LA BATALLA DE LAS IDEAS POR LA HEGEMONÍA
(Dedicado a Isabel Benjumea)
Cuando Zaratustra tenía treinta años abandonó su pueblo (con el lago) y subió a la montaña para disfrutar de su espíritu en soledad tras «la muerte de Dios» (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, 1883). Simbólicamente abandonó el rebaño, el colectivismo, y las limitaciones a su libertad, buscando un individualismo pleno y libre. Es imposible no reconocer tropos literarios y paralelismos similares (incluyendo la pérdida de la fe religiosa) en la última gran novela de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir (1930), en el contraste entre la montaña y el lago (con el pueblo) —que le inspiraron los parajes de Sanabria— y los dilemas político-existenciales que le planteará la España trágica de 1936 (M. Pastor, «El pensamiento liberal de Unamuno frente al autoritarismo», Kosmos-Polis, Enero 2014, y asimismo en Astorica, 33, 2014).
Nietzsche, pese a su muerte en 1900, marca el rumbo de la filosofía y del pensamiento político de nuestra época, por mucho que algunos progresistas posmodernos, afrancesados jacobinos y demócrata-estatistas de distinto pelaje (caracterizados precisamente por no tener ni «idea de Nietzsche») hayan intentado apropiárselo, cuando sus ideas revelan un radical individualismo, liberal/libertario muy alejado de los socialismos, nacionalismos, estatismos y, en suma, colectivismos igualitarios.
Su visión profética sobre el nihilismo y el totalitarismo (curiosamente anticipados por nuestro Juan Donoso Cortés desde 1848), junto a la peste del anti-semitismo —del frío monstruo Estado o Partido-Estado— cerniéndose sobre la cultura europea, fue más aguda que todas las ideologías progresistas y revolucionarias sobre el destino de Occidente y la «voluntad de poder» de los políticos o de la humanidad en general.
Reconociendo su admiración por el realismo de Tucídides y Maquiavelo como antídoto al exceso de colectivismo platónico, su filosofía liberal, que sin duda tuvo un gran impacto en las derechas, no pudo conciliarse con la más genuina liberal-conservadora porque —como apuntaron Leo Strauss y sus discípulos— estaba trufada de ateísmo o, como mínimo, de agnosticismo anti-cristiano: «Libre de todo tipo de convicciones, para ser capaz de ver libremente, es parte del poder y la fortaleza» (F. Nietzsche, El Anticristo, 1895).
No deja de ser llamativo que la presunta hegemonía progresista o colectivista, del «socialismo científico» o de las «ciencias sociales» en naciones tan importantes como Alemania o Rusia (gracias a vacas sagradas como Marx, Engels, Weber, Sombart, Lenin, Trotsky, etc.) ha sido desastrosa en el siglo XX: guerras mundiales, guerras civiles, militarismos, revoluciones y totalitarismos… con los fracasos estrepitosos de la democracia liberal (Asamblea Constituyente en Rusia, 1917-18, suprimida por Lenin; República de Weimar en Alemania, 1919-1933, destrozada por Hitler), que durante la larga Guerra Fría llevaron a un país a su división traumática y duradera, y al otro a una barbarie sin precedentes y regresión económica tercermundista, incluyendo el canibalismo.
Por el contrario, la cultura y el pensamiento de los «intelectuales orgánicos» —concepto, como «hegemonía», también de Antonio Gramsci, que aquí solo evoco sin entrar en una discusión rigurosa— en los países latinos (Mosca, Pareto, Croce, en Italia; Costa, Unamuno, Ortega, en España) ha sido más sutil, liberal, y de efectos menos estridentes. Gramsci tomó el modelo de Benedetto Croce, y aspiraba a que el intelectual marxista, individualmente o como parte de un colectivo político (el PCI), pudieran conquistar la misma posición e influencia en la cultura italiana. Pero fue en vano: Mussolini se encargó de evitarlo, tanto en forma de coerción como de popularidad, ya que una parte importante de las izquierdas se integraron en el Fascismo: socialistas, futuristas (de Marinetti), nacionalistas revolucionarios (de D´Annunzio), corporativistas, anarquistas, sindicalistas, etc. El débil parlamentarismo tampoco resistió a las dictaduras (fascista o franquista), pero éstas adoptaron un nivel autoritario, no totalitario como el comunismo ruso y el nazismo alemán.
Es conmovedor que las primeras ideas de una futura Unión Europea bajo el signo de la democracia y el mercado libres fueran pergeñadas en el Vaticano a partir de 1939 por liberales y conservadores alemanes, que al mismo tiempo conspiraban para llevar a cabo un cambio de régimen en la Alemania nazi, todo bajo la protección e inspiración del Papa Pío XII, como ha documentado definitivamente Mark Riebling en su imprescindible obra Church of Spies. The Pope´s Secret War Against Hitler (Basic Books, New York, 2015).
El concepto de «hegemonía» que postulaba Gramsci era una genuina aspiración a la supremacía intelectual y moral que nunca consiguió ni el PCI ni las izquierdas de Occidente. Hoy esas izquierdas invocan —y muchos periodistas e intelectuales lo repiten como papagayos— ese presunto derecho o privilegio, que en realidad se ha pervertido, transformado en un obsesivo apetito de «agit-prop» (agitación y propaganda), reclamando el control de los medios de comunicación audio-visuales, las empresas editoriales, la docencia (adoctrinada) en la universidad pública, la prensa escrita y digital, las redes sociales, etc. Los liberal-conservadores sabemos que las izquierdas nunca han conseguido la verdadera hegemonía, y que sus concepciones ideológicas basadas en el materialismo económico o en el materialismo zoológico, es decir, la lucha de clases o de razas, de nacionalidades, de generaciones, de sexos o de «géneros», en cuanto absolutas y excluyentes, son concepciones falsas, fracasadas en la gran prueba del proceso histórico.
