—¿Qué ha dicho tu editor milanés? —le pregunta antes de salir.
—Dos cosas, una buena y otra mala —contesta ella con una vivacidad muy suya—. La buena es que la novela le gustaba. La mala es que no sabía si llegaría a venderse. Parece que los recuerdos de infancia en una vieja casa de la Toscana tienen poco mercado.
—Claro, son más atractivas las confesiones eróticas.
—Sí, pero yo no puedo hacer ninguna —ríe ella—. Por eso, tal vez los editores tienen dudas sobre mi libro.
—Pues en mi caso esa duda no existe. Es una certeza. La poesía no se vende.
—No te quejes —lo reprende ella—. Ganaste un premio en España…
—Bueno, sí. Editaron el libro y ahora se lo regalo a los amigos. Pero dejemos a un lado las cosas tristes, Antonella. Confiemos en el milenio que comienza.
—De acuerdo. Brindemos por nuestros vicios secretos —y los ojos de ella brillan de risa mientras alza la copa que sostiene en su mano—.
Antes de que la estremecedora noticia recibida horas después en la soleada paz de su apartamento derribara brutalmente la vida que se había edificado en Roma, con sus amores efímeros y sus congojas de poeta clandestino, la noche, recuerda, había terminado con un recorrido de madrugada por sus parajes favoritos, los que transitaba cada día para llegar a su pequeño apartamento del Trastevere. Cruzando la Piazza Lucina piensa que a Roma, como a ciertas mujeres, le conviene el invierno. En el aire frío todo adquiere una elegancia aristocrática y teatral. Brillan como joyas las vitrinas de los almacenes y en las esquinas se deja sentir, típico del invierno, un aroma de castañas asadas al brasero. Las terrazas de bares y cafés están llenas de gente que conversa en la lumbre oscilante de las velas sin prestar mayor atención ni a los vendedores de flores ni a los músicos ambulantes cuyo repertorio repite las viejas canciones italianas de siempre. Puestas sobre las mesas y protegidas por campanas de vidrio, las velas dan a la fiesta de la noche una atmósfera íntima. Como otras veces, él tiene la impresión de moverse en un escenario de ópera, donde todo parece de mentira, desde los palacios antiguos sabiamente iluminados hasta los carabineros que desfilan en pareja, altos y con sus vistosos uniformes, por las plazas.
En la via Campo di Marzio, más tranquila porque no hay en ella ni bares ni estrépitos de fiesta, lo sorprende la figura algo fantasmal de un ciclista vestido de negro que, al verlo, se detiene y lo saluda levantando un brazo:
—Chau, Martín. ¡Salve!
De inmediato reconoce la gorra y la barba de Sacian, el joyero de la via del Corallo. Suele encontrarlo en el Café della Pace y siempre le ha divertido oírle decir que, además de siciliano, es el último anarquista, el último libertario de Italia. Quizá lo sea, de verdad, por su manera de vivir ajeno a normas convencionales. En su italiano risueño y veloz, le desea un feliz año, le pregunta dónde lo recibió y antes de que él pueda contestarle, le está refiriendo que acaba de comerse una langosta comprada aquel mismo día a los pescadores de Fiumicino. «¿Te das cuenta? La compré y me la dieron viva. Viva, como estamos tú y yo ahora. ¡Pobre animal! Yo era incapaz de matarla, ¿comprendes? Incapaz. Así que se la llevé a mi amiga, la dueña del restaurante que tengo frente al taller, y ella se encargó de todo. Y las mías, después de todo, resultaron lágrimas de cocodrilo. Pianti de cocodrilo, sai? ¡Porque estaba exquisita!». Riéndose aún, vuelve a montarse en su bicicleta, se despide con un auguri y se aleja por la calle de una manera tan intempestiva como llegó. «Ciudad de locos —piensa él sonriendo—. Y tan pequeña como un pueblo».
