CORONEL LÁGRIMAS
Por Carlos Fonseca*
Al coronel hay que mirarlo muy de cerca. Acercarse hasta el punto de la molestia, hasta verlo pestañear en cámara lenta con ese rostro juvenil pero cansado que ahora vuelve a arrojar sobre la página. Entonces lo veremos en su verdadera pasión, meticuloso sobre el papel que parece tocar con la delicadeza de un monje, como si no se tratase de un escrito sino de algo sagrado. Pero eso no basta. Hay que acercarse más hasta ver su imagen disuelta en pequeños puntos. Pixeles de una locura latente. Matices de un crema pálido sobre los cuales de repente, ahora que volvemos a enfocar, surge ese rostro que conocemos tan bien: la cabellera riza cayendo en cascada, la parte frontal calva y los ojos encendidos por una pasión que desconocemos. Es ésta la pasión mortal que perseguimos en todos sus gestos, en todos sus movimientos, hasta verlo descompuesto en una serie de sucesivos cuadros fotográficos: aquí las manos en gesto de escritura, aquí las manos relajadas, aquí las manos en suspensión, aquí las manos sobre el café. Sí. El coronel bebe café porque escribe. En una blanca mañana de invierno el coronel se sienta a escribir su vida.
Español: Pirineos; francés: Pyrénées; catalán: Pirineus; occitano: Pirenèus; aragonés: Pireneus; euskera: Pirinioak. Habría que trazar un mapa y narrar una historia. Pero no hay tiempo. Al coronel le queda poco tiempo. Por eso basta con decir: el coronel vive en los Pirineos y es por eso que ahora que se quita los lentes, redondos y adorables, la mañana se vuelve a desdibujar hasta hacerse plenamente blanca. Y aun ahí, con la mirada volcada sobre el horizonte blanco, sentado en calma, notamos las huellas de una pasión que no se apaga. Él no lo sabe pero le queda poco tiempo. Por eso basta esbozar las escenas con pinceladas orientales. Acercarse hasta más no poder y verlo disuelto en su propia pasión. En una mañana cualquiera el coronel se sienta a contar tres historias.
No sabemos por qué lo llamamos el coronel. Tal vez porque hay en su rostro huellas de un hombre en misión, de una aristocracia marcial que lo mide todo. Tal vez porque en plena guerra apostó por la huelga y por el conocimiento. Sí, el coronel fue matemático pero ya no lo es. El coronel vio la guerra desde el campo, pero sin armas. El coronel fue famoso pero decidió dejar de serlo. Ahora que lo vemos sentado ante la blanca mañana no podríamos imaginarlo en las montañas de Hanói, rapado al estilo gonzo, escribiendo indescifrables ecuaciones que sólo un puñado de gente entendía, dictando clase mientras a su alrededor un festival de detonaciones servía como música de fondo. Vietnam fue para él una sinfonía dodecafónica escrita en símbolos sobre una pizarra negra. Nunca le gustaron los aplausos. Tal vez por esa rectitud marcial hay que llamarlo coronel y no profesor. Así, con los rizos cayendo en cascada sobre una imponente calva, tiene algo de héroe griego, de Aquiles socrático, de maestro solitario. Hace años que prefiere las montañas verdes y blancas al bullicio citadino. Hace veinte años que tomó la decisión: la muerte lo encontraría en paz.
Ahora que le queda poco tiempo, nuestro pequeño aristócrata monástico deja el café sobre la mesa, mira una fotografía de un desierto blanco y toma la pluma en mano. Pluma fuente, como las que siempre usó, con buena tinta y su nombre tallado sobre el dorso. Podríamos acercarnos un poco y ver su nombre pero preferimos no hacerlo: al coronel no le gusta su nombre. Toma la jeringa, rellena el cartucho con tinta y lo inserta. Está listo para escribir. Entonces, desesperados, corremos a ver qué escribe pero se nos hace difícil. El coronel escribe con la espalda muy encorvada, lo cual no deja espacio para el espionaje. Vamos por un lado, vamos por el otro, pero no hay forma. La espalda encorvada del coronel recuerda las garzas sobre los pastos verdes de Andorra.
El título toma media línea: Acqua Vitae.
