Escritor del Mes Cronopio

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A veces nos asaltan los placeres del archivo. Abrimos el expediente: releemos las notas, observamos las fotografías, examinamos las cartas y creemos saberlo todo sobre este ermitaño anacrónico. Lo seguimos en esos decisivos y lentos pasos con los que recorre su casa en toga crema como si se tratase de un monasterio budista vuelto corte marcial. De repente todo se mezcla: el activista militante con el noble matemático, el esotérico monje con el perfumado aristócrata. Entonces nos acercamos hasta la molestia, hasta la irritación, hasta ver sus labios suspendidos en un aura de levedad, murmurando palabras en lengua incierta. Barbarismos, diría el griego. ¿Deutsch, English, Español, Rossiya? No. Si nos acercamos todavía más, si cerramos los ojos y prestamos buen oído, veremos que el coronel murmura en francés. Y en esa lengua que podría ser todas pero que es claramente francés, la casa en los Pirineos es meramente una sencilla casa mohosa que sin embargo podría bien ser asilo de ancianos, manicomio o corte real, monasterio y aula. En la blanca mañana de invierno el balbuceo pálido nos regresa la voz de un hombre cansado.

El perfumado monje afronta el poco tiempo que le queda con un sencillo y humilde cansancio matutino:

Vers dix heures du matin, je suis fatigué.

Por eso bebe café y más café. La cafeína es uno de los síntomas discretos de esa pasión que late detrás de un cansancio largo y flaco. Herencia francesa de montañas blancas. Nació en un siglo encafeinado. Su errante genealogía está ahí para demostrarlo. El 12 de agosto de 1936, su padre, Vladímir Vostokov, nadando a contracorriente, decide volver a cruzar el Atlántico para juntarse al bando republicano. La guerra civil española es el epicentro político del globo y nuestro ya olvidado pater anarquista es una especie de político global avant la lettre. Su lema: anarquía es orden. Un pequeño coronel de apenas doce años persigue a sus padres con paso incierto. Dos semanas más tarde, el coronel se encuentra por primera vez en el campo de batalla. La bella San Sebastián Donostia los recibe con un paisaje de macabro entusiasmo: cientos de Junkers alemanes convierten la ciudad en una fiesta explosiva. El coronel llora pero su llanto es mudo. Nació en un siglo encafeinado pero el llanto se le da mal. Su madre, una belleza rubia de ojos rasgados, lo consuela con nanas rusas que el niño sin embargo no entiende. Dos semanas más tarde, una granada borra las nanas y condena a la madre al llanto: Vostokov ha muerto. En las noches inciertas de un invierno castizo, el coronel se dedica a tomar café para soportar el insomnio. Su madre lo consuela en un idioma que no entiende. Por eso ahora que lo vemos murmurando en francés con el café en mano, sonreímos con ternura y lo entendemos un poco.
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Pero el coronel no quiere que lo entiendan. Su deseo es más simple: quiere que lo olviden. Por eso apuesta por este proyecto de vidas ajenas, especie de amnesia autobiográfica. Con la tenacidad de una hormiga en celo, se empeña en volverse impersonal, en volverse factual como una piedra, como un dato, como una entrada enciclopédica. La última carta que le envió a su colega Maximiliano Cienfuegos, mulato de nombre azul aunque tal vez no de sangre, se lee como una especie de contratestamento: no dejar nada, ni siquiera un nombre. El coronel quiere borrar toda herencia. Por eso le ha pedido a Cienfuegos que impida toda publicación de su obra matemática, que vede el acceso a los documentos, que se asegure de que la muerte lo encuentre leve. De eso hace ya diez años, pero todo sigue igual. Sólo que ya no envía cartas. Ahora el silencio es blanco como estas montañas que lo rodean, como este silencio afrancesado sobre el cual lo vemos ahora balbucear nuevamente, entregado como está a una grandiosa pero invisible obra. El problema es que si nos ubicamos bien, en ángulo preciso, lo vemos claramente en esta su laboriosa faena.

Decir por ejemplo: mientras en México un puñado de hombres esboza una de las primeras sublevaciones de escala transatlántica, Anna Maria Zieglerin sufre el segundo de los infortunios que eventualmente la llevarán a la hoguera. En Wolfenbüttel, Heinrich Schombach corre despavorido por calles adoquinadas, al presenciar la titánica y atroz lucha entre una mosca y un mosquito.

El placer de la agudeza absurda.

