EL MÉTODO DE ESCRITURA CREATIVA «ESPINA MIDDLEBURY»
Por Eduardo Espina*
Nunca antes ha habido tantos escritores como en la época actual, a la cual seguimos sin encontrarle nombre para encasillarla. Ya dejó de ser moderna, tampoco es posmoderna. ¿Entonces? Da igual. Sin saber bien cómo se llama, aunque no es anónima, transcurre con sus propias características, idiosincrasias y tendencias por la carretera de la historia y quizá algún día sabremos hacia dónde se dirige, aunque eso tampoco está garantizado. La realidad tecnológica que acuñó la imagen de estos tiempos ha impuesto usos, bogas y costumbres que promueven de manera inflacionaria la ya vieja práctica de transformar en materia escrita a un pensamiento o sentimiento. Desde los blogs hasta los text messages, los ojos se ven bombardeados por lo que me animaría a denominar, «una escritura de todos».
En su popular blog, el poeta Ron Silliman ha calculado que en la actualidad en Estados Unidos hay unos 20 mil poetas publicando activamente, cantidad fenomenal, considerando que los libros de poesía «no se venden», que pocos poetas consiguen publicar si no consiguen antes un subsidio, y que la mayoría deja de ser inédita recién luego de pagar por la publicación de sus propios libros (algo parecido pasa en el mundo editorial académico, que exige a los profesores un abultado subsidio para que sus manuscritos entren en imprenta). En «The New Math of Poetry», ensayo publicado el 21 de febrero de 2010, David Alpaugh estima que cada año unos 100 mil poemas son publicados online y en revistas impresas. Seth Abramson calculó que en la última década en los programas de escritura creativa de las universidades estadounidenses terminaron sus estudios unos 20 mil poetas. Además, ha habido un aumento significativo de los lugares —cafeterías, bares, librerías— donde se realizan lecturas de poesía y de prosa (cuentos y crónicas), en algunos casos cobrando entrada. En ese contexto auspicioso, la poesía (y las expresiones orales de literaturas «alternativas»: slam poetry, rap, hip hop, spoken word, alt. lit., etc.) ha redimensionado su presencia, una que se había abierto camino hace más de cien años, desde inicios del siglo XX.
En 1910 se fundó The Poetry Society of America. La revista Poetry comenzó a publicarse en 1912. El premio Pulitzer en poesía comenzó a entregarse en 1922, cuando lo ganó Edwin Arlington Robinson, por sus Collected Poems. En 1926 Stephen Vincent Benet, poeta hoy olvidado, obtuvo la primera beca Guggenheim en poesía, beca instituida un año antes por la fundación del mismo nombre. En 1934 comenzó a funcionar la Academy of American Poets; en 1936 se fundó el hasta hoy prestigioso Writers’ Workshop de la Universidad de Iowa; y un año después se creó la posición de Poeta Laureado. Los datos sirven para ilustrar un contexto de producción donde la escritura creativa contó de manera sostenida con el auspicio institucional, el que de alguna forma ha servido para estimular la producción literaria en todos los géneros. Tal vez sería inexacto y hasta exagerado afirmar que se vive un momento proliferante de la producción literaria estadounidense, pero, sin duda, se constata un auge in crescendo de la misma, tanto a nivel individual como institucional, pues son cada vez más las universidades y colleges que ofrecen programas de escritura creativa y otorgan suculentas becas para motivar a los ambiciosos aspirantes a escritor.
La palabra escrita ha casi sustituido a la palabra expresada por los labios y que estaba asociada a un timbre de voz, a un tono, a una cadencia. Ya no llamamos a alguien por teléfono; le escribimos un «mensaje» mínimo, esquela o cartita. Ya no le enviamos una tarjeta para su cumpleaños; le mandamos por celular un mensaje, el cual puede ser «salvado» en el disco duro y tras un rápido cut and paste (cortar y pegar) puede enviarse con las mismas palabras a otro cumpleañero en el futuro. De la audición se ha pasado a lo transferible en signos escritos, la mayoría de las veces, emociones a medio camino, frases inconexas, cláusulas mal comenzadas y peor concluidas, en fin, una avalancha de mala escritura. Lejos han quedando los tiempos del slogan utilizado en la década de 1980 en los comerciales de una compañía telefónica para promocionar los servicios de larga distancia: «El mejor regalo es tu voz».
