DETROIT
Por Mónica Carbajosa*
Mi cuarto está en el séptimo piso. Tomé esta decisión para obligarme a hacer ejercicio. Los ascensores nunca funcionan. Lo he enmoquetado con un tramo de alfombra de uno de los salones: pequeñas flores de lis color oro sobre fondo azul. Por la noche, las flores lucen como estrellas y parezco tumbado sobre el cielo. No dejaron ninguna cama, ningún colchón, pero dejaron los libros. Subo diez libros cada día.
Un conocido —él tiene otra casa— me ayudó a subir una butaca a cambio de una radio y unos cuantos cigarrillos. Leo sentado en la butaca, a veces frente a un gran espejo. Leo durante el día; durante la noche si consigo velas y fósforos. En la primera planta había hasta hace unas semanas unos altos candelabros de plata, pero los han retirado. Dejaron algunas velas por el suelo, sobre las esponjosas alfombras; las he consumido.
También se llevaron las puertas; vivo tan libre como el minotauro.
Algunas noches salgo a pasear y leo junto a una farola. Muchas farolas no funcionan. He conseguido tres linternas pero las pilas están agotadas. No se encuentran pilas por aquí.
Aprendí a leer antes de los cuatro años. Mi padre se asustó. No quería oírme leer en voz alta. Chillaba a mi madre cuando lo hacía. Ella se marchó. Llovía.
De madrugada salgo a inspeccionar las basuras y contenedores. Tengo que ir lejos. No fumo, pero si encuentro colillas largas o, muy raramente cigarrillos, los recojo para los intercambios. Tampoco bebo, sólo en ocasiones especiales. Suele ser los días de lluvia; me reciben con aplausos en el salón del piano. Dicen que soy un excelente lector, el que mejor aconseja títulos en la Librería. Están casi todos los empleados del edificio. Luego, uno, vestido con esmoquin, suelta un discurso aburrido. Yo, mientras habla, voy saludando a los amigos que han venido. Cuando me dan el premio bebo un poco de la botella. La cerraron de un día para otro. Nos despidieron a todos. El edificio entero fue abandonado, todos los pisos, toda la manzana, y pintaron de blanco los cristales de las dos primeras plantas. En una ocasión, vino uno de mis escritores preferidos y me felicitó personalmente. Quería quedarse en el edificio. Me costó echarle.
En mis paseos suelo encontrar restos de comida y sé de un sitio, aunque algo alejado, donde conseguir fruta todavía en buen estado. Si encuentro libros los subo al séptimo piso. Puedo leer en distintos idiomas.
Los días que no aguanto el hambre bajo al primer sótano y bebo una lata de tomate frito. Quedan treinta y siete latas y algunos sobres de mayonesa. Descubrí que en el último sótano hay agua corriente. En el cuarto de baño del garaje. En el lavabo. Sale un hilo de agua fría al abrir el grifo del agua caliente.
A veces, cuando estoy muy cansado, duermo en la segunda planta o en la tercera.
Por las mañanas, antes de leer, hago ejercicio y recorro el edificio. He llegado a subir hasta la última planta. Pasé el día entero. También me quedé a dormir. Las habitaciones del piso veinticinco eran las más caras. Desde los amplios ventanales se ve gran parte de la ciudad. Podría haberme tirado pero me quedan muchos libros por leer y luego tendré que releerlos. El acceso a la azotea está cerrado con puertas metálicas candadas. He probado desde todas las alas del edificio.
Hay momentos en los que reflexiono y pienso, aunque yo nunca haya visto a nadie, aunque haya casas de sobra, en la posibilidad de otro habitante. De vez en cuando escucho ruidos.
Una noche, en el salón del piano, entró alguien. Creo que era una mujer. Hice sonar las dos teclas más agudas y salió corriendo. El piano está tumbado sobre el suelo y a veces me recuesto junto a él e invento una melodía. Tienen que saber que el edificio ya está ocupado, por eso a los otros tuve que golpearlos. Quemarían los libros para calentarse. Hay otros edificios y otras casas donde vivir.
