UNA PENTAGONÍA DE CASI AMORES
Por Kendra J. Fisher*****
NERUDA Y YO
(Primera parte)
El día aquel tenía mucha prisa, no para llegar a un sitio físico, sino para llegar a un espacio mental. Iba camino a mi vida, y caminaba por las calles de Santiago centro: Huérfanos, Moneda, Catedral, Amunátegui. Buscaba las sastrerías y los cines que me hicieran sentir tan impenetrable como un cisne de fieltro. Pensaba en mi antología de poesía.
Por varios años, ese conjunto de letras, palabras y papeles me acompañó. Había nacido de la obligación; algo más que tenía que comprar para una clase universitaria. Fue en esa clase y con ese libro que descubrí mi amor por Neftalí Ricardo Reyes Bosoalto. No hubo pensamiento ni enunciado de mi profe que no anotara; al margen de la página capturé cada perspicacia suya.
El semestre terminó y guardé el libro. Lo sacaba de vez en cuando, y leía dos o tres poemas (para los cuales había hecho las mejores anotaciones). Con el paso del tiempo, lo sacaba cada vez menos.
Fue cuando viví en Chile que sentí la necesidad de reiniciar ese ritual. Compré un libro de poemas de Pablo Neruda. Me senté a leerlo acompañada de un café cortado en la Plaza de Armas. Traté de imitar la magia que había sentido antes con mi antología, pero me hicieron falta las anotaciones en lápiz borroso a los costados de la página. Lo mejor de la vida muchas veces sucede en los márgenes.
Desilusionada, la iluminación poética total que tanto deseaba, se alejaba de mí. Ya había visitado La Chascona, Isla Negra y La Sebastiana. Estando en la patria de Neruda, tenía que entender aún mejor sus poemas; sentir que sus palabras venían de mí y las mías, de él. Después de varios intentos inútiles más en las terrazas del Duoc, en mi pieza, o en el parque Brasil, me di por vencida y llamé a mi mamá.
Pasó una semana y llegó mi antología. Con más anhelo que nunca, acaricié la portada resbalosa. Dejé a mis dedos sentir y reconocer cada página gruesa hasta llegar a la 327. El café cortado ya tenía otro sabor. Sentada fuera del Emporio Rosa, mastiqué cada palabra de cada poema (aún más rico que el famoso helado de rosa chileno). Estaba despertándome de un sueño o quizás, de una pesadilla. Iban a ser esos poemas los que me resucitarían por completo.
NERUDA Y YO Y ALEJANDRO
(Segunda parte)
Día tras día, volví a «Walking Around» y me imaginé pariente o discípula de Neruda. Pasaron unos meses, y me enamoré de otro chileno, Alejandro Alexis Martínez Cartagena. Para llegar a su casa tomaba el metro, la micro 55, y a pie desde la Plaza Maipú. Mi fiel antología me acompañaba en cada recorrido. Solíamos leernos un poema o dos, antes de comer o después de hacer el amor.
Con la fecha de mi regreso a EE.UU. ya decidida, y mis maletas más que llenas, decidí dejar mi antología con él, mi otro chileno. Una decisión práctica se convirtió en un gesto súper-romántico. Prometió visitarme y traerme el libro. Quería entregármelo personalmente, insistió. Entonces el gesto práctico-súper-romántico se transformó en cierto tipo de seguro para volvernos a ver. La vida suele creerle al amor y a sus ilusiones. Yo también le creí. Lo dejé (al libro) con tranquilidad y a él, pasando la puerta de las aduanas, con tristeza y enojo. No me había pedido que me quedara, sabiendo que yo, por él, lo habría hecho.
Él llegó en octubre. Llegó en febrero, para su cumple. Y siempre, sin el libro. ¿Fue ésa tal vez su forma de prometerme que algún día regresaría? La última vez que llegó, fue para la Navidad. Por escribirle un poema (el poema más nerudiano que yo pudiera escribir) y por el tráfico típico de Los Ángeles, llegué al aeropuerto quince minutos tarde. Justifiqué mi atraso. Ni el tráfico ni el poema lo confortaron. La visita fue un desperdicio, un fracaso total. Nos aguantamos apenas un par de días más, y él adelantó su partida.
Desde entonces el libro ha quedado siempre fuera de mi alcance. Casi lo tengo (va en camino, te lo mandé, te lo mandaré, Eduardo te lo dará), pero se me escapa. Cuando estoy en Chile, el libro está en las Filipinas. Misteriosamente el libro recorre Antofagasta, mientras yo paseo por Pucón. Un amigo mutuo, después de escuchar mis lamentos del amor perdido, del libro perdido, me preguntó, como si no fuera gran cosa:
—¿Por qué no te olvidas de ese libro de una puta vez? Él ya ni tiene el libro. Te habrá mentido. O su mujer lo habrá quemado, con la basura—.