Hoy en día la gente no habla, se ha olvidado de hacerlo, pero escribe. Cada vez más. Las redes sociales han diezmado el rigor; hoy cualquiera escribe y hasta tiene el impudor de decir «soy escritor», simplemente por mantener un blog donde se practica la masturbación mental con escasas restricciones, aunque por lo general con gran arrogancia de tono y contenido. Una creciente mayoría de los circuitos blogueros están construidos con base en eso: la subjetividad extrema, librada en la mayor medida de lo posible del rigor, de la acumulación de conocimiento y de la precisión informativa (el origen de los datos y la veracidad de estos poco cuenta). Para intentar aproximarme a la verdad quizá exagero, pero sigamos.
No obstante, dentro del contexto de arbitrariedad sin límites en la práctica de la escritura, y del indiscriminado uso del lenguaje sin ayuda de la imaginación, hay quienes creen que para poder escribir y ser considerado «escritor» primero hay que aprender y sortear el juicio de aquellos que podrían ser considerados «lectores profesionales» y están entrenados para emitir juicios sobre el material presentado para evaluación. La mayoría de quienes ejercen esta tarea son escritores que desempeñan el papel de profesor y dan clases a nivel particular, o bien en el marco de una institución académica, dentro de lo que se llama «programas de escritura creativa», en los cuales se puede obtener un Master, el que, a los efectos prácticos y de proveer a posteriori un sustento como instructor, sirve de poco, pero en los que se puede aprender a mejorar eso que los estadounidenses llaman el «craft», palabra que no tiene una traducción precisa al español (con la misma implicancia contextual), y que refiere a la destreza formal que se afina y potencia entrenándose en un programa de escritura creativa; es decir, aquello que se aprende y que alerta respecto a cómo no decir una cosa, o cómo expresarla de mejor manera para que el resultado final sea menos insatisfactorio.
Aunque pasé un semestre en el prestigioso programa de escritura creativa (el que se dicta en inglés, no en español) de la Universidad de Iowa, por ese entonces número uno en el ranking, y después cuatro años en Washington University en St. Louis, tomando clases con grandes maestros de la enseñanza de la escritura creativa, como Howard Nemerov, William Gass, Stanley Elkin, y Mona Van Duyn, ganadores de los principales premios literarios de su país, nunca me había sentido motivado a enseñar clases de escritura creativa, por más que en varias ocasiones me lo hayan pedido, incluso mediante invitaciones a diferentes universidades. Prefería siempre enseñar clases «sobre literatura» en las cuales no debiera verme involucrado como escritor, esto es, no tener que enseñar «todo» lo que sabía o creía saber sobre el acto productivo de la escritura, y que había aprendido tras tantos años [siendo] constante en la literatura. A escribir se aprende por experiencia, por descarte, por persistencia, y por inspiración. Me sentía como chef al cual de pronto lo obligan a dar a conocer en acto público los secretos de sus más sabrosos platos. Quizá por eso, por una cuestión de pudor más que nada, he pasado tantos años dando clases de literatura que nada tienen que ver con la escritura creativa, para evitar así revelar recetas aprendidas a lo largo de los años y que me resultan efectivas a la hora de escribir y decir después de terminado un poema, «soy mi poeta favorito», o luego de concluir un ensayo afirmar, en la silenciosa soledad de mi cuarto de escritor, «después de esta genialidad me siento tan bueno como Montaigne».
