Escritor del Mes Cronopio

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El autobus de las seis

EL AUTOBÚS DE LAS SEIS

Por Juan Rebollo Ruiz*

El del sesenta y tres fue un verano memorable.

La noticia se extendió como un reguero de pólvora por la canícula y llegó a quienes se solazaban tratando de cazar himenópteros en el letargo sestero.

Fueron los primeros en enterarse.

Los demás hubieron de esperar a la caída de la tarde, hasta después de la merienda, con suerte, un canto de aceite, una onza de chocolate o una arenca de la tienda de Gala, que las exhibía en una caja redonda de madera, colocadas en perfecto orden circular, junto a las sacas de harina, garbanzos, judías, lentejas y los polvos de lavar.

La tienda de Gala era un bazar impregnado de aromas de legumbres, frutas, hortalizas, chacinas y embutidos, brillantes por el sudor de un calor que la hélice del minúsculo avión panzudo, de un rojo reluciente, apenas conseguía mitigar.

Daba gusto ver cómo las moscas, golosas, terminaban pegadas en la tiras adherentes que colgaban de las vigas del techo en tanto que la tendera, remoto misterio intuido de mujer en plenitud, envolvía con esmero los pescados disecados, a real la pieza, en papel de estraza.

Comprar en la tienda de Gala constituía un placer más para los sentidos de Reinaldo Tristán, como la llegada de las golondrinas de todos los años, que fabricaban sus nidos en los aleros de los tejados con las espinas arrancadas a la corona de Jesús para aliviar el sufrimiento del Señor.

Las golondrinas eran santas y, por tanto, los únicos pájaros a los que se permitía anidar y volar libremente sin la amenaza de caer abatidas por los francotiradores armados con tirachinas.

Estos combatientes constituían la avanzadilla de los ejércitos que libraban batallas entre barrios.

Hacer la guerra era otro grato entretenimiento, una diversión que permitía poner a prueba el valor y la suerte del guerrero de no salir descalabrado bajo el diluvio de piedras que cruzaban los bandos en conflicto.

Pendencias como en los tebeos, de El Capitán Trueno, El Jabato, El Cosaco Verde y Conan, que los contendientes intercambiaban, a uno por uno, o por dos, según el estado de conservación del ejemplar, en los periodos de paz.

Llamas, en forma de rayos de sol, caían a la hora de la siesta de la tarde que llegó la noticia que haría notable el verano del sesenta y tres.

A finales del invierno ya se habían producido otros acontecimientos relevantes que anticipaban lo que sucedería meses después.

El generalísimo Franco, nombre pronunciado con respeto reverencial, pasó por la carretera nacional de las afueras.

La actividad cotidiana del pueblo se alteró, los hombres no salieron al campo y se cerraron los cafés.

Los niños asistieron al colegio vestidos con la ropa de los domingos, cantaron el «Cara al sol», ensayaron vítores y aplausos, les regalaron preciosas banderitas rojas y amarillas y fueron conducidos hasta el punto de reunión.

Una fiesta que se presumía para recordar, y en la que, de manera incomprensible para Reinaldo Tristán, algunos vecinos no quisieron participar.
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Se escondieron en las cuadras y en los pajares, y hasta hubo quien se metió en la cama con calentura, copiando las artimañas de los niños los días de novillos.

Aunque, al final, después de horas de espera, nadie consiguió ver más que una larga caravana de coches, el evento se convirtió en una efeméride, según se encargaron de recalcar los profesores: «El día veintitrés de febrero de 1963, el generalísimo de todos los ejércitos, invicto caudillo de España, visitó Fonseca en loor de multitudes».

El acontecimiento sirvió también para que Reinaldo Tristán tomara conciencia de la preeminencia del hombre que, con el torso erguido y el semblante adusto, no le quitaba ojo desde el retrato en blanco y negro que pendía en la pared de detrás del estrado del maestro.

