Escritor del Mes Cronopio

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MARAÑÓN Y EL CONDE–DUQUE DE OLIVARES

Por Fernando Lolas Stepke*

Gregorio Marañón, médico, pionero de la endocrinología, ensayista, historiador, académico de varias academias españolas, dedicó su vida a escribir y enseñar con el espíritu de insobornable hispanismo con que su obra ha quedado para la posteridad.

El libro que dedica al conde–duque de Olivares, don Gaspar de Guzmán, es ejemplar por muchos motivos.

En primer lugar, tras sucesivas ediciones, su erudición y base documental revela una auténtica pasión de historiador unida a un estilo claro, una prosa magnífica y un dominio impresionante de los detalles. Y son los detalles los que en un libro de esta naturaleza lo convierten en lectura amena y accesible a todo público.

Lo dicho no merma en modo alguno su carácter contingente, que debe tenerse en cuenta para valorar los comentarios, hechos a veces al pasar, que revelan mucho sobre el contexto en que este libro se escribió y publicó.

Así, por ejemplo, cuando trata de los dictadores —porque el Valido Olivares lo fue— dice que los de la contemporaneidad, la suya, suelen provenir del estado llano y no aspiran a fundar dinastías. En su agudo libro sobre los alemanes, el sociólogo Norbert Elias aporta ideas relevantes sobre este tema. Señala, por ejemplo, que salvo en el nacionalsocialismo alemán, no se consolidaban en un país de tardía unificación las elites dirigentes que alcanzan sobrevivencia transgeneracional. Ésta queda reservada, en realidad, para las noblezas tradicionales por el peso irrestricto de la cuna y el poder hereditario en la manutención del papel directivo. Aunque aquí pueden discernirse diferencias nacionales —Elias contrasta a Inglaterra con Alemania en este punto— esta es una observación interesante. Supone reflexionar, por ejemplo, en lo que significa que hoy, en el siglo XXI, muchos líderes y caudillos supuestamente republicanos en América Latina, o sus seguidores, busquen perpetuarse en el poder a través de modificaciones constitucionales. Es el caso de Bolivia, Ecuador, Venezuela, Argentina, con diferencias pero muchas similitudes.
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El tema de la perpetuación de su linaje obsesionaba tanto al Conde–Duque, que muerta su única hija, lo llevó a reconocer un bastardo («prenda de pasados yerros»), de cuya paternidad aún quedan dudas, y le hizo deshacer un matrimonio para casarlo con la hija del Condestable de Castilla, su primo. En el mismo acto de ese matrimonio de 1625, que legitimaba a Don Enrique, previamente llamado Julián, el rey le concedió el título de duque, y por eso pasó a ser conde–duque. Marañón observa que el escándalo que produjo este reconocimiento fue solo mitigado por el reconocimiento que hizo el rey Felipe IV de su propio bastardo, don Juan de Austria, poco tiempo después. Al reconstruir el contexto cultural de la España ya decadente del siglo XVII, solamente la animadversión contra el Valido explicaría el alboroto que causó reconocer al bastardo y enlazarlo con una familia noble. Y es que don Gaspar de Guzmán siempre tuvo desavenencias con los Grandes de España, y cuando él accedió a la Grandeza lo hizo recordando las frustraciones de su padre, que en vida nunca la obtuvo. Aunque a las fiestas suntuosas que se organizaron con motivo de esta boda del bastardo asistieron nobles y hasta los reyes, muchos Grandes se alejaron de Felipe IV argumentando que el Valido les obstaculizaba tratos con el soberano. Y así, tras su caída, muchos de ellos volvieron a la Corte.

Es imposible no asociar las observaciones sobre tiranía y dictadura con la que se vivía en España después de la Guerra Civil, que concluyó en 1939, y la exaltación de Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios. Marañón, que se exilió en París entre 1939 y 1943, ha de haber tenido presente el contexto en que escribía, no solamente la primera edición sino también sus ulteriores revisiones y ampliaciones.

Marañón desmitifica mucho de lo que normalmente se afirmaba sobre este personaje tan digno de estudio. Su leyenda negra es sólo comparable a la tejida en torno a los jesuitas, que en ese reinado tuvieron especial privanza. Eran confesores de los reyes y del propio Conde–Duque, e intervenían muy eficazmente, para su beneficio, en los asuntos del estado.