Hasta que la hora de enseñar la clase llegó. A principios de la década de 2000, un colega, también poeta, me pidió en reiteradas ocasiones, ¡por favor! —y no exagero—, que diera una clase de escritura creativa sobre los dos géneros que practico con regularidad diaria; poesía y ensayo. Me convenció diciéndome que los estudiantes le habían pedido que la enseñara yo. Me sentí como aquel que va a cantar a un bar de karaoke y después de terminar alguien le dice que lo quiere contratar para grabar un disco. Preparé el curso con nerviosismo, como pasa siempre cuando es la primera vez de algo y me tiré a la piscina, desde el trampolín, sabiendo que tal vez estaba a medio llenar. Caí bien (al agua y a los estudiantes) y puedo decir que la experiencia fue un éxito total. Pero no fue fácil. Fue la clase más difícil que me tocó enseñar, por la simple razón de que no resulta sencillo decirle a alguien con ambiciones de ser escritor que lo que ha escrito es un desastre, y que también lo es aquello que había escrito antes.
Además, para hacerlo bien, para que los estudiantes aprendan y mejoren en un lapso prudencial, el profesor debe hacer una gran inversión de tiempo y trabajo. Los estudiantes deben escribir material nuevo en forma diaria, y al mismo tiempo presentar versiones corregidas de poemas, cuentos, ensayos, y crónicas previos, sobre las cuales continuará trabajando hasta el final del curso. Para el docente, el curso resulta agotador, más que para los estudiantes, quienes ganan energía a medida que van constatando que su escritura mejora y que las nuevas tareas emprendidas produjeron resultados superiores a los anteriores. Para alcanzar ese objetivo, al estudiante hay que ayudarlo y motivarlo, de forma que el bajón que pueda haber tenido por un comentario emitido por el profesor no se convierta en desilusión metódica. Un comentario negativo puede poner al estudiante ante la disyuntiva: ¿debo o no seguir? ¿O debo mejor dedicarme a los negocios, a la abogacía, a la crítica literaria, a la filosofía, a la gastronomía, a la venta de lo que sea, incluso de casas o automóviles? Uno, por ética antes que por estética, no quiere arruinar el entusiasmo de nadie, aunque tampoco quiere convertirse en pastor mentiroso; en alguien que engaña a un espíritu genuino diciéndole que tiene talento cuando en verdad el que tiene es nulo o muy escaso y solo le permitirá hacer vuelos de cabotaje, pero no lo ayudará a convertirse en escritor de veras, tal como el estudiante se había ilusionado en ser.
De ahí que en las clases de escritura creativa los estudiantes se enojen más con el profesor que en otras asignaturas, pues en las otras, si el estudiante fracasa, el profesor puede darle razones objetivas para explicar la nota otorgada: porque la pregunta fue contestada a medias, porque la información provista en las respuestas estuvo equivocada, porque el ensayo final carece de pies y cabeza y además, de conclusión. En cambio, en una clase de escritura creativa, sea en el género que sea, la decisión del profesor es algo así como la de un lector con poder divino. Aprueba o no de acuerdo a su propio criterio, el cual siempre (al menos en mi caso) busca mejorar las cualidades innatas del aspirante a escritor a partir de su juicio personal, basado en conocimiento, en práctica, y en haber leído mucho antes. Por lo tanto, aunque la evaluación tenga una base subjetiva fundada en los preceptos estéticos del profesor, al mismo tiempo contiene un trasfondo de objetividad, dirigido a transformar de manera positiva una práctica creativa, una vez que esta ha sido mejorada mediante la adición de una cantidad de observaciones prácticas que el estudiante desconocía y que el profesor supo aportarle.
Por fortuna, nunca he tenido confrontaciones verbales, ni de las otras, con quienes han tomado mis clases de escritura creativa, debido a los comentarios hechos por lo que habían escrito; ni siquiera me pasó en el Festival de Poesía de Medellín, donde varios de los que participaron en el curso intensivo de tres días (cuatro horas diarias) eran poetas con obra publicada. Creo que todos siempre han percibido que mis comentarios y sugerencias son de buena fe y que yo, incluso más que ellos, quiero que triunfen como escritores y que construyan su gran victoria a partir de lo que han escrito. La envidia no es uno de los siete pecados capitales que practico. La gula, sí.
