LA ESCRITURA, EL DOLOR Y LA FIESTA
Por Alejandro José López Cáceres*
1
No sabría explicarlo a satisfacción. Dedico mis días al infatigable sortilegio de interpretar las letras que otros han escrito y al extravagante oficio de trazar las mías propias. Sospecho que en el primer asunto es inevitable incurrir en frecuentes tergiversaciones y que, en el segundo, resulta casi imposible juntar dos palabras con acierto y armonía. Y sin embargo ―a vicio de insistir―, me corren ya tantos años en estas inquisiciones que han terminado convirtiéndose en mi destino. Soy muy consciente de lo que significa haber crecido entre libros, en una casa donde siempre se honró la literatura; pero esta mezcla de alborozo y de recóndito martirio que me produce el ejercicio de las letras tiene para mí el valor de una inclinación misteriosa. ¿Por qué me duele tanto esto que al mismo tiempo me gratifica y me embriaga? Quizá ni debería planteármelo y seguramente jamás llegaré a comprenderlo. Sé que ha habido autores declaradamente felices con su vocación, de modo que se permitieron agudezas contra «las agonías de la creación» ―así lo hizo E. M. Forster―. Hay otros que fueron verdaderos ascetas de la escritura y que pregonaron su padecimiento tanto como les fue posible ―ése es el caso del gran Flaubert―. Desde luego, jamás podría alinearme en ninguno de estos bandos, junto a escritores tan admirables. Ambos signos me atraviesan.
Dicho esto, no descarto la opción de proseguir hacia una afirmación categórica. La cualidad primera de una obra literaria es la sinceridad. No hay pericia técnica ni destreza estructural capaz de redimir un embuste de su infame condición. Todo lo contrario: cuanto más se insista en encubrirlo, más evidente será un truco; cuanto más se procure maquillarlo, más chapucero se hará el artificio. A lo largo de los siglos, la literatura ha estado ligada a la revelación, a la iluminación de las más profundas regiones del alma; allí radica su trasfondo místico, allí su perdurabilidad. Y dado que hay aspectos de la naturaleza humana que sólo pueden inquirirse literariamente, resulta imperativo para el escritor adentrarse en esos abismos, tener el coraje de honrar su propio talento apelando a toda su capacidad para ser sincero. Los demás caminos tienen apenas el valor de lo accesorio, de lo anecdótico. Sabemos que nuestro tiempo, sin embargo, ha convertido la tergiversación en su distintivo primordial; por esta ruta ha hecho del éxito, precisamente, el mayor de sus fetiches. De esta suerte, poco importa ya que una obra sea reveladora; basta con que tenga la capacidad de entretener, de recrear masivamente. Con el autor pasa otro tanto: lo fundamental ahora es que sea públicamente un escritor. Aunque no escriba.
No quisiera dejar a vuelapluma esto que he planteado. Aquello que es divertido no tiene por qué ser obligadamente insulso, o baladí. Por otra parte, la potencialidad de generar interés y fruición resulta siempre deseable en cualquier obra literaria. Nadie podría negar que dicha condición le amplía sus posibilidades de acogida entre el público lector. Con todo, lo que me interesa destacar es una cuestión que el vértigo editorial de nuestra época se empeña en eclipsar: la literatura es mucho más que esparcimiento. No ignoro, desde luego, que la noción de lo que se da por divertido varía de un momento histórico a otro; tampoco asumo que dentro de determinado periodo haya un modo único de concebir el hecho literario. Lo que afirmo es que vivimos un tiempo en el cual predomina cierta idea en nuestros entornos culturales; según ésta, la literatura ha de poder insertarse, sin reparos considerables, en la industria del entretenimiento. Tal es el ámbito que naturalmente le ha reservado la sociedad contemporánea. De esta manera, la facultad de divertir dejó de ser para el escritor una eventualidad entre otras posibles y se convirtió en la mayor de sus exigencias. Y si sólo aquello que entretiene posee vocación de éxito en la perspectiva de esta industria, se comprende que la diversión haya acabado entronizándose como nuestro valor estético por excelencia.