Cuando me canso de los premios y las recepciones, asisto a un baile en la sala de las columnas. Conseguí otra radio. Una mujer rusa de ojos verdes con una diadema de terciopelo rojo me dijo que a pesar de mi cojera era un excelente bailarín. Fue a los siete años. Estaba vaciando en el fregadero una de las botellas de mi padre cuando él entro en la cocina. Me hice un profundo corte en el pié. Lo curé con uno de los trapos, apretándolo mucho. La enfermera dijo que a lo mejor ni siquiera era mi padre. La enfermera no había leído ni un solo libro en sus últimos diez años. Lo dijo riéndose y se le vio como un paladar de plata. Si me enfadaba, recitaba chillando párrafos enteros de mis libros preferidos.
Ahora recorro los pasillos desiertos y las desiertas oficinas leyendo en voz alta o declamando. En ocasiones charlo con la imagen del espejo. Últimamente me ha dado por escribir. Mujer rusa de ojos verdes con diadema de terciopelo rojo; creo que es un buen título. La encuentro algunas veces al salir de la peluquería, en la segunda planta. Todavía huele bien allí. Cuando entro, leo en uno de los sillones giratorios. Pongo los pies descalzos sobre el escabel acolchado y pido que me hagan la pedicura.
Algunos días ocurre que al anochecer, cuando vuelvo a mi cuarto y me tumbo, echo de menos las puertas y pienso que tal vez esta casa sea demasiado grande para mí.
UN DÍA LUMINOSO
No parecía fácil tropezar; habían ensanchado las aceras hacía poco tiempo y las losetas eran nuevas. El chico desfilaba varios pasos por delante levantando sin dificultad las rodillas hasta casi la altura de la cadera. Movía los labios con exageración imaginando los sonidos de la inmediata batalla. En la mano derecha y apoyada la punta sobre el hombro llevaba la espada. En la izquierda —él también debía colaborar-, una bolsa de plástico de los Supermercados GAMA que se movía acompañando el ritmo pendular del brazo. Esta bolsa contenía un pequeño recipiente cuadrado de cartón con unas pocas legumbres cocidas, un catálogo de los Supermercados GAMA y otro con las ofertas (¡¡Precios nunca vistos!!) de ordenadores, pantallas de televisión, videocámaras y electrodomésticos de los hipermercados Carrefour (ambos catálogos de gran formato tabloide), un mechero de plástico amarillo, un rotulador rosa, dos yogures de limón caducados, varios puñados de octavillas publicitarias (masajes, compra-venta de oro, seguros dentales, academias de inglés, clases de informática), un tetrabrik, vacío y cuidadosamente plegado, de leche semidesnatada con aporte de calcio, una braga sucia de algodón de la talla M arrugada como un pañuelo, cuatro ejemplares del periódico gratuito 20 minutos y un folleto especial de decoración de cuarenta y siete páginas (compromiso de precio mínimo) de los centros Leroy Merlín con ofertas válidas hasta el veinte de junio.
El padre del chico caminaba detrás con dos bolsas de plástico de El Corte Inglés en una mano y otra de los Supermercados Mercadona, de mayor peso, en la derecha (un radiocaset, una grapadora metálica, una percha de madera y la pierna de plástico de una muñeca) tratando de acompasar la marcha de su hijo con la de la señora, quien remolcaba un viejo y sucio carro de la compra que no había querido ceder a pesar de que parecía la parte más pesada de la carga.
Si el chico se adelantaba demasiado, el padre le daba el alto y él, disciplinado, se detenía, se daba la vuelta y permanecía firme descansando las piernas hasta que la señora avanzaba lo suficiente como para continuar. En el primer cruce había preguntado: ¿Todavía más? No parecía una queja sino sencillamente una manera de solicitar información.
Al detenerse y volverse hacia su padre, el chico había visto cómo la señora escupía y, después, cómo se metía la mano por el escote, hurgaba y se levantaba primero un pecho y al rato con dificultad el otro. A veces había observado a su madre hacer cosas similares y sabía que se esperaba de él que no revelase nada ni señalara.
—¿Usted tiene mujer?
Lo había preguntado la señora, para quien aquel hombre era más insólito de lo que ella parecía sorprenderle a él, y esto no podía dejar de resultarle novedoso.
—Está en casa con mis otros hijos.
—¿Cómo se llama?
—Eva.
—¿Eva como la del paraíso?
—Sí, Eva, como la primera mujer.
—Hicimos bien, la liamos.
—…
—En el paraíso, digo. La liamos ¿no?
—Sí, eso dicen.
—¿Son chicos?
—¿Quiénes?
—Los otros hijos.
—Eva y yo tenemos dos varones y una niña.