Más acá en el tiempo, voy ya mismo a lo que hoy nos reúne en la revista Cronopio. Voy directo a la experiencia de haber enseñado en años recientes escritura creativa en la escuela de verano de español de Middlebury College, dirigida por Jacobo Sefamí, profesor y escritor egregio, misma escuela donde enseñaron mucho tiempo antes Pedro Salinas, Jorge Guillén, Luis Cernuda y Octavio Paz, aunque ninguno de ellos enseñó escritura creativa. Ambos cursos fueron extremadamente positivos (y pocas veces un adverbio ha tenido significado tan preciso como en esta). Los notables resultados obtenidos eximen de mayores comentarios. Tampoco voy a revelar el secreto aplicado para producir buenos resultados (por eso cobro, y también les enseño a los estudiantes a profesionalizar su arte: el dentista no atiende gratis ni en la panadería regalan el pan). De los casi 30 estudiantes que tuve en ambos cursos y que durante ambos veranos tuvieron una asistencia perfecta a clase, sin una sola ausencia (el mejor elogio que puede tener un profesor), podría decir que el 90 por ciento del total presentó como trabajo final un ensayo o poema publicable, es decir, algo superior a la mejor nota obtenible. Lo más increíble del asunto, es que todos escribieron el poema o el ensayo en español, cuando su lengua natal es el inglés, detalle a no pasar por alto. Ya me gustaría poder escribir tan bien gramaticalmente en inglés como ellos pueden hacerlo en español. Además, lo hacen con originalidad, elegancia de estilo, lirismo y tino para la observación de los detalles de lo inmediato, algo que, como bien demostró Robert Louis Stevenson, es el centro de una obra literaria que aspire a algo mayor.
En el curso, entre otras cosas, les enseño a descubrir todo aquello que debe evitarse para que la escritura no sea la versión negativa de quien la llevó a cabo; a que aprendan a ver de nuevo, en sus poemas y ensayos, lo que no supieron ver en primera instancia; en suma, los invito a construir su propia identidad literaria mediante la cual pueden descubrir qué tipo de escritores son, y saber que ya no pueden ser más temerosos aspirantes preocupados por las consecuencias de sus actos en el papel o en la pantalla (aunque los obligo a escribir primero en papel, para que desafíen la magia de la mano y que esta, como la del dibujo de M. C. Escher, se mueva de una frase a otra, de un adverbio al siguiente, de un pensamiento al otro que todavía no ha llegado). La constante práctica de vigilancia de la forma de su propia escritura los obliga a determinar mejor la conciencia del lenguaje y hacer más high tech y high concept el material retórico utilizado. La práctica de vigilancia y re-escritura ayuda a convertir las atmósferas de la mente en estilo, en estado de gracia librado de la ordinariez y de lo estándar. El aspirante a escritor debe aprender a establecer relaciones en las escenas que la mente forma, a enseñarle a sus palabras a respirar sin apresurarse ni a quedarse atrás. De pronto, porque me pasa siempre en los cursos, el estudiante siente una especie de epifanía de último momento y se da cuenta cómo es la vida verdadera de las palabras ahora que comenzó a conocerlas mejor, dándoles la bienvenida con una técnica que hasta antes del curso no estaba a su alcance.
