CRÓNICAS DE LA LOCA
Por Jacqueline Donado*
VESTIDO DE HOMBRE
Ahora empieza mi carrera contra la muerte. ¿Dónde están mis vestidos? El de lentejuelas con volantes de satín en tonos plateados.
«Cuando mi padre murió en el 2014 no le hicimos ceremonia alguna, incineraron su cuerpo y luego nos entregaron las cenizas. Mi hermana Eddy preparó todo para que viajáramos a Medellín a llevar las restos, pero justo antes del viaje fui hospitalizado en el pabellón psiquiátrico del Elmhurst Hospital por una crisis nerviosa. Días muy amargos», dice Oswaldo Gómez.
Oswaldo, más conocido como La Paisa y auto proclamado Miss Colombia, la Mama de Santa Claus y de los Tres Reyes Magos, también se identifica como Lady Gaga y Madonna juntas.
Pero tal vez la estampa más conocida en el mundo urbano de Nueva York es el hombre de piel blanca, alto, de ojos claros, medio calvo y larga barba teñida con esencias naturales y colorantes de alimentos. Siempre va vestido de mujer con polleras y bufandas coloridas, sombreros, carteras llamativas, medias desiguales y gigantescas tetas plásticas formadas de condones inflados. Como si fuera poco, por muchos años Oswaldo se transporta en bicicleta acompañado por su perrito Cariño, que viaja sentado en la canasta de la bici y un ave de color gris, a la que nunca se le ocurrió bautizar y que permanece inmóvil en su cabeza. No la ha pegado con goma, le es fiel, no vuela, es su estatua amiga y confidente.
Al morir su padre, Oswaldo decidió conservar, como recuerdo, la dentadura postiza de su progenitor, la depositó en la cornisa de la ventana, anexa a la escalera de incendios, allí permaneció varios días de verano bajo el inclemente sol. Sabía que la usaría para uno de sus performance, pensó en guardarla en una gaveta o en un cofre especial hasta que encontrara el momento adecuado para su show callejero.
Una noche de lluvia de verano de 2014, Oswaldo se fue caminando desde su casa en East Elmhurst, Nueva York, a la altura de la calle 85, hasta The Music Box / La Caja Musical, un bar muy tradicional gay en el área de la Roosevelt Avenue, al lado de la estación de trenes de la calle 74 en Queens. En su cartera repleta de cintas de colores, pelucas y sombreros guardaba celosamente la caja de dientes. En el trayecto Oswaldo repetia mil veces las dificultades con el casero. Era una película sin final. El contrato de arrendamiento del apartamento que compartió con su padre por más de 30 años, aparecía bajo el nombre del difunto. Tenía un pie en la calle… Oswaldo colapsó. El show nunca se presentó por temor de perder su vivienda. Enfermo y desorientado Oswaldo terminó interno en el pabellón psiquiátrico del hospital del que tantas veces huyo. Llegó al Elmhurst en ambulancia, remitido por el cuerpo de emergencia de la Policía de Nueva York.
Luego de seis semanas en el pabellón psiquiátrico del Elmhurst Hospital, Oswaldo salió a la calle como un hombre nuevo. Vestía de pantalón oscuro, chaqueta beige con botones dorados, camisa blanca impecablemente planchada y corbata rosada. Atrás quedaban los vestidos de encajes de colores fosforescentes, flores plásticas que le servían de sombrero y medias con figuras geométricas de colores. El paciente del piso nueve, más conocido como La Paisa, que en su confinamiento había convertido las sábanas de las camas de hospital en túnicas y se había estampado una cruz con tinta roja en la frente, se quería despedir de su trabajadora social y de las enfermeras como todo un caballero.
—Estoy vestido de abogado… después seré Lady Gaga —dijo Oswaldo al despedirse de las enfermeras y personal hospitalario.
Desde que se enteró de que iba a salir, Oswaldo pensó en su madre. Caritativa y bondadosa, que siempre regaló flores a las enfermeras de sus médicos y cuidó de la Capilla de la Virgen, en la iglesia de su barrio en Medellín, ciudad en donde nació y parió a sus cinco hijos.
Oswaldo no quería salir del hospital sin antes agradecer a las enfermeras y al resto del personal todas las atenciones que habían tenido con él. Aun en los momentos más difíciles de su hospitalización, en las horas de la noche cuando desesperado corría por los pasillos del pabellón psiquiátrico en busca de un halo de libertad, se enfrentó a una barrera de hombres y mujeres cariñosos, que le hablaban con gran ternura, convenciéndolo rápidamente de que regresara a su cama, y se acostara para esperar el amanecer, el sol llegaría con su brillo de esperanza para salir del encierro.
—Tráigame dos ramos de flores, los más hermosos que vendan en la bodega del coreano, la de mi amigo Kim. Uno es para María la trabajadora social y el otro, para la mesa del comedor donde se sientan todas las enfermeras —dijo Oswaldo a su hermana Eddy.
