EL RESUCITADO
Por Gustavo Álvarez Gardeazábal*
Ramsés Cruz nunca creyó que iban a detenerlo. Tenía todo para impedirlo: dinero a borbotones, influencias bien pagadas y jueces comprados. Le sobraban los obedientes y comunicativos generales del Ejército y la Policía y más de un poderoso gringo de la Dea que recibía mensualmente su paga. Se sentía protegido por una telaraña de comunicaciones capacitada para advertirle de cualquier movimiento en su contra. Fuera de eso, había resuelto moverse con lentitud de dromedario en sitios muy bien custodiados, lejos del ruido envidioso de las ambiciones, cerca de quienes darían con gusto su vida por salvar la suya.
Tenía la firme convicción de que ni al gobierno le interesaba seguir metiendo capos a la cárcel ni a los gringos les era rentable expandir su dominio en esos antros en que terminaron convertidos los presidios norteamericanos. Pero lo que nunca pensó era que, cual torbellino imparable, la trampa del presidente Gaviria iba a terminar atrapándolo y, lo que podía ser peor, convenciéndolo. Mientras permaneció devanándose los sesos en las minas del cañón de Lituania, río Garrapatas adentro, y sus exportaciones y sus inversiones no fueron estrambóticas, ni siquiera le mandaron emisarios. No aparecía registrando ingresos tan monumentales como los de su cuñado ni mucho menos haciendo inversiones en las islas caribeñas o depositando fondos en Luxemburgo como su hermano.
No había podido dejar de actuar como el montañero fundamentalista que siempre fue, por lo que el espectro de sus movimientos resultaba demasiado primitivo para que los maquinadores yuppies de Wall Street lo llegaran a tener en cuenta y muy inocuo para los contadores fiscalistas, a quienes el gobierno había puesto a sumar y restar opciones en su afán alcabalero de adueñarse del negocio. Menos que inquietaba a los señoritos bogotanos, preocupados por el avance desmedido de los provincianos arrasadores, quienes, libra de coca en mano, se estaban adueñando de los espacios que ellos, por siglos, mantuvieron con temor religioso. Jamás admitió que, con el tiempo, le iban a poner la lupa o le harían las cuentas de todo lo que exportaba. Se había hecho a la idea de que era intocable y tercamente no salió de ella, de tal manera que cuando llegaron los emisarios a plantearle lo mismo que les propusieron a sus otros congéneres solo atinó a pensar que había sido por su hermano —manoseado en todos los cocteles bogotanos y las revistas de sociedad— y por nadie más que lo buscaban.
Para él, su hermano Radamés arrollaba sin necesidad las sumatorias, se codeaba ampulosa mente con los poderosos en Manhattan y cual faraón revivido recibía honores y suspicacias hipócritas. Nunca le pasó por la cabeza que había sido por su propia culpa y metodología, y por nada ni nadie más, que terminaron tentándolo, poniéndolo contra la pared, obligándolo a aceptar la propuesta de rendición. «O se acoge o se acoge», acabaron diciéndole cuando todo fue por las buenas, y como no se acogió, siguió creyendo que no le iba a pasar nada.
Estúpidamente pensaba que todo estaba bajo control, pero le siguieron la pista y, usando a los eternos traidores que todos ellos han tenido siempre a su alrededor alimentándolos como cuervos, lo pusieron a tiro de metralla. Le cayeron una madrugada en que un dolor de muela lo sacó de lo profundo del cañón y se alistaba para ir donde Efraín Marmolejo, el odontólogo en Tuluá. Debían tenerlo muy pistiado porque apenas había alcanzado a dormir un par de horas cuando sintió la hecatombe. La primera en percibirlo fue Guadalupe. Fue ella también la que habló, aplacó el ánimo pendenciero de los escoltas y los bandidos de la seguridad, y a quien se le ocurrió negociar con la comisión de fiscales y policías judiciales que lo detenía. «Hagamos aparecer esto como una entrega voluntaria y nos comprometemos a que Radamés también se entregue», dice ella que les dijo con el mismo tono de madre abadesa que siempre ha adoptado para los momentos cumbres. No menciona que tuvo que pagarles toda la millonada que tenían en la caja fuerte del cuarto de la niña y menos la de inventarse un torrente de parafernalia para que el dramón montado se diluyera y simplemente se anunciara por boletín de prensa que Ramsés Cruz se había entregado a la Fiscalía, acogiéndose al programa de colaboración con la justicia implementado por el gobierno. Quizás si Guadalupe hubiese leído algo más que la revista Vanidades se habría dado cuenta de cuán difíciles y enredadas se estaban poniendo las cosas en Colombia y, en vez del dominio de emperatriz china, habría armado unos planes diferentes.
Pero a ella, como a muchas de las mujeres de todos estos malditos, le dio por no oír sino a sus sirvientes o a las interminables cortes de explotadores que las seguían para una y otra parte, y sometidas indefectiblemente a la visión machista del negocio se fueron volviendo miopes frente a la realidad que se les venía encima.