Precisamente una mosca de fuego es la que viene a revolotear ahora sobre el café del coronel. Extraña presencia en medio de estos higiénicos y blancos Pirineos, la mosca es el primer presagio de que aquí algo ya huele a carroña. Dicho de otro modo: en medio del paisaje mítico, la mosca es signo de profecía y augurio. Al coronel le encantaría esbozar las consecuencias de esta alocada intuición si no fuese porque la mosca lo ha volcado sobre sí mismo en un nudo serial de torpezas que ha acabado por convertirlo en un verdadero lío. Si nos alejamos un poco, creeríamos que el pobre viejo, finalmente entregado a su locura, batalla con espíritus invisibles. La verdad no estaría lejos. Y sin embargo, visto desde más cerca, lo vemos al pobre en su épica batalla con esa mosca que se niega a volverse espíritu. Habría que decir: bello nombre el de la mosca. Bello cuerpo también. Y es que esta mosca de fuego es realmente bella, un insecto del mismísimo color del cielo, una mosca paradójica que mira hacia arriba y no hacia abajo, hacia las nubes y no hacia la boñiga, un verdadero ejemplar de aquella aristocrática Chrysis cyanea que primero observó Lineo. Pero si volvemos sobre la escena y nos cambiamos los lentes vemos que la mosca simplemente revolotea en crisis: presagio de que aquí queda poco tiempo. Enredado con su propia aura, torpe y confuso, el coronel batalla con esta diminuta partícula que parece trazar curvas arbitrarias sobre un espacio vacío. Torpeza y nudos: el coronel parece esbozar una danza ritual.

¿Cuál es el límite de lo privado? ¿Qué vigilante está aquí para decirnos cuándo habría que parar, trazar una línea, no acercarse más y respetar un poco? Imagino que en un punto, de tanto acercarse, dejaremos de verlo y sólo quedarán los pixeles de la tela de fondo, la atmósfera sin trama.

El placer del intruso.

Intruso se debió haber sentido nuestro apreciado comodín de corte el día que Anna Maria Zieglerin primero puso ojos sobre la piedra filosofal de Philipp Sömmering. Al pobre no le quedó otra que aceptar finalmente su apodo como si se tratase de la carga de un destino: Enriquillo el Bizco. La magia alquímica de Philipp Sömmering no tembló al ver frente a sí aquella encarnación del estrabismo que era Heinrich Schombach. La diva de las pieles fue veloz en marcar el camino: la pareja seguiría al alquimista hasta las cortes del duque Julio de Braunschweig-Wolfenbüttel. El coronel sonríe: sabe que la historia finalmente ha comenzado. Finalmente liberado de la mosca de fuego, la mañana lo regresa a su amabilidad habitual. Sentado sobre su calma, se limita a esbozar con cautela ese preciso y fundamental primer momento de contacto entre la diva y la alquimia. Le gustan los orígenes, si no son los suyos, esa anatomía de un instante que le regala toda una historia. Por eso ahora se vuelve a arrojar sobre este primer momento con esa pasión infantil que sin embargo se nos vuelve a escapar. Somos lentos. Cuando volvemos a mirar, encontramos a la diva de las pieles en media empresa, parte de una conspiración de seis manos para engañar al crédulo duque. El duque de Wolfenbüttel no lo sabe pero la verdadera piedra filosofal no es una extraña sustancia esotérica sino precisamente esas monedas a partir de las cuales el trío —Zieglerin, Sömmering, Schombach— construye un tejido de vidas paralelas. Y es que la alquimia, como el coronel bien sabe, es una economía de la ganancia que sin embargo se empeña en narrar historias atroces. Mientras el dinero traza su cartografía alocada sobre un terreno monárquico, la corte alemana se enfada tejiendo un triángulo rojo.
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Como no ha de extrañar, el coronel colecciona citas como si se tratase de muñecas rusas. Citas que llevan a otras citas, diccionario de una memoria alucinante. Inmerso como está en esta historia de divas y alquimia, recuerda una cita de Paracelso, aquel alquimista alocado que creyó reconocer en las salamandras a las hadas del fuego. Haciendo un espacio entre los garabatos, transcribe la cita, primero en alemán y luego en su infiel reproducción castellana: «Alle Ding’ sind Gift, und nichts ohn’ Gift; allein die Dosis macht, daß ein Ding kein Gift ist.» «Todo es veneno y nada está sin veneno; sólo la dosis permite que algo no sea venenoso.» Precepto de estoicismo y moderación, o bien clave homeopática para la cura. El coronel prefiere la interpretación homeopática. Por eso, en su desesperada batalla por el anonimato, parece inyectarse enormes dosis de memoria histórica.

El placer del veneno sano.

