MIS VIAJES CON MARIO
Por Pablo Di Marco*
Mi amigo Mario se ganó el Premio Nobel de Literatura. Nada mal, ¿no? Pero no vayan a creer que me hice amigote suyo por conveniencia. No, nada que ver. No soy de esos. Es más: cuando nos hicimos amigos —hace muchos años; yo tenía doce, y él como cincuenta mil—, a Mario no lo conocía ni el loro. Tal vez esté exagerando: el loro por ahí lo conocía; en aquel tiempo, Mario ya había publicado como veinte libros, aunque seguro que no era tan famoso como ahora, que todos hablan de él.
¿Cómo nos conocimos? No me acuerdo. Creo que alguien me regaló su novela Los cachorros, así se llamaba. No me gustó demasiado, pero me pareció que el tal Mario Vargas Nosecuanto se merecía otra oportunidad, así que le pedí plata a mi abuela.
—¿Tarasca? —me dijo revoleando el palo de amasar. —¿Y pa’ qué querés tarasca vos?
Cuando le expliqué la razón, me miró torcido por un buen rato, y después le dio un golpe de vista al frasco donde guardaba las monedas y algún que otro billete. A la hora, ya estaba tirado en mi cama leyendo el único libro de Mario que encontré en la librería: La tía Julia. Otro aburrimiento que abandoné por la página 50. Tiré a la tía Julia con los juguetes viejos, y seguí adelante con libros de verdad: los de mi ídolo Sandokán, que no dejaba de volar océanos arriba de su superbarco.
Me reencontré con Mario un par de años después, cuando en medio de una horrible mudanza —mamá había muerto, papá ya no podía pagar el alquiler de la casa, y no nos quedó otra que irnos a vivir con los abuelos— se cayó aquel ejemplar de La tía Julia de un estante. Esa noche, mientras papá lloraba en la piecita de al lado, con la poca fuerza que me quedaba, abrí el libro.
«En ese tiempo muy remoto, yo era muy joven y vivía con mis abuelos en una quinta de paredes blancas de la calle…»
¡Mario me hablaba a mí!
—Sí, no puede hablarle a otro más que a mí —volví a decirme en voz alta, y me metí adentro de esas páginas como quien se sube de un salto al último vagón del último tranvía. No eran días de risas, pero pocas veces me reí tanto con un libro. Sólo un mago como Mario podía distraerme, aunque sea por un rato, de la falta de mamá y del llanto de papá. Nuestra amistad estaba sellada.
No entendí Conversación en la Catedral —un bodrio que largué antes de la página 100—, aunque me entretuve mucho con Pantaleón y las visitadoras, y después llegó Elogio de la madrastra. Ese fue el año en que nos lo pasamos intercambiando revistas de mujeres desnudas con mis compañeros —todavía me acuerdo de los gritos de la abuela cuando me encontró una Playboy en la mochila del cole—, pero se los aseguro: lo que Marito me contaba en sus páginas era mucho más excitante que cualquiera de esas revistas. Era evidente que mi amigo había salido con muchas mujeres y sabía de lo que hablaba, a diferencia de mí: ya hacía cuatro meses que ni siquiera me animaba a invitar a Julieta al cine.
Después vinieron Cuadernos de don Rigoberto, La ciudad y los perros, y un año más tarde La guerra del fin del mundo; todos libros que me compraba con los pesos que me daba papá, quien muy de a poco salía adelante. Y justo después de leer La guerra… —la que hasta ahí me había parecido su mejor novela— me peleé a muerte con Mario. ¿Qué nos pasó? Pasó que terminé el secundario, me puse de novio con Julieta —¡sí!— y entré en la facultad donde empecé a militar en el centro de estudiantes. Y descubrí que las ideas de mi amigo ya no eran las mías, ya no eran las nuestras. Hasta ese momento no me había dado cuenta, pero de pronto pude verlo: Mario jugaba para el bando de los otros, los poderosos, los de enfrente. Y yo ya no era el chico que leía en la casa de los abuelos, era un adulto. Mis lecturas, mis ideas y mis amigos habían cambiado. Y mi vereda ya no era la de Mario.
Era raro: me pasaba el día estudiando para la carrera de Letras, pero cada vez leía menos literatura. Sólo me llenaba de historia y política. O panfletos mal escritos más que política, pero de eso me di cuenta mucho más tarde. Como dijo una vez Arthur Koestler: «Esos años tuvieron la grandeza de un hermoso error por encima de la podrida verdad». Abandoné la facultad en tercer año: aquello no era lo mío. Ya tenía más de veinte años y seguía sin saber qué era lo mío. Ya vivía con Julieta en un microscópico departamento alquilado…, y seguía sin saber para dónde iba, quién era y qué quería hacer de mi vida.