No pretendo, al decir esto, hacer una insensata apología del aburrimiento. Sólo quiero recordar que la vida está ahí; es decir, que la muerte sigue ahí. Podemos dar la espalda a los sepulcros e imaginar un mundo donde el dolor no existe. Sabemos, no obstante, que un propósito así concebido interpreta de forma tramposa la realidad de nuestra existencia. Esta época en que vivimos ―tan adepta a los finales felices― prefiere en todo caso dulcificar cualquier desenlace para evitarle aflicciones al lector. Y se entiende: la industria del entretenimiento lo ha convertido en un cliente al que es preciso complacer a cualquier costo, incluso el del engaño. Pero escribir literatura significa todo lo contrario, dado que está en su naturaleza la vocación de indagar, de penetrar en nuestra experiencia vital tan profunda y sinceramente como sea posible. Sólo invocando la más rotunda perspicacia puede una obra devenir en conocimiento. No hablo de negar la concurrencia de la alegría entre nuestros itinerarios temáticos, sino de mantener presente que su contracara nos acecha; no se trata de proscribir la felicidad como un asunto fundamental, sino de incorporar su condición transitoria. Voy a decirlo sin más: no abogo por una visión oscura del mundo, sino por una que intente comprender el dolor y la fiesta.
2
Me gustaría recordar ahora un par de expresiones dichas por Katherine Porter y Truman Capote. Presumo que ambas apuntan a una sola idea y sospecho que ésta se encuentra en la propia base de la escritura literaria. Alguna vez ―refiriéndose a sus años de aprendizaje―, la señora Porter habló de aquellos primeros tres lustros en que estuvo escribiendo sin tregua pero negándose a publicar: «Pasé quince años aprendiendo a confiar en mí misma», dijo. El excéntrico Truman, por su parte, cuando fue inquirido acerca de su relación con los críticos literarios, afirmó: «Creo, más que nada, en el endurecimiento contra la opinión ajena». Para nombrar esa autoconfianza, esa fortaleza ante los otros, yo utilizaría la palabra criterio. Y pienso que para un escritor el criterio es tan primordial como el talento, pues sólo quien lo posee y ha sabido fortalecerlo en el transcurso de su vida alcanza la capacidad para nadar a contracorriente. Esto es algo ineludible. Aquel que se propone complacer a todo el mundo, se malogra; así, el escritor que desecha su criterio naufraga en el océano de los requerimientos ajenos y acaba siendo devorado por el monstruo de la veleidad. Entre las innumerables rutas que conducen al desastre, ésta es la más indigna de todas, puesto que implica la traición de sí mismo.
Pero tener criterio no significa ser autocomplaciente. Un escritor de carácter sabe que, si aspira al arte, ha de exigirse hasta el límite de sus posibilidades. Sin embargo, con demasiada frecuencia vemos cómo se confunden criterio y vanidad. En la medida en que lo lleva a suponer que una obra es valiosa por su mera procedencia, por su propia firma, la vanidad estropea al escritor. Muy por el contrario, hacerse de un criterio literario implica recorrer ―en condición de lector― el arduo aprendizaje que la tradición cultural nos ofrece. Pongámoslo en estos términos: cuando un autor se propone la aventura de la novela, necesita saberse custodiado por Don Miguel, por Laurence, por Charles, por Honoré, por Gustave, por León, por Don Gabriel. A través de compañías como éstas le será dado comprender que es preciso dejarse de engreimientos y escaldarse ante cada página que se acomete. No se escala el Everest de un día para otro y es muy probable, incluso, que uno perezca en el intento. A eso hay que estar dispuesto. En tal sentido, William Faulkner decía: «Un artista debe poseer objetividad al juzgar su obra, mas la honradez y el valor de no engañarse al respecto». Llevadas a este punto, las nociones de vanidad y de criterio acaban siendo antagónicas: la vanidad es relajamiento del espíritu; el criterio, ferocidad.