Desquiciada parecía también la atmósfera que recuerda haber dejado atrás en la Plaza del Panteón. El monumento ideado por Agripa cuando aún no se había oído en ninguna parte el nombre de Cristo, con sus altas columnas de mármol y su soberbia cúpula redonda, parecía una obstinada afirmación del tiempo y la memoria frente a la irrisoria algarabía que reinaba en la penumbra de los cafés y en torno a la fuente de la plaza. Antes de seguir su camino habitual hacia el Trastevere, se acerca a la Piaza Navona donde arde aún la fiebre de las celebraciones. Delante de las fuentes con las soberbias figuras de mármol esculpidas por Bernini, todavía están allí los tenderetes que venden figuras napolitanas para los pesebres navideños. Caminando en medio de la multitud que va de un lado a otro sin decidirse a dar por terminada la fiesta, se detiene de pronto para contemplar con una fascinada curiosidad dos figuras doradas, perfectamente inmóviles, rígidas, que representan las momias de Tutankamon y Nefertitis. Bajo un flequillo liso, muy negro, dos líneas perfectamente diseñadas le alargan a ella los ojos a la manera de las beldades egipcias. Su compañero tiene en la cabeza la tela de los faraones convertida en un resplandeciente aderezo de metal. Ninguno de los dos parece respirar como si fuesen dos majestuosas figuras de museo en medio del vértigo de la plaza. Se dispone a seguir su camino cuando tiene él la impresión de que los ojos de Nefertitis se han movido y lo observan como si acabaran de reconocerlo. Casi en seguida la inmovilidad de la figura la rompe de improviso una mano de ella, cubierta con un guante dorado, que se agita en el aire saludándolo.
—Chau, Martín —le oye decir.
Con alguna dificultad por la estrechez de la túnica que le ciñe las piernas, desciende del podio ante la sorpresa suya, la de Tutankamon, su compañero, y de algunos curiosos.
Él tarda apenas segundos en reconocerla.
—¡Emilia! —exclama, observando los ojos claros de ella y la sonrisa que ha quebrado la rigidez de su rostro cubierto de polvo dorado—. Es mágico verte a esta hora y en ese atuendo. Explícame un poco.
—Nada muy complicado de explicar —responde ella riendo—. Es más divertido ganarse la vida así que como camarera en un bar, ¿no te parece?
—De pronto, sí —concede él, y piensa: «Otra loca más»—.
—Es algo más cerca de lo mío. El teatro.
—¿Sigues estudiando?
—Claro, sólo que ahora no en las noches. Puedo hacerlo en buena parte del día. En el bar estaba presa. Ahora sigo cursos en el Teatro Pompeio. Espera, ¿conoces a Marco? —dice, presentándole a su acompañante, que también ha bajado del podio y ahora se limpia la cara con un trapo húmedo.
Mientras habla con ella, le resulta inverosímil asociar la figura disfrazada que tiene delante suyo con la muchacha que le servía un capuchino en el café de la Piazza Lucina adonde iba todas las mañanas para leer el periódico. Ella solía atender a los clientes de la terraza. Le gustaba su bonita silueta, el pelo negro recogido en una trenza y, sobre todo, sus ojos verdes, tan claros que le daban un aire extraño, muy atractivo. Hablaba el italiano como cualquier muchacha de Roma, de modo que le había sorprendido saber que era rumana, hija de un inmigrante. Su amistad con ella no habría pasado de ser la que se crea entre la empleada de un café y el cliente que cada mañana toma asiento en la mesa de siempre, si no se hubiesen encontrado una noche en el mismo tranvía que va del Piazzale Flaminio a la Piazza Mancini. Ella volvía de su trabajo. «¿Quieres cenar conmigo?». La invitación la había sorprendido, tratándose de un personaje que ella debía considerar de una latitud social muy distinta a la suya y por añadidura mayor, seguramente con la edad de su padre. Pero el hecho es que le había aceptado la invitación y otro día, semanas más tarde, la de ir a cine con él, sin que advirtiera de su parte intención de conquista. Él tenía en Roma amigas jóvenes con quienes actuaba como una especie de tío, de padrino o tutor, capaz de oírlas y de cambiar bromas y cuentos. De alguna manera les inspiraba confianza y también una especie de curiosidad por la manera fácil y espontánea como se relacionaba con gente de medio social muy diverso. Lo tomaban como un rasgo o una virtud de su oficio de periodista. Sin embargo, Emilia había resultado un caso distinto, y no por decisión suya, sino de ella. Lo había invitado a cenar en su pequeño apartamento de la Piazza Mancini. Habían bebido dos botellas de vino mientras ella le hablaba con risa de todos los avances que le hacían los clientes y aún los camareros del bar, y fue al despedirse cuando ocurrió lo imprevisto. Pues ella, en vez de aceptarle los dos besos de rigor en la mejilla, lo había besado en la boca restregándose contra él antes de llevarlo a la alcoba del mismo modo, fácil y casi deportivo, como lo habría podido invitar a una pista de baile. Con la misma rápida naturalidad se había quitado la ropa descubriéndole en la penumbra del cuarto, para fascinación suya, un cuerpo fino de muchacha con dos senos breves y redondos y la sombra recóndita del pubis. Recuerda haber despertado al lado de ella con la primera luz del día en la ventana. En la plaza, se escuchaba el rumor de un tranvía mientras él, observando las fotos de familia que había en las paredes, tenía una extraña sensación de irrealidad, como si no pudiese creer en lo que había sucedido con ella. Aquellos encuentros se habían repetido durante dos o tres meses, hasta el día en que, al regresar de un viaje largo por América Latina, le había sorprendido no encontrarla en el café de la Piazza Lucina. Cuando al fin pudo localizarla por teléfono, ella le contó que había dejado su trabajo y que ahora vivía con un condiscípulo de la escuela de teatro. Probablemente con aquel Marco que ahora se despojaba de su traje de Tutankamon mientras ella hablaba con él pidiéndole que no dejara de llamarla, era un buen augurio del nuevo año —o del nuevo siglo— habérselo encontrado.
