CRÓNICA DE UNA MUERTE INVENTADA
Por Celia Corral Cañas*
[x_blockquote cite=»Gabriel García Márquez» type=»left»]Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio[/x_blockquote]
[x_blockquote cite=»Andrés Neuman» type=»left»]Destino. Profecía autocumplida que, como es lógico, el destino nos tenía preparada[/x_blockquote]
El día en que intuyó su propia muerte, Salvador Núñez se levantó a las 5:30 de la mañana, alarmado y desorientado por el sonido estridente de su teléfono móvil. La noticia fue directa y certera como un golpe en la nuca: su madre acababa de fallecer.
En el momento del aviso Salvador reaccionó con más desconcierto que tristeza, hasta que, mientras se ataba desordenadamente los botones de su camisa gris, la angustia se apoderó de él.
Su madre, maestra jubilada, era una mujer alegre y fuerte, el eje de la familia y el pilar, el techo y la ventana al mundo de su hijo Salvador. Nadie hubiera imaginado que podría morir así, de repente, con la salud tan envidiable que ella había tenido siempre. Para Salvador fue un hecho inexplicable que, pasado el duelo, lo dejó con la mirada perdida para siempre. Su padre, del que había heredado el carácter débil y enfermizo, también se quedó desarbolado y tan sólo su tía Milagritos, hermana de la difunta, respondió con llanto sincero y eficacia resolutiva al suceso.
Salvador, bajo el influjo de las circunstancias y con el temperamento melancólico que le caracterizaba, dedicó las siguientes semanas de su vida a construir su propio pozo. Un pozo profundo, lleno de pasado y de oscuridad, al que se lanzó de cabeza y en el que se encerró para siempre. Aparte de eso, todo fue miedo.
Le invadió un temor atroz a la muerte, a su propia muerte. Primero fueron las pesadillas, en las que se veía a sí mismo desapareciendo, evaporándose en silencio, aplastado contra el asfalto como una hormiga ante la pisada imprevisible de un gigante o encerrado en un ataúd, rendido ante la certeza de que de nada serviría oponer resistencia a su destino trágico. Después empezó a acusar la sensación de un dolor premonitorio en distintos órganos internos y, a pesar de desconocer por completo el mundo de la medicina, él conjeturaba que eran indicios de males irremediables, de enfermedades que crecían como flores en primavera en su interior e inundaban su desvalido bosque de naturaleza destructora. Estas impresiones infundadas se agravaron cuando tuvo la pésima idea de buscar información en Internet. Allí encontró todo tipo de hipótesis sobre diferentes opciones catastróficas que aseguraban que, efectivamente, nuestro Salvador se adentraba de manera inevitable hacia la muerte. Así que, al final, él estaba ya tan convencido de que su desenlace estaba cerca que casi podía sentir cómo se le dormían los pies y las manos, podía vislumbrar cómo la arena de su reloj expiraba grano a grano, cómo su tiempo en esta tragicomedia se terminaba. Sabía que algo terrible estaba cerca de sucederle.
Y le sucedieron, sí, problemas importantes y decisivos.
Para empezar, debido a su falta de concentración, a la tercera ausencia injustificada y al cuarto despiste imperdonable, perdió su puesto de trabajo. Desempleado, asumió que no era necesario reinsertarse en el sistema laboral, ya que en su caso, sin lugar a dudas, trabajar era una absoluta pérdida de tiempo. «Que trabaje quien tenga expectativas de futuro», se dijo y se dedicó a habitar en su propio mundo interior, en su pozo sombrío y solitario.
Así las cosas, la mujer con la que compartía ciertos momentos prohibidos de entusiasmo, la azafata rusa, madre de familia numerosa, que paraba con cierta frecuencia en la ciudad y, en concreto, en su dormitorio, no tardó ni tres encuentros en mandarle a paseo. «¿Dónde se ha visto —protestó con su acento pintoresco— un amante que ni ama ni se deja amar?» Para Salvador la ruptura supuso un gran alivio. En su situación deseaba estar solo, no le parecía ni justo ni conveniente compartir el oxígeno contaminado de su universo febril. Consideró que el hecho de que la azafata le abandonara no era sino una señal más de la deconstrucción de su vida.
Poco a poco fue cancelando todas las citas, alejándose de amigos y conocidos, ausentándose de cualquier tipo de evento social. La gente le encontraba huraño, distante, ensimismado. Había pasado ya un mes desde la muerte de su madre y dejaba de ser una excusa que justificara su actitud apática, su presencia desaliñada, su categórica desconexión. De modo que, siguiendo su voluntad, su círculo de amistades terminó por dejarle solo.
Encerrado en su burbuja, se olvidó de lavarse y de sonreír. «Todo se acaba para mí. Yo me acabo. Soy un personaje destinado a morir», meditaba despacio y convencido. Ataviado en un viejo pijama, redujo su alimentación de un modo drástico, perdió por completo el horario habitual de sus costumbres e inició una serie de pequeñas rutinas sin sentido aparente que le hacían sentirse momentáneamente mejor: abrir y cerrar siete veces la puerta antes de salir a la calle, descartar las líneas de las baldosas, rezar un padrenuestro en las horas capicúa de cada día.