Nietzsche tuvo intuiciones geniales, descripciones más que prescripciones que, por ejemplo, influyeron en lo más aprovechable de intelectuales como Max Weber y Carl Schmitt en Alemania, o Unamuno y Ortega en España. Si repasamos los índices de la historiografía del pensamiento político contemporáneo de los autores más prestigiosos o influyentes, comprobaremos que predominan los del abanico liberal-conservador: aparte, por razones obvias, de los historiadores del liberalismo en general, progresista o conservador (desde la obra clásica de Guido de Ruggiero sobre Europa en 1925, hasta las más recientes sobre los Estados Unidos de George Nash en 1996 y de Alan Brinkley en 1998 y siguientes), sin olvidar otros autores eruditos del liberalismo doctrinario como Luis Díez del Corral (1945) o críticos del liberalismo más progresista como James Burnham (1964) .
Es significativo que en obras académicas, en los capítulos sobre el pensamiento político del siglo XX, destaquen las figuras e ideas de perfil liberal-conservador, por ejemplo en autores tan prestigiosos como George Catlin (1939), Crane Brinton (1950), Lee McDonald (1968), Mulford Sibley (1970), Robert Nisbet (1973), George H. Sabine y Thomas Thorson (1973), Leo Strauss y Joseph Cropsey (1987), William y Alan Ebenstein (2000), Alan Ryan (2014), etc.
Como muestra, William y Alan Ebenstein —padre e hijo— en su reputada obra Great Political Thinkers. Plato to the Present (sexta edición, Orlando, FL, 2000), a partir de Nietzsche, con la excepción de los capítulos dedicados a Mussolini, Lenin, y breves párrafos sobre socialdemócratas moderados, dedican el resto, la mayoría del texto, a pensadores liberales o conservadores: Freud, Spencer, Green, Gandhi, Keynes, Beveridge, Berlin, Rawls, y especial atención a los libertarios Hayek, Friedman, etc. Ciertamente Keynes, Beveridge y Rawls, aunque liberales, se han intentado manipular y apropiar por las izquierdas progresistas y socialdemócratas. Por otra parte, los autores de la obra mencionada, a mi juicio, no han prestado la debida atención a pensadores como Carl Schmitt, Raymond Aron, James Burnham, Leo Strauss y otros conservadores o neoconservadores a ambos lados del Atlántico.
Alan Ebenstein es también autor de una magnífica biografía sobre uno de los filósofos políticos —liberal/libertario— a mi juicio más importantes del siglo XX: Friedrich A. Hayek: A Biography (2001).
Mi hipótesis (sustentada en una tradición que se inicia con la Ilustración escocesa y los Federalistas americanos) es que solo existe o es posible, rigurosa y empíricamente, una filosofía liberal-conservadora, no contaminada por la ideologización política y el «espíritu de partido» o partitocracia. En España, mis maestros universitarios D. Carlos Ollero Gómez, D. Luis Díez del Corral y D. Antonio Truyol Serra, así como los profesores Jesús Pabón, José Antonio Maravall, Manuel Fraga Iribarne, Dalmacio Negro, Octavio Ruíz Manjón, Javier Tussell y Juan Avilés, han dedicado importantes trabajos de ejemplar erudición y profundidad al pensamiento liberal-conservador, clásico y moderno. En la misma línea hay que recordar las múltiples obras sobre filosofía y pensamiento político del liberal Julián Marías, y del conservador Gonzalo Fernández de la Mora, o autores más jóvenes con enfoques sumamente originales, como Jerónimo Molina Cano, Carmelo Jiménez Segado y Álvaro Rodríguez Núñez.
Mis amigos los analistas políticos y profesores José María Marco y Florentino Portero han publicado asimismo penetrantes estudios sobre algunos estadistas e «intelectuales orgánicos» de las derechas en la España del siglo XX, y el primero también varios ensayos de enorme interés sobre pensamiento y pensadores políticos norteamericanos.
Y a propósito de Florentino Portero y José María Marco, con los que comparto posición en el Consejo Asesor del grupo-red Floridablanca, eficazmente dirigido por Isabel Benjumea, debo subrayar que éste es un buen ejemplo en la España actual de un club político surgido de la sociedad civil, y particularmente de jóvenes concienciados de un amplísimo espectro del centro-derecha (libertarios, liberales, democristianos y conservadores), empeñados seriamente en el debate de las ideas y en demostrar que la auténtica hegemonía cultural —supremacía intelectual y moral— no pertenece a las izquierdas.
(Para una perspectiva más general de las ideas políticas en España durante los siglos XIX- XX: M. Pastor, «El pensamiento político español de los tiempos bobos», Kosmos-Polis, Junio 2014).
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* Manuel Pastor Martínez es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid, ha sido secretario general adjunto de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo (1980-1983), director del Colegio español en la Universidad de Harvard (1998-2000), y profesor visitante en varias universidades de los Estados Unidos. Autor de varios libros y aproximadamente doscientos ensayos y artículos sobre historia, política y relaciones internacionales.