El subtítulo le sigue: Retratos de Tres Divas Alquímicas.
Ignoramos en qué momento y por qué este hombre decidió dejar su trabajo serio, su trabajo respetable y honorable, su trabajo profesional como matemático. En fin: su trabajo bien pagado. Lo que sí sabemos es que desde entonces emprendió un alocado proyecto autobiográfico mediante la escritura de un catálogo megalomaníaco de vidas ajenas. La vida escrita en espejos, la vida vuelta ajena, la vida vuelta múltiples vidas. Sí: el coronel tiene muchas vidas que esconde día a día en un mueble de muchísimas gavetas pequeñitas, entre un desorden de libros y tabaco. Sí: el coronel siempre fuma mientras escribe. El tabaco lo ha acompañado durante esta larga travesía autobiográfica que también ha sido una especie de monasterio espiritual. Ahora que nos acercamos nuevamente, lo vemos escribiendo con un ritmo frenético, con una puntuación casi aleatoria, con la pipa suspendida en el aire y los ojos clavados en el papel. Lo más extraño de todo es que la autobiografía ajena —como la llamó en algún momento— no la escribe en voz propia y ni siquiera en voz masculina, sino en una voz muy objetiva que retrata vidas femeninas. Hoy regresa a uno de sus temas favoritos: la alquimia. Y como siempre, a las divas.
A veces se pasea por la casa con el rostro pensativo en una especie de arqueología de la memoria. Camina por esa casa que por momentos le queda grande, solo como está, pero que llena con su presencia calmada pero expansiva, como si se tratase de un yogui oriental. Viste una especie de toga color crema que parece acentuar su excentricidad. Entonces nos podemos acercar hasta su escritorio de trabajo, excavar un poco entre los papeles y ver lo que ha escrito hasta ahora. Podemos ver su método: la forma en que organiza alfabéticamente las entradas, en ese orden arbitrario y falso de las enciclopedias que sin embargo sosiega nuestro afán de rectitud. Podemos ver, de cerca y con paciencia, la forma en que la nueva entrada ha sido ubicada entre los papeles correspondientes a la letra A y más específicamente a la Alquimia. Nombre de mujer, decimos, le debe gustar. Y si fuésemos más lejos y nos atreviéramos a abrir todas las gavetas, encontraríamos lo que parece ser una historia universal de las ciencias falsas: la alquimia y la fisiognomía, el mesmerismo y el humorismo, la magia y la astrología. Veríamos, entre los papeles con su idiosincrática caligrafía, desplegarse una protohistoria de la ciencia, una historia subterránea de los principios olvidados narrada a través de una serie de figuras femeninas que decidieron entrar en una historia que las expulsaba de inicio. Y todo esto acompañado de una extraña aseveración que sólo podríamos atribuir a una locura con destino: todo esto lleva al momento actual y está escrito en mi nombre.
Al coronel hay que salvarlo de la locura y de los psiquiatras. Hay que acercarse a él lo suficiente para creer en su proyecto. Lo sé: hay una distancia precisa desde la cual todo esto tiene sentido. Sólo hay que buscarla, encontrarla y luego sentarse a verlo escribir las profecías de esa ciencia olvidada.
Por el momento ha escrito un nombre, unas cuantas fechas y lo que parece ser el esbozo de una historia de amor. El nombre: Anna Maria Zieglerin. Las tres fechas: 1574, 1550, 1564. Todo esto en esa caligrafía perfecta, altamente higiénica, que encontramos en las cartas que durante sus primeros años de hermetismo le escribió a su colega mexicano Maximiliano Cienfuegos. Documentos que ahora reniega, las cartas dejan algo claro: la locura del coronel tiene orden y método. Por eso, ahora que pone la pluma sobre el papel, volvemos a mirar por sobre el hombro como si se tratase de un oráculo.