EL HUECO EN SU CLÓSET
(Tercera parte)
Contarte mi nombre sería difícil. Tendría que contarte dos. Una de mi personalidades no estaría satisfecha si la dejara fuera de este acontecimiento. Dividido en dos, una parte de mí quería estar con ella. Estaba dispuesto a dejar a mi mujer de 22 años de casados y a mi hijo de 18 años de edad. Quería quedarme con ella con mis bolsas plásticas GLAD (llenas de la ropa que rescaté durante mi escape) y mi computadora en pedazos en el baúl de mi coche.
Le había prometido tantas cosas. Pasar la Navidad con ella, y con ella casarme. Hasta salirme de un descanso reproductivo para regalarle mi ADN. Sabía que la había enganchado cuando le dije, después de unas pocas semanas (hechas de madrugadas vividas apasionadamente en el suelo), que le daría el hijo que siempre había querido. Entre mis promesas, ella había aguantado tanto: mi indecisión, las amenazas abusivas de mi mujer, mis quejas incesantes de ésa (justificaron su derecho a amarme), mis llamadas desconsoladas en las noches de obliteración alcohólica total y las veces en que la besé pensando en otra.
Marqué su número, esperando que no contestara. Sabía que estaba en casa de su abuela en East L.A., preparando los tamales navideños con toda la familia. En ese momento no podría gritarme, maldecirme, ni llorar tal como habría hecho estando en otro espacio y tiempo.
—Me voy. Vuelvo con ella. Hablamos. Me convenció. No puedo dejar a mi familia. No puedo ser ese hombre.
—Pero… mi ropa… tu ropa… te hice espacio en el clóset. Dijiste que ibas a ordenar tu ropa junta a la mía hoy. Lo debía de haber sabido… qué tonta soy…
Ella esperaba que dijera algo para consolarla. No pude hacerlo. La vi untar la masa lentamente sobre la hoja seca, la cantidad perfecta. La sentí componer las frases del insulto que me lanzaría después. Corté la llamada mientras ella puso a hervir el tamal de nuestra breve aventura, en mi imaginación.
LA CAZA
(Cuarta parte)
Nunca en mi vida se me habían acercado tantas hembras desconocidas trayéndome elogios. Hembras, por no decir mujeres; la noche constó de varias escenas que pudieron haber sido tomadas del canal Animal Planet:
Las leonas salen a cazar, como suelen hacer en grupo, rodean a su presa. Se acercan lentamente para atacar al animal indefenso en un salto de colmillos y garras.
Y lo que es más —me regalaron esas palabras efusivas de alabanza como si fuera responsabilidad suya—. Tenían que hacerlo o no habrían honrado mi triunfo como correspondía.
¿Cómo triunfé? ¿Qué hice para merecer sus «Bien hecho, chica», «¡Felicidades!» y «¡Mira túuuuuuuuu!»? Bailé con un hombre. Bailé, como chicle nuevo en la boca, con un hombre guapo y alto. Así gané con ellas credibilidad. Si hubiera sido nominada presidenta o logrado la paz mundial, no me habrían dado las mismas felicitaciones.
¿Pensaban que le estaba haciendo gestos toda la noche (como otra que vi) moviendo la mano, boca y lengua para ofrecerle una mamada y dejarlo indefenso? Simplemente nos habíamos gustado. Cada vez que una mujer-leona me guiñó el ojo o un tipo me levantó el pulgar desde lejos, sentí una perversa incomodidad. Quizás lo debería de haber cazado para colgar su cabeza en mi pared, entre cabezas de avestruz y cabezas de venado. Después podría haber invitado a esas casi desconocidas chismosas para que lo admiraran. Pero yo nunca he sido de tener trofeos. Prefiero a los hombres que todavía son capaces de hablar.
—Nunca encontrarás otro como él. No hay nadie mejor. —una bruja de la noche me aseguró. Qué rápido pueden entregar palabras tan fuertes. Fácil de decir. Fácil de juzgar. Fue una noche de sudor y alcohol, nada más. Ahí terminó todo: entre sábanas entrelazadas y piernas enredadas. Entre Nueva York y California. Me quedo aquí condenada a creer que nunca encontraré a otro como él. Otro amor… casi. Otro casi amor, que terminó.
LA MASA
(Quinta parte)
Preparo la masa, y me siento más amada que nunca. Harina, sal, manteca, agua, azúcar, yema, mantequilla —contemplo cada ingrediente entre mis manos—. Conozco bien cada elemento entre mis dedos. El amor entre masa de empanada chilena y mujer (chilena de corazón) se me pega debajo de las uñas. No se me quita. Tampoco me lo quiero quitar. Tengo un país conmigo. Sé bien cómo termina este proceso y el sustento que ahora mismo disfrutaré. Amo esta masa más de lo que cada hombre me amó, y no me amó, o casi me amó.
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* Eduardo Espina es poeta y ensayista uruguayo nacido en Montevideo, Uruguay, y radicado desde 1980 en Estados Unidos. Sus libros más reciente son La imaginación invisible. Antología (1982-2015). Editorial Seix Barral, 2015, el cual figuró en varias listas de los «mejores libros de año. Su otro libro The Milli Vanilli Condition: Essays on Culture in the New Millennium, fue publicado por Arte Público Press, 2015.