Lo único que me gustaba era escribir, y eso era lo que hacía: cuentos, principios de novelas, recuerdos, mentiras y frustraciones; todo lo escribía. Hasta que un conocido me dijo: «Me gustan tus cuentos, pero manejás mal la perspectiva». Cuando le pregunté quién podría enseñarme algo de eso, él me dijo que lo único que debía hacer era leer con atención una novela: «Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa».
Créditos: Foto Reuters, lexpress.fr]
¡Yo conocía a Mario! ¡Y también tenía ese libro! Lo había empezado a leer diez años atrás sin entender nada. Debía estar en algún rincón de la casa de los abuelos. Y claro que estaba. Conversación me esperaba escondido en lo alto de la pequeña biblioteca. Y al fin pude disfrutar la historia de «en qué momento se había jodido el Perú», y también entendí aquella cuestión de la perspectiva a la hora de escribir. Y de a poco, bien de a poco, me fui reencontrando con mi viejo amigo Mario.
Julieta quedó embarazada —mientras yo seguía sin saber qué hacer de mi vida—, y por esos días de acidez y panzas leí La fiesta del Chivo. Con ese libro monumental sobre dictaduras y corrupción, comprendí que con Mario podríamos coincidir o no, y que incluso podríamos discutir más de una vez en voz alta, pero él y yo no estábamos en veredas distintas. Porque quien te ayuda —y obliga— a pensar escapándole al lugar común no necesariamente tiene razón, pero nunca está en la vereda de enfrente.
Y un día de febrero nació Malena. Y el tiempo —hecho de días lentos y años rápidos— hizo de Malena un sol de tres años que pasa tardes enteras hojeando libros repletos de dibujos y colores. Una tarde, mientras yo intentaba redondear un cuento, Julieta entró en el departamentito con una sonrisa y un paquete en la mano.
—Para vos, Male.
Debí ayudar a Malena a desenvolver el regalo. Era un libro infantil. Se llamaba Fonchito y la luna de Mario Vargas Llosa. Era extraño: me quedé unos segundos haciendo correr las páginas del libro, esperando ver en algún lado una dedicatoria que no estaba.
—¡Ey, grandulón! —me retó Julieta entre sonrisas—. ¡El libro no es tuyo, es de Male!
A pesar de tantos llantos, muñecas y pañales, al fin pude terminar de escribir mi novela. Y la novela ganó un premio en México, y tal vez este año editen una pequeña tirada. No importa, con eso basta y sobra. Aunque anoche, bien tarde, mientras Julieta dormía, me puse a pensar en lo lindo que sería que el libro venda, así podemos alquilar algo más grande para que Malena tenga un dormitorio propio. Y después me volvieron a la cabeza los recuerdos de todos estos años: la muerte de mamá; la mudanza a casa de los abuelos; la tarde en que al fin me animé a invitar a Julieta al cine; mi viejo, a quien los años volvieron un anciano triste que sólo sonríe al recordar a mamá… Y lloré.
Entonces salí de la cama y me fui en puntas de pie al living a espiar a Male, que dormía abrazada a los gastados bordes de Fonchito y la luna. Arrodillado junto a su cama, imaginé que de algún mágico modo el libro la protegía. Como aquel viejo ejemplar de Los cachorros, que mil años atrás me había acompañado durante aquella triste mudanza.
Volví al dormitorio y me abracé a Julieta. Esa noche soñé con mi novela al fin editada, deslizándose silenciosa entre los anaqueles de alguna librería de México, Lima o Madrid, arrimándose a algún ejemplar de Los cachorros, y susurrándole al oído: «Hola, Marito. ¿Cómo estás? Quería darte un abrazo. Y también decirte gracias. Muchas gracias por tantos años de viajes y amistad».
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* Pablo Hernán Di Marco (Buenos Aires, 1972) es autor de las novelas Las horas derramadas (ganadora del XXI Certamen Literario Ategua 2010, España), Tríptico del desamparo (ganadora de la I Bienal Internacional de Novela «José Eustasio Rivera» 2012, Colombia), y Espiral (finalista XIX Premio de Novela Ciudad de Badajoz 2015, España). Es corresponsal en Buenos Aires de la Agencia Cultural de Noticias Libros&Letras de Bogotá, y de Facetas, suplemento cultura del Diario del Huila. Fue jurado de la II Bienal Internacional de Novela «José Eustasio Rivera». Desde Buenos Aires trabaja vía Internet en la corrección de estilo de cuentos y novelas.
Que maravilla cuando un libro nos sirve de salvavidas en los naufragios de la vida.
Bravo Pablo un abrazo a vos a Julieta y a la Malenita.