Respecto a lo ya dicho, conviene agregar lo siguiente. Los únicos cuatro programas de escritura creativa en español (hace una década había solo uno y hoy el número viene en aumento) que ofrecen las universidades estadounidenses a nivel de master, enseñan a aspirantes a escritores cuya lengua materna es el español. Casi todos los asistentes provienen de América Latina, y alguno que otro de España. Quienes escriben en inglés, en cambio, asisten a los programas de escritura creativa en inglés. En mis dos cursos ha sido diferente. Todos los asistentes nacieron en Estados Unidos, el inglés es su lengua materna, y escribirán su obra posterior a la de la clase en inglés, aunque el manejo que tienen del español, sobre todo a nivel de pensamiento de la gramática, puede considerarse notable, incluso superior al de muchos hablantes nativos, a los cuales podrían enseñarle a usar con corrección el subjuntivo, con moderación los gerundios, y a reforzar los ejércitos de la ortografía.
¿Cuál es el secreto, el origen de esa perfección en desarrollo? Prefiero revelarlo en otra ocasión. Por el momento, solo decir que el español se transforma para todos ellos en algo así como la propedéutica del «otro» idioma que utilizarán de fondo para convertirse en escritores con voz propia, en algo lo más parecido a un «escritor profesional», aunque pueda haber varias posibles definiciones de esta expresión. Escribir en «otra» lengua diferente a la suya los ayuda a observar el oficio a partir del aprendizaje de métodos diferentes y de una gramática que no es la natal, pero que les ayudará a manejar la que los acompaña desde su nacimiento con nuevos instrumentos creativos. La enseñanza de lo que podría llamar una «calistenia de la escritura» no convierte a nadie en escritor, pero ayuda a quienes lo son —o intuyen que pueden llegar serlo— a definir su posición ante la escritura y a reivindicar su estilo, o a aproximarse a uno menos improvisado y con mayor número de planteamientos estéticos para ofrecer. En otras palabras, ayuda a complementar el autodidactismo, a ganar puntos de vista, a ampliar el registro de su voz y, por ende, a ganar confianza y reforzar el entusiasmo con descubrimientos propios en los complicados ríos que van a dar a la vida del lenguaje.
De los varios poemas y ensayos que podría haber seleccionado para la muestra actual, por una razón únicamente de espacio elegí cuatro, de quienes considero son «ya» escritores y lo serán incluso más, pues no creo que un escritor o escritora empeore con el paso del tiempo y con la acumulación de edad. Todo lo contrario. William Carlos Williams escribió lo mejor de su poesía después de cumplir los 65 años de edad. Y hay infinidad de otros ejemplos al respecto. Los que aquí se incluyen son, pues, tres crónicas-ensayo, y un poema.
Patricia Park, coreana estadounidense nacida en la ciudad de Nueva York, escribe a partir de una mirada que parece tener microscopio incluido y logra revelar lo que en apariencia estaba en la superficie de lo real y que nadie había visto, o no había podido ver bien. Su escritura tiene un poderío demoledor, pues la visión hierática viene acompañada de un humor fuera de las restricciones del canon, como si la autora quisiera que nadie se riera con el chiste que está contando, y por eso lo cuenta, y de qué manera. Por cierto, después del verano de 2014 Patricia Park se convirtió en escritora profesional con reconocimiento internacional. Su novela Re Jane fue reseñada elogiosamente en el Sunday Book Review del New York Times. https://www.nytimes.com/2015/05/31/books/review/re-jane-by-patricia-park.html.
Por su parte, Cara Tommasino (Boston, Massachusetts) tiene en su escritura lo mismo que han tenido poetas estadounidenses fundamentales, y fundacionales, como Edna St. Vincent Millay y Sylvia Plath; una gran economía de recursos para hablar con lirismo íntimo y sereno de cosas que en su fachada parecen simples, pero que en verdad contienen la razón de fondo de la condición humana —el lado femenino de la verdad— y la celebran, pero al mismo tiempo la cuestionan desde la propia simpleza. El yo entiende sus preguntas, y deja que la metafísica del cuerpo se encargue de contestarle a la realidad; es un cuerpo librado de secretos, despojado de máscaras retóricas y emocionales, como las que tan bien usaban los modernistas hispanoamericanos. Como corolario triunfa una resonancia poética a manera de ejemplo, un modo de ser que logra cautivar, y que le presten atención.
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