Escritor del Mes Cronopio

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Para colmo de males, su madre, enterada del percance, le sacudió con la alpargata, le impuso un castigo de tres siestas sin salir y le advirtió con tono severo.

—¡Que no me entere yo, como seas maricón te mato!

«La chiva», Juanito Rodil para él pese al dictamen de Jerónimo Gálvez, jugaba con Reinaldo Tristán la tarde tórrida que llegó la gran noticia del verano del sesenta y tres.

Extrañas máquinas de hierro, grandes como dinosaurios, habían empezado a construir un oleoducto en las tierras calcinadas de la vega.

De la zanja que abrían, honda y larga hasta perderse en las estribaciones de la sierra, manaba agua.

Los jefes de pandilla aparcaron rencillas, se reunieron en concejo y organizaron la gran expedición del día siguiente.

Llegaron desde todos los barrios, en bicicleta o a pie, corriendo a través de caminos polvorientos.

Se zambulleron en las aguas enlodadas en bañador, en calzoncillos o desnudos, disfrutando y celebrando que Fonseca tenía, por fin, el río que tanto habían anhelado.

Chapotearon y gozaron del baño aquel primer día, en el que Reinaldo Tristán, ya de regreso, comprobó, consternado, que había perdido el crucifijo de oro que colgaba de su cuello.

Begoña Salgado fue, otra vez, su confidente.

—Volveremos a buscarlo mañana, tú y yo solos —lo tranquilizó.

—Pero tú eres una niña.

—¿Quieres o no? —le preguntó, enfática.
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El tropel de bañistas se había retirado cuando, pedaleando cada cual en su bicicleta, llegaron a la zanja, menguado ya el calor sofocante de la siesta.

Begoña se asomó al borde del cauce y contempló el agua sucia del fondo del desfiladero.

—Yo no me mancho mis braguitas, ¿y tú?

Quiso reír por la ocurrencia de la niña, pero el recuerdo de la era se lo impidió.

—Yo llevo calzoncillos.

—Da lo mismo, los dos igual o nos damos media vuelta.

Desnudos, cogidos de la mano, saltaron al unísono.

La temperatura del agua y el contacto viscoso del barro les resultó agradable.

Jugando, se olvidaron de la cruz.

—Tú me untas a mí y yo a ti —le propuso Begoña.

Se embadurnaron de arcilla la cara, el cuello, el pecho y el vientre.

Al llegar a la altura de las ingles, Begoña notó que el promontorio de Reinaldo estaba tenso.

—¿Te duele? —le preguntó la niña.

Reinaldo emitió un suspiro.

Dejaron de reír y se estrecharon.

Entre jadeos apagados, Reinaldo vio los ojos azules de Begoña vueltos hacia el mismo cielo al que se elevaban los suyos.

El sol rayaba en el horizonte cuando se separaron.

Mientras cogía agua limpia para enjuagar el barro del cuerpo de su amiga, la cadenita del crucifijo se enganchó en sus dedos.

Llegaron a la explanada en la que los niños jugaban al salto real y las niñas a la rueda con los últimos rayos de sol.

—¡¿Qué mote le ponemos a este?! —vociferó «Caballo loco», dirigiéndose a su jefe, al verlos aparecer juntos.

—Ninguno —le respondió Reinaldo, mirándolo fijamente a los ojos.

Jerónimo Gálvez enrojeció de cólera por el trato irrespetuoso a su matón.
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—¿Quién te crees tú? —le preguntó con desdén.

—Reinaldo Tristán Castellano, y tú no mandas en mí —le contestó, seguro y desafiante.

—Lo pagarás caro —sentenció el pistolero.

—Vete a la mierda —le contestó.

Reinaldo Tristán dejó de ser vasallo aquel atardecer de Jerónimo Gálvez, quien no se atrevió a replicarle.

Sus ojos traslucían la autoridad que le infundía el don que había despertado en su interior por obra de Begoña Salgado.

Ya en la cama, en la soledad de la habitación en la que había sentido miedos indefinidos en noches de pesadillas, se prometió que nunca se sometería a ningún jefe.

Antes de dormirse se convenció de que era diferente a otros niños, y al despertarse se ratificó.

Todavía con el regusto de su providencia, abordó a Begoña por la mañana, camino de la plaza en la que empleados municipales habían empezado a colocar el alumbrado de la feria.

