Escritor del Mes Cronopio

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Construccion

CONSTRUCCIÓN

Por Paul Brito*

[x_blockquote cite=»Chico Buarque» type=»left»]Tropezó en el cielo cual si oyese música y flotó por el aire cual si fuese sábado [/x_blockquote]

Estaba chapaleando en el fondo de un barranco. Había chancletas, abarcas y botas atascadas en el barro. Era la tercera vez que mamá me llamaba. Cada vez que intentaba despertar, mis pies se hundían más.

Mamá tuvo que echarme agua helada en el rostro para despertarme. Remojé mi cabeza con más agua fría y salí corriendo hacia la dirección que me dio: un edificio en obra.

—Comenzarás a trabajar hoy mismo —me indicó el jefe de la construcción entregándome un casco como el que tenía puesto.
—¿En qué?
—En almacén. Tomarás nota de todos los cargamentos que lleguen. Te asegurarás de que lleguen completos. Controlarás con recibos hasta el último ladrillo despachado y, al final de semana, debes entregarme un informe de todo lo gastado.

Salió del cuartucho dando por sentado que lo seguiría y me llevó hasta un rincón amplio cercado por una reja, que se suponía era el almacén. Había materiales apilados por todas partes; debajo de un techo de zinc, una oficina improvisada. Extrajo unas llaves pequeñas del bolsillo y abrió una gaveta de un escritorio viejo.
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—Esta es toda la papelería que necesitas, ¡te tiene que durar un mes!

Me entregó las llaves y me explicó cómo se llenan los recibos y comprobantes. Me mostró una lista de todo lo que se iba ir utilizando en la semana y me entregó un inventario al día. Dio de nuevo por sentado que lo seguiría porque no se despidió, pero dudé un momento.

—¿Qué esperas? No tengo todo el día.

Me presentó a dos ingenieros y al maestro de obra.

—Nada más ellos están autorizados para pedir material —sentenció, y me entregó las llaves de la reja y el candado del portón.

Me dejó solo. Mi única ocupación era observar los obreros trepados en las partes más altas. Llegó un camión con ladrillos y seguí las instrucciones del jefe. Se acercó también uno de los ingenieros con un grupo de obreros para llevarse material. El tiempo ocioso lo gasté mirando hacia la construcción y hacia la calle por unos calados.

Una mujer que pasaba por el otro andén me recordó a Claudia, mi ex. Terminamos hace un año, poco después de abandonar la universidad y comenzar a buscar trabajo. Visitarla cada día se volvió una especie de empleo, pero un día me despidió. Primero me dio la típica licencia:

—Démonos un tiempo.

—No necesito más tiempo —respondí—, ya no sé qué hacer con el que tengo.

Fue peor.

—Entonces dejemos las cosas así —repuso—, yo no sirvo para estar con un vago.

La mañana transcurrió lenta. A mediodía me llamó el jefe. Me ordenó que fuera al comedor a pedirle a un tal Ramón que me sirviera. Ramón es un viejo de bigotes ralos y cara desencajada, a quien le tiembla obstinadamente un ojo. Procedí tal como dijo el jefe. Me miró molesto con su ojo giratorio como dudando en servirme, pero enseguida lo hizo.

—Pídele a Roberto un talonario de almuerzos para que no se forme el desorden —dijo. Yo tenía tanta hambre que ni siquiera contesté.
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Había cuatro obreros en cada mesa. Aparte, estaban los dos ingenieros y el maestro de obra. Me senté en una mesa vacía. Después de almorzar, me acerqué a ellos. Me miraron a la expectativa con una sonrisa hipócrita. Le dije a uno de los ingenieros que había dejado sin firmar uno de los comprobantes y él prometió ir más tarde. Se quedaron mirándome, como esperando que les dijera algo más.

De vuelta al almacén, encendí un ventilador viejo. La corriente de aire me estaba dando sueño. Para despejarme, organicé varios comprobantes de despacho y recepción poniéndolos en orden dentro de varias carpetas. Al terminar, me quedé mirando de nuevo a los obreros. Acostados bajo cualquier pedazo de sombra, reposaban el almuerzo. De a poco fueron desperezándose y trepándose sobre sus andamios y entablados peligrosos, y mi cabeza volvió a llenarse de traqueteos y murmullos. Atendí el despacho de otro camión, luego el maestro de obra llegó por la reposición de unos tubos rotos.

A media tarde me llamó un obrero desde la reja. Quería que le prestara unos materiales; expelía un fuerte tufo a alcohol. Le expliqué que solo podía entregárselos a las personas autorizadas, «y siempre mediante un comprobante», recalqué. Me rogó. Sacó de su billetera una foto con sus tres hijos pequeños, la besó y juró por ellos que me los repondría mañana. Terminé cediendo, no tanto por la imagen, sino por aquel tufo que no me dejaba respirar.