Cafeína para el café: un siglo encafeinado se harta de café para soportar las largas noches. Esta lógica homeopática nos regresa a la historia de su infancia. Cual alcohólicos en busca de ese último trago, regresamos con las manos temblorosas a esta historia de guerras. Y así nos encontramos con un pequeño coronel, de pelo lacio y manos chicas, que parece vagar por una intempestiva historia que le es ajena. No ha llegado a los trece y ya la historia le pide consolar a una madre que se empeña en llevar el luto en un idioma que él no entiende. Pronto odiará ese idioma con el odio acumulado de los sordos, con la frustración de aquel que comprende poco. Si se lo preguntáramos ahora no sabría cómo contestar: se limitaría a decir que la decisión de cruzar la frontera fue una mera arbitrariedad histórica, el impulso arrogante de un niño rebelde. Pero, mirando atrás, podríamos proyectar una causa. El joven que cruzó la frontera en aquella primavera de verde luto lo hizo con una idea fija en mente: escapar de aquella lengua maldita que lo rodeaba por todas partes. Volverse huérfano. Basta de conjeturas: el coronel ha prohibido la especulación matemática. Lo cierto es que en el verano de 1940, lo vemos cumpliendo años en pleno París ocupado, con esa seriedad monástica que todavía hoy guarda, hablando francés como si ésta hubiese sido su lengua materna. Al otro lado de los Pirineos el ruso quedaba rezagado en un paisaje de ruinas. Nos limitamos a afirmar: Napoleón cruzó los Alpes, nuestro coronel los Pirineos.

Una manía siempre es más visible si se dibuja sobre fondo blanco. Y el coronel tiene muchas manías. Tal vez por eso lo encontramos sentado ante el blanco escenario de los Pirineos, esbozando siluetas mínimas pero aparentes, especie de mimo en función privada. Por eso es que al coronel hay que mimarlo: acercarse con cuidado y verlo en sus tareas mínimas, observarlo cautelosamente y anotar sus menudos placeres, aplaudirle esta su última pantomima. No hace falta subrayarlo: aquí queda poco tiempo. Y aun así somos lentos. El aristocrático gusto de tomarse el tiempo para atestiguar sobre lo intrascendente. Así vemos surgir, tranquila y calladamente, sus manías en una deliciosa cadena firmada por la ternura. Como ahora que sin saberlo se ha puesto a trazar simbolitos sobre el papel, trazados rápidos pero idénticos. De lejos creeríamos que se trata de pequeñas espirales, escargots maniáticos, perversas y arbitrarias curvas. Si miramos más de cerca, reconocemos el símbolo: se trata de la A circulada del anarquismo. El distraído coronel se dedica a rellenar la blanca página con decenas de simbolitos anarquistas.
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Durante el verano de 1614, un joven Stephan Michelspacher —influenciado por las vertientes cabalísticas de la alquimia— se dedica a trazar un monograma para su libro Spiegel der Kunst und Natur. Dos círculos marcados por las letras alfa y omega: verdadero Espejo del Arte y la Naturaleza. Dos siglos más tarde, en 1868, el masón Giuseppe Fanelli retoma el símbolo como parte de la agenda de la Asociación Internacional de Trabajadores Españoles. En plena guerra civil un valiente miliciano anarquista recorre los campos de batalla con un casco que lleva la insignia anarquista.

El placer de la profecía.

Y es que la historia también tiene sus tics nerviosos: pequeños detalles demasiado obvios como para ser registrados, gestos ansiosos que se repiten una y otra vez sin que la historia misma se dé cuenta. Aquí hay uno: cada vez que Anna Maria Zieglerin toma una moneda en mano, guiña nerviosamente el ojo derecho. Ansiosa, la época brinca estática. Nadie, menos ella, sabe a quién le dirige este guiño imaginario. Y es que por esos años de conspiración y alquimia Anna Maria Zieglerin, como si dos no fueran suficientes, añade un hombre a su inventario: bajo el título de conde aparece un nuevo amante que según asegura la diva de las pieles es el mismísimo hijo del afamado Paracelso. Gran cirugía histórica: a los veintiún años, nuestra precoz usurera les practica una gran cirugía a los datos históricos, promoviendo así su lugar dentro del panteón de la alquimia. Leyendo sus últimos descubrimientos, el coronel ríe y su flaca risa se alarga hasta inundar el paisaje. Pinceladas orientales. Al coronel no le importa el dinero pero sí sus siluetas. Por eso le gusta la plasticidad de esta historia que ahora retoma su alegría y su rapidez mediante la inesperada adición de este personaje catalítico. En la mañana plácida las carcajadas del coronel resuenan con entusiasmo cómplice: el conde Carl es el conde y ya está, suficiente como para desatar un cataclismo en plena corte.