Reinaldo Tristán Castellano había cumplido siete años en el mes de marzo, una edad que ya se consideró adecuada para que pudiese invitar a los vecinos y amigos a una copa de aguardiente y un mantecado.

Recibió numerosas felicitaciones y lindas tarjetas, en color y con delicadas dedicatorias, manuscritas por el escribiente de cartas Pepe «El manco», con letra cursiva y la voluntad como precio: «Con el sol te mando besos, y con la luna cantares, y en el día de tu cumpleaños te mando felicidades».

Le regalaron varias postales con inscripciones como esta, que por su brevedad le resultaron más fácil de memorizar que la de Begoña Salgado: «Hojeando el calendario, me presenté con tu día, y en sus renglones leí que tú siete años cumplías. Yo, como buena amiguita, te quiero felicitar, en el día de tu cumpleaños, con esta tarjeta postal».

Begoña era una amiga muy especial.

Lo descubrió la tarde que jugaban al pilla–pilla en el trigal del camino Alto, ella, él, Juanito Rodil y Mariquita Capitán.

Las niñas, corriendo entre los tallos verdes, sorteando obstáculos, saltando sobre los atadijos de otros días de escondite, consiguieron llegar antes que ellos a la era que se abría en el centro del sembrado.

Se tumbaron de espaldas, exhaustas y radiantes, sobre la alfombra de hierba que cubría el coso.

Entonces las vio y su icono lo atrajo como un imán.
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Mariquita vestía unas bragas de percal, arrugadas, desabridas y manchadas de verdín.

En cambio, las braguitas de Begoña, de un nylon tan blanco que casi lo deslumbra, eran finas y tenían filigranas de tira bordada.

No lo dudó, se abalanzó sobre ella para hacerla su prisionera.

Begoña se rebeló y entablaron una lucha cuerpo a cuerpo, forcejearon y se revolcaron entre margaritas, jaramagos, nazarenos y amapolas hasta que, sosteniéndola por las muñecas, consiguió montarla y dominarla.

Jadeante, disfrutaba de su triunfo cuando notó que las piernas de Begoña, tan suaves como sus mofletes sonrosados, desprendían calor.

Sintió una agradable sensación desconocida en el punto de su cuerpo que oprimía las braguitas, al descubierto de su falda remangada, justo donde terminaban sus muslos, que se abrieron como un compás.

Permanecieron abrazados hasta que Mariquita Capitán y Juanito Rodil tiraron de ellos.

Sólo cuando estuvo de pie cayó en la cuenta, con vergüenza y estupor, de que en sus pantalones cortos había una mancha húmeda.

Mariquita y Juanito señalaron con sus dedos la huella de su pifia y se rieron de él, pero Begoña no se sumó al escarnio, los miró con desdén y dio por terminado el juego.

Quizá fuera esta reacción de la niña de bucles dorados la que evitó que se corriera la voz, y que aquella tarde le hubieran bautizado para la eternidad con el mote de Reinaldo «El meón».

Por mucho menos, otros niños arrastraban ya con el peso de sambenitos como «Cagachín», «Garrapichi», «Capao», «Borrachín» o «Pimpinelo».

De vuelta a casa, por el camino en el que construían castillos y fortalezas de arena mojada en los días de lluvia, Begoña le dijo al oído que tenían un secreto.

Fue el primero que compartieron.

Ella fue la única a la que contó lo que escuchó decir al cabo de la Guardia Civil la tarde que ocurrió el segundo acontecimiento premonitorio de un verano singular.

Un camión de fruta volcó en una curva de la misma carretera por la que había cruzado días antes el generalísimo.

No se recordaba un suceso tan trascendente en Fonseca desde el año de la riada, cuando las aguas arrastraron al forastero que tenía un nicho en el cementerio que nadie visitaba, y ante el que algunas mujeres relataban la historia de su desgracia el día de Todos los Santos.

Él, Juanito Rodil, Jerónimo Gálvez y algunos niños más del barrio de la Capilla fueron de los primeros en llegar al punto del accidente.