—Lo mismo pienso yo —se había despedido él regresando a los dos castos besos en las mejillas y volviendo a recuperar en un instante su papel de padre, tío o tutor de cuando la había invitado a cenar por primera vez.
Camino de su casa, se detiene un instante frente al monumento de Giordano Bruno, en la Piazza di Fiori, sólo para recordar que cuatrocientos años atrás, exactamente cuatrocientos, en 1600, había sido quemado en aquella misma plaza.
Y luego, al doblar por la via Giulia, que ya duerme tranquila en medio de sus vetustos palacios, contempla la espesa hiedra que cuelga del puente de la Embajada Francesa, donde el 14 de julio anterior estuvo precisamente con Emilia. Siempre supo que la relación con ella, como tantas otras de su vida, era efímera. No podía ser de otro modo. Emilia, como tantas muchachas de su generación, era libre, fácil, dispuesta para cualquier aventura u oficio sin atribuirle a nada verdadera trascendencia. Simonetta, en cambio, pertenecía a otro mundo, quizás a una época a punto de extinguirse. Siempre le ha resultado secreta, refinadísima, nada banal. «No tengo remedio, vuelve a decirse mientras cruza el Ponte Sisto sobre las aguas dormidas del Tíber, siempre me atraen las mujeres imposibles».
La fiesta todavía se deja sentir en algunos bares del Trastevere, pero su calle, en el Vicolo del Leopardo, está desierta y en silencio. La alumbran débilmente dos o tres faroles y en la hornacina protegida por dos querubines de piedra que adorna la fachada del edificio donde vive, parpadea una eterna lámpara de aceite alumbrando la imagen casi oculta de la Madonna del Divino Amore.
Sube despacio las escaleras hasta el último piso, abre la puerta de su apartamento y, una vez dentro, permanece unos instantes sin encender la luz en el pequeño salón que le sirve también de lugar de trabajo. Allí, en la penumbra que deja la luz de la calle al filtrarse a través de los visillos de la ventana, está lo suyo: libros, muchos libros repartidos en dos estantes, una mesa, un computador, unas cuantas fotografías y un paisaje invernal de Cervetti que le regalara años atrás una pintora colombiana amiga suya. De pronto, escuchando en algún lugar de la noche el grito de un cuervo marino, tiene bruscamente conciencia de su soledad. «Qué hago yo aquí», se oye preguntar a sí mismo, y con una especie de pavor comprende que la pregunta no alude a Roma, sino a su propia vida y al oscuro sentimiento de no esperar nada del porvenir.
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La presente narración hace parte del primer capítulo de la novela «Entre dos Aguas» de Plinio Apuleyo Mendoza, publicada por Ediciones B.
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* Plinio Apuleyo Mendoza (Boyacá, 1932) ha ejercido el periodismo en Colombia, donde en 1959 fue nombrado director de la agencia de noticias Prensa Latina. Ha colaborado con una veintena de medios impresos y digitales y ha sido galardonado con varios premios de periodismo. También ha sido embajador de su país en Italia y Portugal. Ha escrito «El desertor», «Años de fuga» (Premio de Novela de Plaza y Janés), «La llama y el hielo», «Cinco días en la isla», «Los retos del poder», «Zonas de fuego», «El sol sigue saliendo» y «El desafío neoliberal». Es autor asimismo de «El olor de la Guayaba», donde recoge sus conversaciones con Gabriel García Márquez. También ha publicado «Aquellos tiempos con Gabo» y es coautor, con Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, de «Manual del perfecto idiota latinoamericano». Actualmente escribe en las páginas editoriales del diario colombiano «El Tiempo», entre otros medios.