No cabe duda: nuestro personaje es un noble ermitaño. Y, como tal, pertenece a una gran tradición. Él lo sabe muy bien: la maldición del mundo moderno serán las categorías. Ermitaño: del latín eremīta, que a su vez deriva del griego ἐρημίτης o de ἔρημος, significando «del desierto». Lo sabe muy bien. Por eso ha incluido una entrada en su enciclopedia sobre las famosas Madres del Desierto. Ascetas que, siguiendo la tradición impuesta tras la Paz de Constantinopla, dejaron las ciudades del imperio y emprendieron la marcha hacia los desiertos de La Tebaida. Sobresale un nombre: Sinclética de Alejandría. Si buscáramos entre los papeles de este hombre cansado encontraríamos uno que dice:
Sinclética de Alejandría –símbolo de la valentía de las madres del desierto. Nació en Egipto en el iv siglo después de Cristo y vivió vida eremítica. Perteneciente a una familia aristocrática de Macedonia, la bella virgen decidió salir de la ciudad y recluirse en una cámara sepulcral propiedad de su familia. Allí se recortó el pelo frente a un cura y juró ayunar por meses. Entre sus obras se encuentra: Apophthegmata Matum.
Pero el coronel no habita en el desierto. Por más que una fotografía de un desierto de sal se parezca al paisaje que lo rodea, le encanta saber que este silencio es el de la blancura de los Pirineos. Y así, nuestro noble ermitaño es una reencarnación moderna de aquel Simón del desierto que, trepado a diecisiete metros de altura, vio la historia humana como algo que le era ajeno. A veces, el coronel mira la aldea que se halla a millas de distancia y ríe, con una risa no desprovista de melancolía.
Sin embargo, hoy la mañana le sonríe con perversidad. La vida de esta Anna Maria Zieglerin es deliciosamente perversa. Como con todo lo demás, el coronel guarda su método a la hora de escribir vidas ajenas. Empieza por lo mínimo: la fecha de nacimiento. Un simple número: 1550. Le encanta sentir esa lejanía temporal que lo transporta a un territorio vago donde todo es posible y, sin embargo, donde todo es simultáneamente objetivo. La belleza de poder decir: el 6 de enero de 1550 el capitán Hernando de Santana funda la ciudad de Valledupar en lo que es actualmente el territorio de Colombia. Para inmediatamente decir: catorce años más tarde, Anna Maria Zieglerin pierde la virginidad que hasta ese entonces había servido como bandera de su supuesta pureza divina. El coronel mira lo escrito y se dice para sí: belleza objetiva y vaga. Entonces el resto es sencillo: dejarse enredar en la historia hasta ya no poder salir, dejar que los hilos se sugieran hasta sentir la tentación autobiográfica. El coronel persigue la curiosidad con una precisión matemática.
Decir por ejemplo: el 6 de marzo de 1550, mientras un joven y desconocido Nostradamus pone el punto final a su primer almanaque, dos perros callejeros batallan por un pedazo de pan en una callejuela de Granada.
El placer de las fechas.
Decir ermitaño no significa, por ende, decir sufrimiento. Veinte años en las montañas le han enseñado los menudos pero rotundos placeres del vivir. Por eso en esta media mañana, con la neblina ya difusa y el paisaje aclarándose, el coronel detiene su trabajo aun cuando realmente no ha puesto más que una fecha. Aspira la verdura de un ocio exquisito a la hora de tomar en mano la primera de las golosinas: una sabrosa y dulzona torrija que no tarda en engullir. Le siguen un manjar de frutillas azucaradas y más café, esta vez con leche. El coronel peca de goloso. Pero la gula es aquí bienvenida. Por eso no hay que desesperar cuando lo vemos tomarse su tiempo comiendo. Los que lo conocemos, los que lo vemos de cerca todos los días, respetamos sus ritos. Solitario pero delicioso banquete medieval para este rey olvidado. Pero el coronel no cree en reyes.
Habría que hacer una pausa y finalmente mirar ese expediente suyo que tenemos aquí a la mano. Para algunos contar la biografía de este extraño anacoreta sería cuestión de sumergirse en su archivo estatal y rescatar los datos pertinentes. No para él. Por eso batalla día a día con esa autobiografía ajena que de a poco se le extiende indomable, amenazando con volverse infinita. El coronel nos corregiría: no es amenaza sino más bien goce. La belleza de una vida que recorre la historia de un siglo y desde ahí explota hacia todas partes. Pero hay puntos densos, datos que bastaría corroborar pues serían buenas anécdotas. Si nos sumergimos en el archivo y lo leemos de tapa a tapa las vemos surgir con espontaneidad. Aquí hay una: se dice que el padre del coronel, un tal Vladímir Vostokov, hombre de barba extensa y buen trago, lector de Proudhon y anarquista puro, decidió partir a principios de la década de los veinte a México en busca de asilo político. Basta decir que era confesado enemigo de Trotski. Su proyecto era otro. Fundar una comuna anarquista en Chalco, a los pies del volcán Iztaccíhuatl. Allí, en medio de las lluvias de verano, nació, con la llegada de la nueva década, el pequeño anacoreta. Al coronel, sin embargo, esto no le importa.