Por supuesto todas, empezando por ella, le creyeron al presidente Gaviria y a sus pactos, pero cuando vieron que a Pablo Escobar le hicieron su catedral privada para recluirlo y a su marido y a todos los demás los mandaron a manejar el torcido mundo de las cárceles, comenzaron a desfallecer en su empeño, a abrir los ojos y a darse cuenta de que habían caído en una fenomenal trampa. Tal vez desde ese momento se inició la búsqueda de una forma de escape y la huida se convirtió en una obsesión. Inicialmente, la meta era asumir toda la culpa y conseguir todas las rebajas de pena que el plan gubernamental daba.
Como tal, entonces, el esquema fue casi repetido. Se reconocía el carácter de narcotraficante. Se aceptaban las toneladas que hubiesen podido exportarse y, dentro de tal ámbito, los demás delitos sobre los cuales podría haber una sospecha cierta de participación también se reconocían para que los jueces espe ciales los interpretaran como conexos a la actividad de narcos y todo terminara cobijado por la casi amnistía que se estaba concediendo. Eso sí, y ahí estuvo buena parte de la trampa en que cayeron, el gobierno se reservaba el derecho de abrirles nuevos procesos y condenarlos.
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+ Este es un fragmento de El resucitado, novela de Gustavo Álvarez Gardeázabal, publicada por Editorial Planeta en marzo de 2016.
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* Gustavo Álvarez Gardeazábal (Tuluá, Valle del Cauca, 31 de octubre de 1945) es un escritor, columnista y político colombiano,Doctor Honoris Causa en Literatura de la Universidad del Valle. Hizo estudios de pregrado en la Pontificia Universidad Bolivariana de Medellín en la carrera de Ingeniería Química que luego abandonó. En 1964 cursó un trimestre en St. Michael’s College en Vermont, Estados Unidos con énfasis en el idioma inglés, para luego matricularse en la Facultad de Letras e Historia en la Universidad del Valle donde obtuvo su licenciatura el 19 de junio de 1970 con la tesis «La novela de la violencia en Colombia», bajo la tutoría de William Langford, profesor de la Universidad de Notre Dame en Indiana.2 En la Universidad del Valle, tuvo como compañeros de estudios al periodista y fotógrafo Andrés Hurtado García, al poeta Harold Alvarado Tenorio y a Carmiña Navia. Hurtado García se doctoró en 1976 en la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis de grado titulada: «La novelística de la violencia en Gustavo Álvarez Gardeazábal».
Luego de graduarse, Álvarez Gardeazábal enseñó literatura por dos años en la Universidad de Nariño en Torobajo y entre 1972 hasta 1980 en la Universidad del Valle. Viviendo en Nariño, escribe su obra más reconocida y estudiada internacionalmente Cóndores no entierran todos los días, que recibió el elogio del Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias y de intelectuales como James D. Brown y Jacques Gilard.
Durante su vinculación con la Universidad del Valle, primero como estudiante y luego como docente, fue el promotor principal para invitar al claustro a figuras literarias de importancia internacional como Jorge Edwards, Clarice Lispector, Fernando Alegría, Mario Vargas Llosa, Manuel Puig y Camilo José Cela, entre otros. Reconocido ampliamente por su faceta de escritor, ha publicado numerosos libros y más de mil artículos y/o ensayos. Su novela más reconocida es Cóndores no entierran todos los días (1971), en la cual describe la violencia del país en mitad del siglo XX. Ganadora del Premio Manacor, fue llevada al cine por Francisco Norden.
En 1984, ganó la prestigiosa beca de la Fundación John Simon Guggenheim 7 por su contribución y creatividad literaria de ficción, que lo llevó de nuevo por un período a los Estados Unidos. En ese tiempo vivió en Ithaca, Nueva York donde inició la novela El Divino y fue invitado a hacer presentaciones de su obra en prestigiosas universidades de los Estados Unidos. Por varios años ha colaborado con una columna regular de análisis y crítica en el periódico «El Colombiano» de Medellín. Su trabajo periodístico tanto escrito como radial, se ha caracterizado por su independencia de criterio, su afán en la verificación de las fuentes y su osadía permanente en llamar por su nombre los casos de abuso de poder, despilfarro o corrupción oficial.
Su obra está referida a los temas de la violencia en Colombia, el fetichismo de la religión, la corrupción de los gamonales o caciques y en general al conflicto social. Pero también menciona pasajes que suceden en la intimidad y las indiscreciones sexuales de sus personajes en ocasiones jocosas y hasta ridículas. La estructura moderna de la novela y el lenguaje depurado le han ganado amplia aceptación.
Obras
Piedra pintada (1965)
Cóndores no entierran todos los días (1972) (La adaptación cinematográfica fue dirigida por Francisco Norden)
La boba y el Buda (1972, ganadora del Premio Ciudad de Salamanca)
Dabeiba (1972), finalista del premio Nadal, 1971
La tara del Papa (1972)
El bazar de los idiotas (1974) (Adaptada como telenovela)
El titiritero (1977)
Los míos (1981)
Pepe botellas (1984)
El Divino (1986) (Adaptada como telenovela en 1987 por Caracol Televisión)
El último gamonal (1987)
Los sordos ya no hablan (1991)
Comandante Paraíso (2002)
Las mujeres de la muerte (2003)
La resurrección de los malditos (2008)
La misa ha terminado (2013)
Excelente fragmento y la reseña biogràfica del autor.Felicitaciones revista Cronopio.