Intuyo que la distancia entre estos dos términos es tan grande como la que existe entre el capricho y la voluntad. Aunque ambas ideas se encuentran ligadas al hecho de querer algo, de anhelarlo, hay un abismo entre estas dos maneras de ambicionar. Dicha diferencia resulta capital en el trabajo del escritor. Dado que el capricho está en la epidermis del deseo ―en la zona más externa―, su carácter se revela tornadizo y voluble. Por esta vía ningún autor logrará jamás conquistar una voz propia, pues quien la sigue sucumbe a la inconstancia y a los ruidos del entorno. La voluntad, en cambio, se manifiesta en la determinación, en la capacidad de un escritor para entregarse a sus fantasmas, para perseverar en su particular sentido del lenguaje y disponerse a perfeccionarlo según sus parámetros más personales. Aquí es donde la capacidad de nadar a contracorriente se vuelve fundamental. Aquél que obedece modas temáticas, que acoge tendencias expresivas y genéricas posiblemente llegue a ser un escritor exitoso; pero un autor es otra cosa. Y nadie llega a serlo sin una íntima visión del mundo, sin una concepción del lenguaje tan suya como el timbre de su voz o su huella dactilar. Llamamos autor al sujeto de un prodigio: aquel a quien le ha sido dada la capacidad de legarnos obras perdurables.
Estas manifestaciones en favor de la individualidad del autor no son una invitación a ponerse de espaldas ante el lector. Sin duda, para un escritor resulta provechoso tomar en cuenta los modos en que lee la sociedad de su momento ―sobre todo si vive de vender sus obras―. Pero la decisión de comunicarse con su tiempo no involucra la firma de un armisticio. La categoría de autor es incompatible con el pusilánime trance de la claudicación; de allí se desprende que el fetiche del éxito, invariablemente, resulte nocivo. En nuestra época, más que nunca, el mundo de la edición se encuentra infestado de mercachifles, de sujetos sin ningún arraigo en la tradición cultural. Lo único importante ahora es facturar, lo cual ha hecho que el campo literario se enrarezca hasta lo indecible. Todos andan enloquecidos ―escritores, editores, libreros, internautas― buscando la receta exitosa, la clave del portento capaz de convertir sus libros en la mercancía perfecta. Sin embargo, haría falta mirar hacia atrás, hacia tantos siglos que nos anteceden, para recordar un principio de apuño: la literatura es el reino de la excepción. Cada autor ha de crear sus particulares modales expresivos, sus propios itinerarios temáticos, sus privativas maneras de interpelar al lector. Para ello se tiene a sí mismo: sinceridad, criterio y voluntad.
3
Nunca me gustó la idea del escritor asumido como genio. La siento descasada y soberbia. Prefiero, en todos los casos, la concepción del artesano. Hay en ésta un entrañable hálito que define la relación entre la persona y los materiales que procesa. Y entiendo que únicamente de un contacto así ―amoroso y profundo― podría surgir el milagro; es decir, una obra de arte. El escritor se hace la vida con una esmerada observación de la existencia, con una indeclinable aplicación al trabajo de la palabra. A ello necesita destinarse con la tranquila firmeza del ceramista y con la infinita delicadeza del orfebre, pues no hay atajos posibles en el arte. Quizá sea éste el motivo por el cual pululan tantos equívocos al hablar de la técnica. Los principiantes se envanecen cuando la dominan; entonces, seguros de haber conquistado la cifra secreta, se dedican a exhibir su virtuosismo. Sin embargo, a pesar de la tremenda importancia que posee, la técnica ni es el principio ni es el camino. Una vez aprendida, más vale guardarla en un sitio remoto de nuestra memoria. Ya emergerá de forma espontánea durante el proceso de cada obra en particular, puesto que su función es la de aportar recursos ante las dificultades propias del trabajo creativo. En la literatura ―en el arte―, a la técnica le corresponde el valor de un insumo.