La historia tendrá sus tics, escalofríos sobre su frágil tendido eléctrico. Nuestra misión: salvarla de los psiquiatras y de sus pastillas, dejarla recorrer las calles temblorosa e idiosincrática, expuesta a la vista de otra historia que la mira con desprecio. A veces el coronel tiembla repentinamente y la mañana vuelve a ser la misma, pero con más energía, con un conde de por medio y un sol que amenaza con llegar a su cénit. Es en esos momentos cuando este calvo aristócrata siente los primeros tentáculos de una somnolencia que lo arropa. En plena mañana, con el sol sintiéndose finalmente pleno, el coronel bosteza cansado.

A veces, cuando bosteza, pareciese como si quisiera tragarse al mundo: detrás de su cansancio se intuye una última voracidad cansada, un deseo de regresarlo todo a su sencillo y diminuto origen de acaramelada nuez. Bebe café, recuerda el hambre de sus primeros días franceses y se dedica a esbozar más simbolitos anarquistas. Pequeño tributo cómico a su padre caído en guerra: en media mañana el coronel se dedica a alzar un pequeño mausoleo a esa bandera negra que lo vio nacer en Chalco. En plenos Pirineos Orientales, se dedica a esbozar distraídamente el signo de aquella visión utópica con la que, sobre las accidentadas proximidades del volcán Iztaccíhuatl, Vostokov alzó la bandera negra del anarquismo. Pero a él le interesa más la historia del color que la historia política. Por eso, si buscáramos entre esas gavetas que guardan carpetas repletas de tesoros inesperados, encontraríamos —bajo un nombre desconocido— una entrada sobre la teoría del color:
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Mary Gartside (1765-1809) –acuarelista inglesa cuya obra Natural System of Colours, publicada en 1766 bajo el disfraz de un manual de pintura, esboza una teoría del color que se inserta en lo que así no sería una tradición masculina: Gartside, partiendo del blanco, construye la paleta de colores en lo que no deja de parecernos un acto de magia. Más aún, su texto es de gran importancia para esa otra tradición del color que fue descartada debido al odioso éxito de Newton. Gartside junto a Goethe, quien imaginó el color como un juego entre dos polos y un medio turbio: el blanco y el negro jugando incesantemente a los dados sobre un aire sucio. (Nota: Habría que escribir una historia de esta otra tradición, igual de importante que la del espectro, pero partiendo de Gartside y no de Goethe. Cambiar el origen y el género: ver los dominós caer en cascada). En 1781, exhibió sus pinturas —naturalmente de flores— en la Real Academia de Londres.

A veces se le escapa la voz. Vemos surgir entonces los juegos de estilo en media entrada enciclopédica, los juicios personales y las opiniones, pequeñas notas para un porvenir que de a poco se le cierra. Notas para un futuro póstumo. A veces se le escapa la voz como se le escapan los bostezos: con una amnesia juguetona que sin embargo guarda la furia final de un hombre cansado. Sí: su pasión es una pasión cansada pero pasión aún, algo parecido a esa furia final de las estrellas que acaba por convertirlas en agujeros negros, black holes sobre los cuales se concentra la historia de los colores cósmicos. Tal vez es ésa la intención del coronel: proponerle a la historia un agujero negro dentro del cual comprimirse y desaparecer. Un instante puntual sobre el cual quedarse dormido.

A pleno mediodía el coronel duerme. Y dentro de su sueño las fechas se mezclan y se confunden hasta volverse leves e intercambiables, flotadores sobre el mar muerto de un largo atardecer de verano. En pleno mediodía, la blanca mañana se ve interrumpida por los sonoros ronquidos de un hombre cansado.

El placer del sueño.
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El presente texto es un fragmento de su primera novela Coronel Lágrimas, publicada por Anagrama, 2015.

Sobre esta novela el escritor Ricardo Piglia afirmó: «La ópera prima de Fonseca tiene la forma de un caleidoscopio verbal, intrigante e inolvidable».

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* Carlos Fonseca Suárez (San José, Costa Rica, 1987) es doctor en literatura latinoamericana por la Universidad de Princeton, con una tesis sobre la metáfora de la catástrofe natural y su lugar dentro de una posible filosofía de la historia latinoamericana. Obtuvo su bachillerato en Literatura Comparada de la Universidad de Stanford, en donde se dedicó a escribir sobre poéticas de movimiento, ritmo y gracia. El manuscrito Los Vértigos del Siglo: Esbozos de una Modernidad Cansada está en proceso de publicación. Ociosamente, se dedica a publicar reseñas sobre literatura contemporánea en el blog El Roommate. Su primera novela será publicada próximamente. Ha colaborado en revistas literarias como Bazar Americano, Buen Salvaje y Otra Parte. Fue considerado por el escritor Ricardo Piglia como su alumno más brillante en Princeton. Actualmente reside en Londres.

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