—Ten mucho cuidado —le advirtió su amiga.

—¿Por qué?

—No te dejarán ser como eres.

En la cuesta de la calle de la posada tuvo ocasión de comprobar el acierto del consejo de Begoña.

Alberto «Caballo loco», siguiendo las órdenes que había madurado durante la noche Jerónimo Gálvez, se interpuso en su camino.

—¡Sepárate de la niña si eres hombre! —lo retó el gorila.

—Apártate, bruto descerebrado —escogió Reinaldo Tristán una frase de El Jabato.

Un iracundo «Caballo loco», espoleado por la cohorte de súbditos y pelotas de su gobernador, estiró el cuello, cogió carrerilla y se abalanzó sobre él, tratando de atraparlo entre su corpulencia y su odio.
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Reinaldo se movió unos centímetros, de manera instintiva, de la misma forma con la que alzó el pie.

El terror del barrio de la Capilla tropezó y fue a estrellarse de bruces contra la pared en la que ataban sus bestias los arrieros.

Jerónimo Gálvez, herido en su amor propio, aceleró el paso mientras su pretoriano trataba de recuperarse del monumental capirotazo.

—¿Siempre seremos amigos? —Begoña le sonrió, orgullosa de su hazaña.

—Hasta que nos hagamos mayores y después.

Apenas terminó de pronunciar estas palabras, un escalofrío recorrió su cuerpo.

Reinaldo Tristán trató de concentrarse en la belleza de las bombillas de colores que engalanarían la verbena de la Virgen de agosto, en los trabajos de instalación de los puestos de turrón y de los cacharritos de la feria, tan esperados todo el año…

No pudo.

En su corazón se había instalado una tristeza que sólo la cercanía de Begoña conseguía atenuar.

En las semanas siguientes se olvidó de las guerras entre barrios, de la caza de abejorros y escarabajos sanjuaneros, de apedrear perros callejeros engarzados, de los chismes de Juanito Rodil y de las canciones de Javier «Garrapichi», que imitaba con maestría al Dúo dinámico.

Pasearon por los campos, yermos desde la siega, solos los dos, intercambiando historias, y se cobijaron del calor durante las siestas en la penumbra del cobertizo del heno almacenado.

En los atardeceres se deleitaron jugando a la rueda, cogidos de la mano.

Por las noches, mientras tomaban el fresco, bautizaron estrellas con sus nombres y aprendieron a mirar el firmamento en silencio.

El verano voló tan fugaz como las golondrinas de retirada, y con los primeros fríos del otoño escuchó la palabra maldita, emigración, una tabla de salvación de terrible rimbombancia.
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Cataluña dejó de ser para él un punto coloreado en rojo en el mapa de España, y Francia, Alemania y Holanda nombres de países tan lejanos como Mongolia o Manchuria, que conocía por los tebeos.

Javier «Garrapichi», Alberto «Caballo loco», Juanito Rodil y Jerónimo Gálvez desaparecieron durante el invierno.

Begoña salió de Fonseca una tarde lluviosa, en el autobús de las seis, sus cabellos rubios recluidos bajo un pañuelo rosa.

El destello de sus grandes ojos azules, asustados, fue la última imagen que vio a través de la ventanilla sucia del autocar.

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* Juan Rebollo Ruiz, Mollina (Málaga) es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Comenzó a ejercer la profesión periodística en el programa Informe Semanal de Televisión Española. Durante su trayectoria ha ejercido la funciones de redactor y coordinador de la Sección de Provincia del Diario SUR de Málaga; delegado territorial de Canal Sur Televisión en Cádiz; director de los centros de producción de Canal Sur Radio en Jerez de la Frontera, Cádiz y Algeciras; subdirector del grupo Diario AREA, Televisión Campo de Gibraltar y Radio Campo de Gibraltar —Cadena COPE y director adjunto— jefe de Redacción de las cadenas de televisión Ondasur y Telesur. En 1990 fue distinguido con la Mención de Honor a la Labor Periodística Continuada por el Ministerio de Cultura y el Premio Andalucía de Periodismo. Como escritor es autor del binomio formada por las obras La rosa de Gibraltar, Editorial Alhulia, 2008, y Claveles rojos, Editorial Círculo Rojo, 2013, así como de la novela Bajo el cielo protector, Editorial Córdoba—Libros, 2014.

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