Su tía Milagritos, preocupada tras asomarse al gélido pozo que su sobrino habitaba, consiguió, gracias a su enorme voluntad, persuadirle para que aceptara ir al médico. Para Salvador ese trance suponía confirmar todas las sospechas. En sus largas horas navegando por la red había encontrado todas las explicaciones que necesitaba para sostener su creencia. Había asumido su destino y prefería reconocer su caída y esperarla que intentar salvarse inútilmente. Él mismo había contemplado cómo la muerte es veloz y poderosa, había visto cómo arremete como un rayo contra los árboles más firmes del bosque. ¿Para qué intentar negar lo inevitable? ¿No era estúpido e infantil cerrar los ojos ante la realidad?
Cuando el resultado de aquellos análisis completos dictaminó que no existía problema alguno en el cuerpo enclenque de Salvador, él respondió con absoluta incredulidad. Tres doctores, tres pinchazos y tres resoluciones coincidentes después no parecieron hacer entrar en razón al pobre Salvador, que permaneció escéptico hacia la medicina y seguro de sus propias intuiciones. El último médico le instó a acudir a un especialista de la psiquiatría y Milagritos le llevó a rastras de consulta en consulta hasta que Salvador recibió la atención experta que requería.
Con el tratamiento, Salvador se tranquilizó. Dejó de invertir su tiempo en encontrar posibles enfermedades terminales en Internet, se acostumbró a pisar poco a poco las líneas de las baldosas y empezó a rezar a cualquier hora, fuera capicúa o sin capicuar. Sin embargo, su tristeza no desapareció. Parecía fatigado y no terminaba de despertar del largo letargo que la defunción de su madre le había causado. Aunque ya no se obsesionara con la misma energía, puesto que no disponía de energía alguna, seguía imaginando la proximidad de su desenlace. Se sabía a punto de morir. Ningún objetivo merecía el más mínimo esfuerzo ya. La sensación de impotencia sólo se calmaba ante sus rituales y su lista de supersticiones eclécticas y arbitrarias. Y no pudo evitar sentir una punzada de dolor en el esternón cuando decidió revisar su horóscopo y leyó: «Sagitario. Lo que estás esperando está a punto de suceder».
Hasta que un día llamaron a la puerta. Desde que se había convertido en una mala copia occidental de un hikikomori, Salvador no abría la puerta jamás, con la única excepción de las visitas de su tía Milagritos. Pero esta vez la insistencia fue tal que se decidió a abrir, más por rendimiento que por curiosidad. Al otro lado de la puerta había un señor treinta años mayor que él, con una estatura sutilmente inferior y unos rasgos muy similares a los suyos: la misma acuosidad en sus ojos, su misma mandíbula desigual y ese lunar característico sobre la aleta derecha de la nariz.
—Salvador, soy yo —se presentó.
—¿Quién?
—Yo, o sea, tú. Soy tu «yo» del futuro y tú eres mi «yo» del pasado.
—Pero eso es imposible —contestó la voz temblorosa de Salvador—. Los viajes en el tiempo son inviables desde el punto de vista de la física y…
—En tu «ahora» sí, claro. Pero en mi «ahora» todo es posible. Te sorprenderás de lo mucho que avanza la ciencia en las siguientes décadas —afirmó en un tono optimista—. Sólo he venido a decirte que existe un futuro para ti, que dejes de recrearte en tu propia desgracia, que salgas al mundo… ¡Despiértate de una vez!
Enmudecido, Salvador vio cómo su «yo» del futuro salía de la casa elegantemente, con una sonrisa satisfecha y un caminar campechano que le transmitió una confianza olvidada. Dudó por unos segundos, aún desconcertado por lo que acababa de presenciar, pero al final optó por aceptar que sí, que existía un futuro para él. Y gracias a la astuta estrategia de la tía Milagritos y al asombroso parecido y las dotes teatrales hasta ese momento desconocidas de aquel tío lejano, Salvador recuperó la ilusión.
Entusiasmado por el mundo que le rodeaba, salió a la calle sonriente y decidido, pisó las líneas de las baldosas con fingida naturalidad y, con la mirada más alegre y esperanzada de los últimos meses, cruzó la carretera hacia el futuro, sin vislumbrar el autobús que pasaba con gran rapidez en ese momento y que lo arrolló de la misma manera en que un gigante pisa a una hormiga. Murió en el acto.
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*Celia Corral Cañas (Santander, España, 1987) es licenciada en Filología Hispánica (2009), máster en Literatura Española e Hispanoamericana (2011) y doctora en Literatura Española (2015) por la Universidad de Salamanca, con una tesis doctoral sobre poesía digital en el ámbito hispánico. En la actualidad es profesora de literatura en la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca y profesora de lengua y cultura españolas para estudiantes extranjeros en la escuela Letra Hispánica. Como creadora, ha obtenido, entre otros, el tercer premio de «VII Certamen de Relato Corto del Consejo de la Mujer de Cantabria», el primer premio de Poesía del «XII Certamen de Jóvenes Creadores 2011», la mención de honor de Relatos Cortos del «XV Certamen de Jóvenes Creadores 2014», el primer premio de Relato Breve de la «33ª edición de premios José Hierro» (2014), el primer premio de Poesía de la «34ª edición de premios José Hierro» (2015) y el «III Premio Internacional de Poesía Jovellanos. El Mejor Poema del Mundo» (2016). Por último, es redactora y colaboradora del programa de radio «Ojos de oriental», un magazine emitido en radio universidad sobre sociedad y cultura asiáticas contemporáneas.