Lo propio sucede con la admiración por los grandes maestros. Leerlos resulta indispensable por motivos de aprendizaje, pero riesgoso por razones de idolatría. Una cosa es admirarles y otra, muy distinta, acatarlos. A lo largo de la historia, ningún epígono ha llegado a componer una obra emblemática. Digámoslo de este modo: dado que nada importante ha sido hecho en literatura sin una altísima dosis de coraje y una fuerte propensión a la desobediencia, cada autor tiene la obligación de inventarse, de cometer auténticos errores hasta consolidar sus verdaderas capacidades. No pretendo sugerir que alguien pueda saltarse impunemente el arduo magisterio de los clásicos. Bien lo señaló T. S. Eliot: «Siempre me ha parecido desaconsejable violar las reglas antes de aprender a observarlas». Lo que sostengo es más bien otra cosa. Quien se empeña en seguir rutas ajenas prueba, en ello justamente, su falta de carácter. ¿Y cómo puede alguien que no confía en sí mismo proponer una interpretación de la vida? ¡Imposible! ¿Y qué decir del estilo si bien sabemos que éste es personal e intransferible? ¡Quimérico! En cualquier caso, quien emprende el camino del arte vivirá siempre una paradoja. De una parte, estudia y admira las obras maestras; de otra, combate con ellas y se reta a superarlas.
Pero, entonces, ¿cuál sería el principio motor que rige a quien escribe? Recordemos aquellos versos breves y contundentes de Emily Dickinson: «Joven ateniense: sé fiel a ti mismo y al misterio. / ¡Todo lo demás es perjurio!». Hay en el corazón de todo artista una verdad que ha de ser indagada y que reclama ser dicha. El autor lo sabe intuitivamente y por eso le urge expresarse. Sabe también que nada podría servirle de bálsamo ante aquella certeza que le atormenta, excepto la realización de su obra. Y lo tiene claro: sólo cuando la haya concretado, su alma conocerá el sosiego. El gran Stendhal utilizaba la palabra egotismo ―la manía de hablar de sí mismo― para referir el fundamento primordial de su narrativa. Resulta revelador que él precisamente, considerado uno de los maestros realistas, haya afirmado: «Toda mi vida vi mi idea, no la realidad». Con todo, después de que el trabajo esté hecho, una paradoja nueva surge ante nuestros ojos. El mayor logro alcanzable en los terrenos del arte se conquista cuando la persona es completamente eclipsada por su creación, como sucedió con Homero y con Shakespeare. En su momento, François Mauriac lo planteó sin eufemismos, sin concesiones: «Lo más raro en literatura, y el único éxito, es que el autor desaparezca y su obra permanezca».
No obstante, el autor vive su destino con absoluta pasión y entiende, sin ambages, que es el único doliente de su obra. Este vínculo esencial y la devoción con que se entrega a su oficio es lo que usualmente denominamos vocación. No dudo al aseverar que esta forma extraordinaria de felicidad pertenece a la categoría de lo misterioso, pues no creo posible explicar esa atracción irrevocable que gobierna la existencia de una persona. Octavio Paz resaltaba el carácter práctico de dicha atracción, insistía en que siempre se encuentra orientada hacia un hacer. Y es cierto ―podemos constatarlo―: el producto de este hacer es la obra. Según Paz, «la vocación nos dice: tú eres lo que haces». No quisiera cerrar aquí pasando por alto una honda implicación de este asunto, la cual es inherente a la condición del autor. Nadie que genuinamente lo sea podría supeditar la relación con su arte a los mandatos sociales. Toda vocación define un modo de estar en el mundo. Aunque en otras esferas de la vida pueda considerarse la escritura como una profesión ―con horarios y rutinas―, para el escritor de carácter esto es impracticable. Escribe mientras vela y mientras sueña. Escribe al cantar y al sollozar. Escribe en la opulencia y en el hambre. Escribe cuando riñe y cuando ama. En definitiva, escribe en el dolor y escribe en la fiesta.
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* Alejandro José López Cáceres (Colombia, 1969). Ha publicado dos libros de ensayos: Entre la pluma y la pantalla (2003) y Pasión crítica (2010), dos de crónicas y entrevistas: Tierra posible (1999) y Al pie de la letra (2007), dos de cuentos: Dalí violeta (2005) y Catalina todos los jueves (2012), y una novela: Nadie es eterno (2012). Cuentos y ensayos suyos han sido publicados en diversas antologías y revistas internacionales, y han sido traducidos al alemán y al francés. Entre los años 2004 y 2008 dirigió la Escuela de Estudios Literarios perteneciente a la Universidad del Valle. Doctor en literatura y medios de comunicación por la Universidad Complutense de Madrid, actualmente se desempeña como Profesor Asociado en la Universidad del Valle.