Escritor del Mes Cronopio

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Las novelas que le interesaban a Julio Cortázar, cuyo talento no engarzaba exactamente en el género novelesco, se caracterizaban por su informalidad, por su libertad narrativa, por su amor a la digresión, por su humor. Estaban cerca de sus prosas informales. Ayudaban a inspirar esas prosas. Una de esas novelas, y casi por definición, es Paradiso. Julio fue uno de los descubridores, y el mejor promotor internacional, de la gran prosa narrativa del escritor cubano. Era una prosa poco académica, por momentos incorrecta, dotada de algo que podría llamarse ingenuidad instintiva y explosiva. Julio amó esa prosa en un acto rápido de inspiración, de iluminación. Comprendió a fondo, sin necesidad de mayores explicaciones, la situación de Lezama Lima en la penumbra de su casa de la calle de Trocadero, en La Habana de los primeros años de la revolución. Vio al gordo poeta y novelista en su sillón señorial, rodeado de papeles, comentando historias cubanas e historias de la Edad Media europea, hablando de ángeles, leyendas, demonios, teorías de Santo Tomás de Aquino, y haciéndose aspersiones en la garganta acompañadas de un gesto de la mano para que nadie le quitara la palabra.

Su defensa de la lectura de Paradiso, su afirmación de que conviene leerlo a la manera de los Cantos pindáricos, son textos críticos únicos, que sólo pueden surgir en un medio literario marginal, periférico, que se toma libertades sin demasiado respeto, como es el de nuestra región. Cito fragmentos de uno de los comentarios de Paradiso de Julio Cortázar. Hay que leerlo, dice, como los bestiarios, como los himnos órficos, como Il Milione del veneciano, como Paracelso… Hace, en buenas cuentas, una enumeración dispersa, poética, y al final, a modo de conclusión, escribe: Leer así Paradiso es como mirar el fugo del hogar e ir entrando en su torbellino de construcción y aniquilamiento, su momento clásico en que es la hoguera sacrificial, su hora romántica de chispas y explosiones inesperadas, su barroco de humos azules y verdes que multiplican las estatuas fugaces y las cornucopias, su instante Aura Mazda, su instante Brunilda, el signo cósmico de Empédocles, la espiral de Isadora Duncan, el signo analítico de Bachelard (…). Es la crítica, desde la lectura poética, de un texto en prosa escrito por el gran poeta en prosa que era José Lezama Lima.
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Hay otro gran texto que Julio Cortázar descubrió para nosotros, aunque ya estaba descubierto hace mucho tiempo fuera de la lengua española: es el Caballero Tristram Shandy de Laurence Sterne. Es un texto cómico, un texto rabelesiano (otra referencia para Julio Cortázar), un texto eminentemente digresivo, un texto imposible en su acción, porque comienza con la historia del feto del personaje, un caballero anacrónico y que tarda algunas páginas en nacer. En seguida, es un texto de filiación cervantina. Las referencias al otro caballero, el de la Triste Figura, y a Miguel de Cervantes, son continuas. Amo a Tristram Shandy, confiesa Sterne, pero hay otro caballero que amo todavía más y que es el de la Triste Figura…

Son referencias que forman una constelación de literatura: Rayuela, Paradiso, Tristram Shandy, y detrás de todos ellos, como si se tratara de un palimpsesto, Don Quijote de la Mancha. Me he preguntado a menudo si James Joyce debería entrar en esta constelación y confieso que no estoy seguro. Pero hay un concepto joyceano, el de iluminación instantánea, cercano al concepto romántico de inspiración, el de epifanía: concentración, inspiración súbita, iluminación estética superior. Me siento inclinado, en cambio, a agregar una novela que Julio Cortázar quizá conoció: Memórias Póstumas de Bráz Cubas, del brasileño Joaquín María Machado de Assis. Es una novela de 1881 inspirada en Sterne e indirectamente inspirada en Cervantes, por lo cual podría formar parte de la constelación cortazariana. El prólogo del libro es una de las tantas bromas del autor, ya que fue escrito por su personaje, Brás Cubas, un difunto que escribe sus memorias después de su muerte. Es decir, una situación cortazariana y un cronopio de primera clase. Brás Cubas afirma en su prólogo algo que se podría aplicar a toda la obra de Cortázar: foi escrita com a pena da galhofa e a tinta da mlancolía. Su novela fue escrita con la pluma de la broma y la tinta de la melancolía: confesión esencial, síntesis impecable.