—Hoy va a llover, tengan cuidado.
De momento, la mañana se correspondía exactamente con lo que él esperaba de un sábado de mediados del mes de mayo. Estaba de buen humor y se sentía optimista. En su imaginación, días así, limpios y soleados, debieron ser el Domingo de Ramos, el día de la multiplicación de los panes y los peces, el del descubrimiento de América o el día del desfile de los aliados por los Campos Elíseos. La semana pasada había discutido con su mujer sobre lo que consideraba una falta de sentido y un gasto superfluo. Dijo Dios «Haya luz», y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien y apartó Dios la luz de la oscuridad. Pero Eva afirmaba, sensible a cualquier asomo de excentricidad en su marido y basándose, como solía hacer, en lo comúnmente aceptado, lo que significaba que no había ninguna posibilidad de disentir, excepto que uno se empeñara en buscarle tres pies al gato o quisiera discutir por discutir, que la penumbra de las Iglesias y Catedrales propiciaba el recogimiento. Él había dicho que prefería ir a misa o las visitas por las mañanas, cuando el sol iluminaba las vidrieras. Eva se había detenido bruscamente en medio del crucero de la Catedral, se había dado la vuelta y había preguntado: ¿Y desde cuando, si puede saberse, tienes esas preferencias? Alguien, desde uno de los bancos de la derecha había siseado.
Lo único que le gustaba de la lluvia era la luz de los momentos inmediatamente anteriores, los mejores instantes para hacer fotografías aunque nunca hubiera logrado captar lo que veía. Esperaba, sin embargo, que la señora se equivocara.
—¿Sabe usted quién es Antoni Milano? —le preguntó a la señora con interés el padre del chico.
—…
—El presentador de televisión. Parece que todo el mundo lo conoce. ¿Qué opina de él?
—¡Ah!
—¿No ve usted la televisión?
—Es mejor hacer cualquier otra cosa.
—Hacer cualquier otra cosa. Sí, realmente cualquier otra cosa sería de mayor provecho.
El padre del chico se detuvo y cambió las bolsas de mano para alternar la de mayor peso, que ahora había pasado a la mano izquierda. Su hijo seguía desfilando, aunque el movimiento del brazo era más pausado y la espada de plástico apuntaba al suelo. La señora avanzaba lentamente, acostumbrada al ritmo que imponía su carga.
—¿Usted qué hace en vez de ver la televisión? ¿Qué es lo que le gusta hacer?
—Cuando me cuesta dormir…
La señora parecía haber olvidado lo que pretendía decir y no añadió nada más. Tal vez no recordaba la pregunta.
—¿Qué hace cuando le cuesta dormir?
—No veo la televisión. Me gusta recordar.
—¿Recordar?
—Sí, recuerdo cosas.
—¿Qué cosas? ¿Le importa que se lo pregunte? Me interesa.
—Yo tenía un bañador verde. Me quedaba un poco grande pero me gustaba. También me gustaba la figurita del pez de colores. Me la quitaron.
—¿Todavía más? —el chico había llegado al siguiente cruce y había gritado sin volverse.
—Espera ahí —le indicó su padre.
El chico dejó la bolsa en el suelo para enfundar la espada entre el pantalón y el cinturón de goma elástica. Luego se volvió, cogió la bolsa con la mano derecha y mientras esperaba comenzó a mover el brazo como el aspa de un molino haciendo dar vueltas a la bolsa tal y como solía hacer en la playa con el cubo de plástico para demostrarle a su hermana pequeña que el agua no se derramaba.
—¿Son recuerdos de cuando era usted joven? —El padre caminaba ahora a la altura de la señora, ligeramente inclinado para escuchar sus palabras que como su caminar eran lentas y las arrastraba.
—El pez no. Y ya no voy por allí por eso. Lo tenía encima de la mesa mientras comía y me lo quitaron.
—¿Quién se lo quitó?
—No lo sé. Fue mientras cogía la cuchara para comer, lo dejé sobre la mesa y me lo quitaron. Me dijeron que la próxima vez tuviera más cuidado. Ya no he vuelto. Me lo quitaron allí, estoy segura.
—Tal vez lo hayan encontrado. Puede volver y preguntar.
—Ya le he dicho que no quiero volver.
(Continua página 2 – link más abajo)
Magníficos relatos, desasosegantes como la vida misma.
¿Quién es Mónica Carbajosa?