Reconociendo que el intento de Olivares de emular al cardenal Richelieu, que ocupaba semejante posición en Francia, lo llevó a errores en la política exterior, lo que Marañón destaca —en una perspectiva psicológica y médica— es que muchos de los errores más graves se cometieron en el plano interno. El Olivares que se nos muestra en los cuadros de Velázquez, sevillano como él, mas la documentación que examina —sobre todo las cartas privadas— es una persona de ánimo cambiante, que pasa de la exaltación a la melancolía. Aquí se plantea el eterno dilema de saber cuánto de la vida privada de un personaje público incide sobre históricas decisiones. La guerra de Cataluña de 1640, que se había convertido en república vasalla de Luis XIII de Francia, y la deserción del duque de Braganza (marido de una prima del conde–duque) que llevó a la independencia de Portugal son los hechos más significativos y menos ejemplares de su actividad en el plano internacional. A ello debe agregarse la interrupción de la tregua con los holandeses y por ende la reanudación de las guerras en Flandes, con el consiguiente descalabro económico que ni siquiera el oro y la plata de América pudieron paliar.

Internamente, la animadversión contra el conde–duque era manifiesta no solamente en la nobleza sino también en el pueblo común. Castilla fue prácticamente expoliada con impuestos y levas forzosas. La desvalorización de la moneda de vellón y la ausencia de oro y plata en las transacciones, produjeron trastornos económicos no difíciles de entender, con el consiguiente malestar de las masas campesinas y artesanas, cuya vida se tornó cada vez más difícil.

Muchas de las actuaciones de la gente en aquel siglo XVII son hoy día inconcebibles. Marañón, en muchos sitios, dice que la humanidad de su época es mejor que aquella. No sé si tal juicio de valor es necesario o aún cierto. Pero la descripción de lo que era la vida social de pobres y ricos en la España del siglo XVII es sumamente gráfica. Por la corrupción, por el libertinaje, por las privaciones y las enfermedades, eran tiempos difíciles. La vida era peligrosa y breve. Las diferencias de clase eran notables. La nobleza gastaba en fastuosas fiestas y el pueblo carecía de pan. Las guerras consumían el tesoro del reino.
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El Valido se presentó siempre con elegancia y boato. Decenas de empleados, carruajes vistosos, trajes que emulaban a los del rey. Su esposa, aya del príncipe Baltasar Carlos y dama de la reina, pudo quedarse en palacio incluso después de la caída de don Gaspar. Pero al poco tiempo, prevalecieron los enemigos y ella debió unírsele en su destierro de Loeches, el que luego fue cambiado, por orden real, por la ciudad de Toro. En ella vivió el conde–duque sus últimos meses, con la aceptación de esa comunidad y sirviendo siempre al rey. Mantuvo con éste, dice Marañón, una amistosa correspondencia hasta el final. La caída no fue una expulsión. El propio conde–duque quería ya retirarse, cansado y enfermo, agotado por las responsabilidades y los esfuerzos. Desde su destierro, él y sus amigos, su confesor jesuita, el padre Ripalda, imprimieron el «Nicandro», una defensa certera de su actuación en el gobierno. Insinuaba que cuando un ministro se equivoca, también el rey se equivoca. Deshacía muchas de las argumentaciones de sus enemigos y, en un tono que podría calificarse de apropiado, pedía se tuvieran presentes sus servicios al Estado.

Como otros estudios de Gregorio Marañón, quien decía de las biografías que eran como historias clínicas a las que el tiempo ha liberado del deber de confidencialidad, éste esconde una enseñanza. Así como Amiel se distingue por la timidez y el emperador Tiberio es estudiado como la historia de un resentimiento, don Gaspar de Guzmán es analizado en la perspectiva del ansia de poder. El deseo de mandar y controlar es lo característico de esa personalidad del Valido, que en España tuvo tan notables ejemplos. Ministros omnipotentes, crueles, inescrupulosos, cuyo favor y nombradía dependían de los caprichos del soberano, pero en quienes residía el poder efectivo de la Corona y del Estado. Este retrato del Conde–Duque, permite leer mejor lo que Velázquez, sevillano como él, retrata en sus cuadros. Horas se podrían dedicar a admirar esa telas que, enriquecidas por esta reflexión, cobran nuevas y más profundas dimensiones.
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* Fernando Lolas Stepke es médico cirujano, psiquiatra y escritor chileno. Miembro de Número de la Academia Chilena de la Lengua, Académico Correspondiente de la Real Academia Española. Ha escrito ensayos literarios (premios Pedro de Oña, Gabriela Mistral, Manuel Montt, Consejo del Libro y la Lectura) sobre temas de historia y humanidades médicas. Ha escrito varios libros sobre bioética y ciencias humanas; Conferencias en diversas instituciones. Programa Interdisciplinario de Estudios Gerontológicos en la Universidad de Chile. Columnista de los diarios La Época y El Mercurio (Santiago de Chile) y Hoje em Día (Belo Horizonte, Brasil), con libros de recopilación de crónicas. Tiene cerca de cuatrocientas publicaciones en revistas nacionales e internacionales en español, inglés, alemán, polaco y portugués como el Journal of Philosophy and Medicine, Social Science and Medicine, Transcultural Psychiatry y World Psychiatry. También es editor o miembro del comité editorial de varias revistas especializadas en psiquiatría y medicina.

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