He hablado del Quijote, de Laurence Sterne, de Julio Cortázar, pero no me he referido todavía a una figura relacionada con todos ellos: Jorge Luis Borges. Cuando llegué por primera vez a la casa de Julio Cortázar y de Aurora, en la Place du Géneral Beuret, en el distrinto quince de París, lo primero que vi en un escritorio fue un gran retrato fotográfico de Borges. No se le habría podido hablar al conservador Borges de Fidel Castro, del Che Guevara, temas de esos días, y su posición en ese escritorio, cuyo dueño acababa de «descubrir» la revolución cubana, me sorprendió bastante. La fotografía era, sin embargo, el homenaje de un escritor a uno de los grandes maestros del pasado reciente, a un gran contemporáneo mayor. Ya he contado que cuando entré a mis veinte años a la casa de Pablo Neruda, en plena época de su Oda a Stalin, lo primero que me sorprendió y me encantó, en el sentido más literal de la expresión, fue encontrar las fotografías de Jean–Arthur Rimbaud, de Charles Baudelaire, de Edgar Allan Poe y Walt Whitman, en lugar de Lenin o de José Stalin. Pues bien, cuando entré a la casa de París de Julio, y soy un aficionado a las fotografías, me topé primero que nada con la cara de Borges. Ahora pienso que el célebre cuento borgeano, Pierre Menard, autor del Quijote, nos une con nuestras constelaciones y nuestras digresiones: Pierre Menard no intenta imitar ni copiar el Quijote. Pierre Menard se coloca en una situación cervantina, machadiana, cortazariana: emprende la tarea de escribirlo en forma idéntica, pero sin copiarlo, tentativa fracasada de antemano, invención pura, utopía perfecta e imposible.
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Creo que Julio Cortázar también escribe relatos que se podrían llamar «normales», pero que nunca son enteramente normales. Son relatos que llegan a dos extremos: lo absurdo y lo primitivo. Casa tomada se mantiene en los terrenos de lo inquitante y lo absurdo. La autopista del sur comienza con un atasco a la entrada de París, situación perfectamente normal, previsible, pero que empieza a prolongarse más de la cuenta y a desembocar en lo primitivo, en lo prehistórico. Los personajes salen de su nueva morada, el automóvil, para encontrar una botella de agua mineral, un huevo, un pedazo de pan. Pronto pasan a intercambiar objetos y a ingresar en una economía de trueque. Hasta que el atasco monstruoso (el embouteillage) termina y todo regresa a la «normalidad», a la vida supuestamente normal de las grandes aglomeraciones contemporáneas.

Para terminar, quiero dar brevemente una «imagen primera» de Julio Cortázar, de Aurora y de la mamá de Julio. Cuando llegué a París el año 1962, conocí a Mario Vargas Llosa en la radio francesa, antes de saber que era escritor. Le pregunté una vez, en uno de esos primeros encuentros, si conocía a Julio Cortázar. Me dijo que sí y me invitó a cenar con él en una planta baja de la rue Malar, en un lugar que me parece que corresponde ahora a una conocida tienda de frutas y verduras. Recuerdo que llegué con Pilar a una sala que estaba en una relativa penumbra y que había tres personas sentadas en sendas sillas de palo y de paja. En el centro, Julio Cortázar; a un lado Aurora y al otro su madre. Me quedé asombrado con esa imagen: tengo la impresión de que todavía, después de un poco más de medio siglo, la sigo viendo. Tuve una impresión precisa, simpática, ligeramente cómica: en su hieratismo, en la curiosa tranquilidad de las tres figuras, en su relativa inmovilidad, me hicieron pensar en un retrato del Aduanero Rousseau. Había en Chile un pintor cercano al Aduanero, Herrera Guevara. Era un naif notable. Sus paisajes de barrios populares de Santiago, de cerros de Valparaíso, de grupos de familias, son francamente dignos del Aduanero. Un poeta chileno, pintor a ratos, afrancesado fanático, Álvaro de Silva, amigo de Neruda, coleccionó obras de Herrera Guevara con la idea de que coleccionaba pintura de Pablo Picasso. Murió en París, fue enterrado por unos pocos amigos en un cementerio de suburbio y nunca supe lo que sucedió con su colección. Es otra historia de cronopios, en parte escrita.
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Hace años leí que Machado de Assis había escrito que tenía cabeza rumiante. Pensé de inmediato que era una noción aplicable a Jorge Luis Borges, pero después me dije que también valía para Julio Cortázar. Son cabezas que no aceptan nada a primera vista, porque sí: que analizan cada cosa, la dan vuelta, la miran por todos lados, la interrogan. En otras palabras, cabezas de rumiantes. Hay que evitar, en consecuencia, el acercamiento fácil a los temas. Conviene dudar, poner en cuestión, proponer una respuesta y la respuesta contraria. Estas líneas no han sido más que una aproximación a Cortázar desde un ángulo central: el de la libertad de escritura y la libertad de lectura.

Julio Cortázar recibe Orden Rubén Darío en Nicaragua. Cortesía de Julián Gutiérrez. Pulse para ver el video
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* Jorge Edwards es escritor, crítico literario, periodista y diplomático chileno. Miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua, ha sido distinguido con numerosos premios, entre los que destacan el Nacional de Literatura 1994 y el Cervantes 1999. Edwards es colaborador asiduo de diversos diarios, tanto de Chile, como de Argentina (La Nación de Buenos Aires) y de Europa (El País, Le Monde o el Corriere della Sera). Su columna de opinión aparece cada viernes en La Segunda. Desde 2010 tiene la ciudadanía española. Sus más recientes novelas son La casa de Dostoievsky (2008), La muerte de Montaigne (2011) y El descubrimiento de la pintura (2013). Ha recibido numerosos premios, y además de los ya mencionados, recientemente recibió el Premio de Letras de la Fundación Cristóbal Gabarrón 2009, Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural de El Corte Inglés 2010,  y el Premio González Ruano de Periodismo en 2011.

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