No le importa porque hoy lo que toca es narrar la vida y obra de la primera diva alquímica: Anna Maria Zieglerin. Le gustan las campanitas que resuenan con el nombre. Le gusta aún más imaginarla pura y nuda en ese nacimiento tan raro. Y es que la pobre diva nos nació sietemesina. En la ligera mañana, el coronel repite el nombre y la historia nuevamente: Anna Maria Zieglerin nació sietemesina. Pero entonces se atasca, porque los datos que empieza a encontrar le parecen morbosos. Y es que este nacimiento nos viene con textura extraña: se dice que la sietemesina sobrevivió los primeros meses de su vida envuelta en una peculiar sábana de piel. No sabe cómo decirlo pero lo dice: de pieles humanas. En la profunda mañana, el dato suena atroz pero verídico. En fin: dato de diva. Así que se limita a afirmar: Anna Maria Zieglerin nació vestida en pieles.
Ni siquiera este dato horripilante es capaz de mantenerlo concentrado. Este goloso ermitaño nos salió distraído. Basta mirarlo de cerca para verlo nuevamente sentado sobre esa calma magistral y un tanto patética, con la mirada perdida y la fina pluma sobre el papel. No escribe. El coronel, en su infancia más avanzada, con esos rizos canosos que piden pequeños abrazos, se limita a esbozar garabatos. Pequeños monigotes saltarines, muñequillos medievales, doodles de curvitas aleatorias. El coronel ya no estudia curvas. Se limita a esbozarlas en sus contornos más infantiles. La matemática le llega en rumores juguetones. Ahora que lo vemos tomar en mano una nueva golosina, una pequeña galletita endulzada, comprendemos finalmente algo: al coronel le quedará poco tiempo, pero él no lo sabe. Por eso se limita a esbozar estos garabatos juguetones que sin embargo tampoco quedarán fuera de su legado. Y es que la vida y obra de nuestro querido anacoreta está a la espera de una última revisión. Alguien se encargará de la macabra labor de indagar los rincones de este hogar mohoso en busca de la última obra: un esbozo matemático de un proyecto invisible. Luego serán los congresos y una especie de matemática vuelta mística, la labor póstuma de un grupo de profesores vueltos secta talmúdica. El coronel esbozará entonces su última risa.
Decir por ejemplo: El 19 de septiembre de 1566, mientras en un pequeño cuarto —demasiado perfumado— muere Nikolaus von Hamdorff, miles de cortigianas inundan las calles de Roma en una despedida triunfal.
El placer de los datos.
Su pasión será discreta pero es puntual: la vemos surgir por momentos, escondida detrás de un gesto, saltarina pero breve, para luego retraerse cual delfín en alta mar. Discreta pero puntual como la muerte de un alemán en una recámara bien perfumada. Y es que este Nikolaus von Hamdorff, varón no tan digno de dicho nombre, se nos presenta como el primer marido de la desafortunada diva. A los catorce años, la diva de las pieles, Anna Maria Zieglerin, ve su pureza tañida por un temblor repentino. El producto: un niño que, como en el mejor de los relatos bíblicos, se vuelve leve hasta más no poder. En una tarde de agosto, el niño desaparece detrás de los contornos de su propio padre. La diva vuelve a estar sola, aunque no por mucho. No. Como buena diva, la condesa alquímica nunca está sola. El coronel lo sabe, por eso se limita a esbozar un nombre y una fecha: Heinrich Schombach, 1566. Al lado, entre los garabatos marginales, en letra diminuta, añade un título: comodín de corte. No le gustarán los reyes ni las cortes, las aristocracias ni los títulos, pero a este coronel la corte lo persigue hasta el fin del mundo.
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