de Vallejo, de López Velarde, de Octavio Paz. Nunca hay una mejor comunicación literaria y humana entre los escritores de nuestra región. Los prosistas son a la vez poetas, como Jorge Luis Borges o José Lezama Lima. La diferencia de la prosa de los autores de esos años con la de los narradores anteriores, naturalistas, criollistas, regionales, es la entrada del aire, del ritmo, de la poesía. Hasta Rubén Darío es perceptible en precursores como Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias. Cuando nos adentramos en las prosas libres y sueltas de Cortázar, nos encontramos con Rimbaud, con Jules Laforgue, con Lautréamont, pero también con Neruda, Vallejo, Vicente Huidobro. Es una revolución estética que comienza, como diría Octavio Paz, en la libertad bajo palabra (en la palabra en libertad).
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