DARÍO Y LOS CABALLOS
Por José Acosta*
A la edad en que en los niños aparece la línea terrible que divide lo real de lo irreal, desapareció Darío, un muchachito endeble, de carita colorada, cabellera temblorosa, en cuyo semblante se vislumbraba la tajante resignación de los ancianos. Tendría yo unos siete años y aún hoy recuerdo la voz deshilachada de su abuela llamándolo angustiosamente, con tanta claridad, como si en este momento ella todavía lo estuviera llamando.
¡Darío! ¡Daríooo!, recuerdo que gritaba la mujer, mientras tocaba puertas, revisaba callejones, recorría las calles polvorientas del barrio con la desolación de los cortejos fúnebres. Sólo la noche borró aquel llamado, aquel nombre que de tanto andar por el viento ya había dejado su marca triste y pavorosa en todos los rincones.
Pero no bien salido el sol, la abuela de Darío prosiguió su doloroso peregrinaje como un alma en pena, con más fuerza aún, como si la oscuridad le hubiera recargado su amor materno.
La preocupación, el terror, el miedo, se apoderaron de mi madre y mis hermanas mayores, quienes, con la desaparición de Darío, nos cuidaron con más recelo, trazándoles límites al mapa de nuestros juegos, no fuera el roba-niños a llevarnos en su macuto.
Al tercer día de la desaparición, con el mismo misterio con que supongo se presentó Cristo a los apóstoles, Darío apareció, no a pie mostrando sus heridas como prueba de su calvario, sino a caballo, mostrando su alegría. Pese a que vivíamos en un barrio de las periferias de Santiago, la idea de un caballo sólo la relacionábamos en ese entonces con las marchantas que traían verduras de las montañas, o con los cargadores de arena que siempre andaban con una recua de burros.
Darío, más pequeño que sus seis años, pasó por la calle montado en un caballo, llenando de alegría a los que ya lo habían enterrado bajo las oraciones, y, al llegar a su casa, fue recibido por su abuela como el hijo pródigo.
Desde ese día y durante toda mi infancia, Darío no perdió oportunidad para desaparecerse. Era tanto el amor que este niño le profesaba a los animales, que durante aquellos años se convirtió en algo normal ver pasar por el frente de nuestra casa a aquel muchacho encaramado en el lomo de un burro, cuidando una vaca parida o pastoreando un rebaño de ovejas.
Cuando salí de mis pantalones cortos para entrar a la adolescencia, una mañana me marché de casa para ingresar al Instituto Superior de Agricultura, sin imaginar que con ello empezaba a invadir el mundo de los adultos. Desde entonces nunca volví a saber de Darío. Era como si aquel niño jamás hubiera regresado en su caballo, y se hubiera quedado perdido para siempre en el reino animal y fabuloso en el cual solía imaginarlo.
Con los años, fui relacionando a Darío con las personas que padecen algún tipo de locura. Durante mucho tiempo no concebí otra explicación a su osadía, a su denuedo, a esa forma extraña y ciega de perseguir el destino. Me lo imaginaba viejo, maltratado por los años, en alguna taberna o en esos centros psiquiátricos en los que, en lugar de esconderse, aflora con más ímpetu la demencia.
Hace apenas unos días me encontré en la casa de mi hermana a la abuela de Darío, ya hecha un manojo de arrugas, y lo primero que hice fue preguntarle por él. Su respuesta me desengañó: «Darío es administrador de una finca de ganado, y el hacendado lo quiere como a un hijo, porque vaca que toca Darío, vaca que engorda y se pone bonita».
Entonces comprendí que de un modo u otro todos los seres humanos tenemos dentro a un Darío. Tenemos a ése que, sin importar peligros, ciego a los dardos del mundo, se lanza en pos de su sueño. Darío, a los seis años, ya sabía que su destino era estar junto a los animales; regresó, sí, pero para mostrarle al mundo la encarnación de su sueño: un caballo.
Cuando llegué a esta conclusión me dije que yo también, no recuerdo qué día, me desaparecí de las cosas cotidianas, y me marché detrás de mi sueño: la literatura. Y hoy, como Darío, he regresado de ese viaje montado en un caballo: mis libros, con la humilde intención de mostrarle al mundo mi sueño: ser escritor.
Al final de la meta, estoy seguro, hay un lugar común donde coinciden todos los soñadores: poetas, abogados, médicos, veterinarios… Es una plaza donde se reúnen todos los que ya han alcanzado su sueño. A los quince años descubrí que mi sueño era ser escritor. Miro este día y me doy cuenta que todavía no lo he logrado, porque en él no he hallado a Darío.
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La presente crónica hace parte del libro « Hilo de la memoria», compilado por Jacqueline Donado. Nueva York 2013. Book Press NY, www.bookpressny.com
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*José Acosta es poeta, narrador y comunicador social. Ha ganado en cuatro ocasiones el Premio Nacional de Literatura de la República Dominicana, el más importante del país. En 1994 su poemario Territorios extraños recibió el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña y en 1997 obtuvo el Premio Internacional de Poesía Odón Betanzos Palacios de Nueva York con la obra Destrucciones. Entre sus galardones figuran también una mención de honor en el Cuarto Concurso Internacional de Poesía «La Porte des Poètes», en París (1994), otra en la Bienal Latinoamericana de Literatura «José Rafael Pocaterra» celebrada en Valencia, Venezuela (1998). Su poemario El evangelio según la Muerte obtuvo en 2003 el Premio Internacional de Poesía «Nicolás Guillén», de México, y ese mismo año otro poemario suyo quedó finalista del Premio Internacional de Poesía «Miguel de Cervantes», de Armilla, en España.
Como narrador ha recibido numerosos premios, entre ellos el Premio Nacional de Cuento Universidad Central del Este (2000), con El efecto dominó; el Premio Nacional de Novela (2005), con Perdidos en Babilonia y el Premio Nacional de Cuento (2005), con Los derrotados huyen a París. En 2010, una novela suya estuvo entre las 10 finalistas del XV Premio Fernando Lara de Novela, de la editorial Planeta. En 2011, fue finalista del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, de Francia, y ese mismo año volvió a ganar el Premio Nacional de Novela con La multitud.