Después lo hicieron otros, y hombres provistos de cestos y canastas.
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—¡Me cago en Franco! –oyó susurrar, apretando los dientes, al cabo Domínguez.

Un ultraje de extrema gravedad intuyó que debía ser aquel improperio en boca del jefe de los dos guardias, desbordados en su intento de encauzar el tráfico e impedir que la fruta esparcida por la carretera y los arcenes fuera a parar a las banastas.

No hubo ningún herido, por lo que el incidente pronto dejó de tener interés.

Regresó con Juanito Rodil antes de que se encendieran las bombillas de las esquinas y halló a Begoña jugando al salto de la pelota en la puerta de su casa, la llamó aparte y le contó lo acontecido y escuchado.

—¿No te measte, verdad? —lo sorprendió su amiga, más interesada por esclarecer lo ocurrido en la era que por su relato y su confidencia.

Se le subió el color.

—¿Te measte tú?

Begoña negó con la cabeza.

—Ya tenemos dos secretos —le sonrió la niña, para quien su revelación sobre el cabo Domínguez cobró valor.

En los meses siguientes no se produjo ningún hecho sobresaliente en Fonseca.

El calor se fue apoderando del aire, los arroyos se secaron, los trigales se tornaron pardos y las tardes de plata.

Llegaron los juegos del verano, en los que Jerónimo Gálvez, con nueve años y la ayuda de su hampón, de diez, imponía la ley del Oeste con su revólver plateado de cachas de pasta nacarada, talladas con dos bisontes de las praderas y las muescas de los enemigos abatidos en duelo frente a frente.

Hubieron de esperar hasta después de la siega para construir el poblado de chozas, con palos de la tala y tejados de rastrojo, en el ruedo de Eugenio Cruces, junto al campo de maíz.

La luminaria de la noche de las antorchas, cuando prendieron fuego a los penachos de las mazorcas, hizo que hasta los hombres que tomaban el fresco en la terrazas de los bares de Antonio «Chorreras» y Paulo Merlo acudieran a presenciar el espectáculo.

La quema ponía fin a los actos programados del verano, a la espera de la feria de agosto o de algún suceso natural en el devenir de la vida en Fonseca, como fue la muerte del viejo de la vía del Corralón.

Según práctica usual en los óbitos, antes de que acudieran los dolientes llegaban los niños, indefectiblemente pilotados por Juanito Rodil, dotado de un olfato natural, una rapidez de movimientos y una capacidad de observación únicos para estos trances.

Juanito no se perdía detalle de la cara del fallecido, su mortaja, las características de la capilla ardiente y el olor del cuarto, además de otros pormenores relativos a la agonía, el dolor por su pérdida o cuestiones relativas a la herencia, que después detallaba minuciosamente.
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Con el muerto de la vía del Corralón tropezó, sin embargo, con un serio inconveniente.

Alguien que él no conocía, y que desconocía las costumbres locales, lo despidió con un tirón de orejas.

Pero el desalojo sólo sirvió para aumentar la curiosidad de Juanito, que pegó desde la calle la cabeza a la ventana de la habitación en la que yacía el finado —«la calle es de todos», le espetó en la cara al autor de la obstrucción— y la fue introduciendo entre los barrotes de la reja.

La testa se le atrancó en el momento menos oportuno y recibió varios coscorrones antes de que pudiera salir huyendo.

Lo peor del contratiempo, pese a todo, fue que Juanito Rodil ya no sería nunca más el que había sido hasta entonces, sino «La chiva», apodo con el que lo bautizó de inmediato Alberto «Caballo loco», lugarteniente de Jerónimo Gálvez, con su característica mala leche, y que no fue oficial hasta que su jefe dio la aprobación.

Jerónimo, tras consultar con su revólver, sentenció que se trataba del mote adecuado, «La chiva», en femenino, tanto porque los cuernos enroscados en las rejas le habían impedido sacar la cabeza, como por haber consentido que «Caballo loco» se pegara a su trasero durante el atasco, como hacían los machos cabríos con las cabras.

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