El calor se fue volviendo más espeso. Me parecía flotar sobre una nube de vapor. Me estaba durmiendo cuando de pronto un golpe seco llegó hasta mis pies. Me giré. El cuerpo de un obrero estaba tendido en el suelo, cerca de la reja. Por un momento pensé que estaba acostado allí reposando el almuerzo y miré hacia otro lado buscando el motivo del ruido, pero cuando volví a mirar hacia el obrero, una mancha oscura alrededor de su cabeza se extendía más allá del límite posible de su sombra. El sol cubría su cuerpo como una manta incandescente. Abrí la puerta enrejada y me acerqué: era el mismo que me había pedido prestado los materiales. Desde arriba, los obreros amontonados sobre los bordes esqueléticos de la construcción miraban a su compañero y luego me miraban a mí. Yo, como en un extraño juego inverso, los miraba a ellos y miraba al que tenía debajo. Estuve así un minuto sin saber qué hacer. Retrocedí hasta la sombra y lo miré desde allí. Algunos obreros se aglomeraron en torno. Dos de ellos lloraban desconsoladamente, otros se tapaban la boca y miraban hacia otro lado. Se acercó uno de los ingenieros y me miró a mí antes que al muerto; apretó los labios y movió la cabeza negativamente buscando un gesto parecido en mi rostro, pero yo no me sentí obligado a remedarlo.
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Aparecieron una ambulancia y una patrulla de la Policía y nos hicieron salir. El jefe ya había llegado y ayudó a los policías a evacuar. Apenas me vio, me pidió las llaves y el candado.

Ya me iba cuando se me acercó el otro ingeniero.

—¡Qué tragedia! —exclamó—. Y tú fuiste testigo, ¿cierto?

—Podría decirse que sí —contesté.

—¿A qué te refieres?

—Tuve la sensación de verlo a través de un vidrio.

Me miró con paciencia despectiva, como se mira a un idiota.

—Un vidrio irrompible —completé.

Pero seguía mirándome igual.

En eso se acercó un obrero con los ojos rojos y comenzó a acusarme de no haber socorrido a su compañero.

—Ya estaba muerto —me defendí—, ¿qué podía hacer?

No pareció escucharme; los obreros que se acercaron, tampoco. Me rodearon mirándome acusatoriamente. A unos metros, una mujer, al parecer un familiar del muerto, profirió un grito histérico y todos se volvieron a mirar. Aproveché ese momento para escabullirme.

Caminé por las calles contemplando la gente que salía de sus trabajos; parecían tan aliviados como yo. La tarde caía también para ellos como un premio. Tomé un autobús que recorre los alrededores de la ciudad. Me bajé escuchando los últimos estertores de los vendedores ambulantes.

Al llegar a casa, me encerré a escribir. No lo hacía desde que dejé la universidad. Pensaba que nunca volvería a hacerlo, pero aquí estoy de nuevo; es como si me hubieran renovado un contrato.

Acaban de llamarme mi mamá y mi hermana. En cinco minutos estará servida la cena. Necesitaré solo uno de esos minutos para consignar lo que va a suceder mañana:

A primera hora el jefe me estará esperando en el almacén con comprobantes en mano.
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—Faltan unos materiales —dirá.

Tendré que decirle la verdad.

—Te advertí quiénes eran los únicos autorizados para llevarse material, ¿no te lo dije? —resaltará cada palabra como si fuera la última—. Te expliqué cómo se llenan los recibos y comprobantes, confié en ti, ¿qué tienes que decir a tu favor?

—Nada.

—Mmm… no tienes nada que decir… —pronunciará cada palabra con ironía—. Yo sí: ¡Estás despedido! Y los materiales te los descontaré del día de trabajo. ¿Qué tienes que decir ahora?

—Descuénteme también la muerte del obrero.

* * *
El presente relato hace parte del libro «La muerte del obrero», publicada por Collage Editores, 2014.

________
* Paul Brito ha publicado tres libros de narrativa: Los intrusos, Premio Nacional de Libro de Cuentos (UIS 2007); El ideal de Aquiles, 101 minicuentos para alcanzar a la tortuga (2010) y La muerte del obrero (2014), una mezcla de novela y libro de relatos que ha tenido mucha resonancia en la prensa, con reseñas en Colombia, Brasil y España. Textos suyos han sido traducidos al inglés, al portugués y al italiano, y otros han sido seleccionados para varias antologías nacionales e internacionales. La revista Semana, en una separata especial sobre el Caribe y bajo la selección de su crítico literario Luis Fernando Afanador, lo escogió como uno de los cuatro escritores más destacados de la nueva generación del Caribe colombiano. Colabora en medios colombianos como El Tiempo, El Malpensante y El Heraldo, y en publicaciones españolas como Clarín. Fue relator de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano en el Taller de Crónica de Jon Lee Anderson ‘La Barranquilla de García Márquez’. Su crónica El proletariado de los dioses es el segundo artículo más visitado de la web de El Malpensante. Es editor de la revista Actual en Barranquilla.

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