Eddy, que había sido profesora toda su vida, escuchaba los encargos de su hermano y al mismo tiempo le hablaba en un tono muy bajito, y le decía que se preparara para la salida del día siguiente. «Oswaldo, no cometas más locuras, quédate tranquilo, mira que la trabajadora social me dijo que te vas mañana. ¿Y sabes a dónde iremos?» Sin esperar respuesta alguna, la mujer seguía hablando: «de aquí saldremos directamente a la cita con tres de tus siete médicos. Ya las programé».
«Ven pronto, tempranito por la mañana que quiero salir rápido de este encierro… No se te olviden las flores… Ay, qué alegría salir de aquí, salir de aquí, que pesar con quienes se quedan encerrados en este pabellón…»
«Sí, Oswaldo, mucha calma que cualquier cosita te puede perjudicar. Una vez salgamos de aquí iremos a visitar a los médicos». En efecto horas más tarde Oswaldo iba a entrar a los consultorios de varios de sus médicos cuyas oficinas funcionan en la avenida Roosevelt, el área que le ha servido a La Paisa de escenario para sus danzas y performances callejeros.
Muy temprano en la mañana, en un lluvioso día de verano, Eddy salió a buscar las flores más bonitas que podía encontrar. Entró en la tienda de los coreanos de la avenida Broadway, cerca de su vivienda, y con paso ágil caminó por los estrechos corredores del almacén. Sin pensarlo mucho, tomó dos ramos de flores, una bolsa de dulces y otra de galletas y pagó la cuenta sin esperar por el recibo.
Sucedió todo lo que tenía que suceder cuando le dan de alta a un paciente. Oswaldo caminó erguido, sonriente, saludando como una reina que tira besos a su corte de seguidores y, al pasar las puertas de seguridad del pabellón psiquiátrico, ocurrió lo inesperado: una fila de enfermeros, barrenderos, cocineros y trabajadores del hospital lo despedían con una calle de honor. Al fondo se escuchaban los aplausos de algunos pacientes que caminaron hasta donde les era permitido y, se recostaron contra la puerta gris, fría, de hierro sólido, la que separa el mundo de los gritos desgarradores del delirio del otro mundo.
«Cómo me gustaría que lo vieran así mi mamá y mi papá», dijo Eddy al conductor que los esperaba en medio de la lluvia y las ambulancias aparcadas en la puerta principal del hospital.
«—¡Vamos, tenemos que apurarnos, vamos a la casa, me quiero cambiar de ropa, se acabó el papel de abogado, de hombre serio!», gritaba Oswaldo al conductor y a su hermana que, lloraba inconsolablemente.
Ahora empieza mi carrera contra la muerte. ¿Dónde están mis vestidos? el de lentejuelas con volantes de satín en tonos plateados. —Ese es el que quiero vestir esta tarde para la consulta con mi oncólogo.
Déjate de maricadas, yo boté todos los disfraces, pelucas y carteras… Ahora comienza una nueva vida.
* * *
Conocí a Oswaldo una tarde de verano a finales de la década de los 80. Estaba sentado en la acera de la avenida Roosevelt y la calle 80, cargaba a su perro Cariño. Recuerdo verlo vestido de mujer con sombrero y cartera multicolor. Lo saludé y le dije que me encantaría entrevistarlo. Se negó. «No doy entrevistas, a nadie». Para mi alma de reportera se despertó el desafío que sólo se cristalizó en 2006. Desde entonces hemos grabado cientos de horas de conversaciones, vídeos, sesiones fotográficas, caminatas por el vecindario que algún día lo aclamó a su paso. Recorriendo con Oswaldo las calles de Nueva York aprendí a analizar la transformación camaleónica del personaje, que a pesar de sus quebrantos físicos no se acobarda ante la sonrisa burlona de la gente. El rechazo de su propia comunidad tampoco lo acompleja, pero le incomoda, por ello aprendió a pedir permiso con anticipación cada vez que en su vecindario se celebran actos públicos. «Voy invitado, soy un complemento a la fiesta de los colombianos, dominicanos, ecuatorianos, o cualquier otra comunidad… me siento y espero… no quiero pasar por malos momentos».
En una ocasión viajé con Oswaldo y Cariño al Carnaval de Barranquilla, se nos unió desde Lima, el fotógrafo peruano Pedro Cárdenas Muñoz. Fue un gran ejercicio de trasladar a nuestro personaje de su medio ambiente y sumergirlo en un lugar bullicioso, alegre, caluroso y donde todos vestían extravagantemente, disfrazados con atuendos tradicionales o «pintas estrambóticas urbanas», parecidos al atuendo de Oswaldo en Nueva York. Hombres vestidos de mujer, con pelucas multicolores, sandalias brillantes de tacón alto, flores y muchas cintas coloridas le salían al paso a Oswaldo.
La Paisa bailó y cantó bajo el ardiente sol del Caribe colombiano, se mezcló con miles de personas danzando desenfrenadamente al son de los tambores y la flauta de millo; era otro ser más, desinhibido y alegre. Compartió no por interés mezquino, sino por la sabiduría de disfrutar cada día de su vida como sí fuera el último de su existencia.
* * *
EL VUELO DE SU VIDA
Se saboreaba sus labios carnosos, gotas del champán que bebía rodaban por la comisura de su boca y los vellos de su barba colorida se humedecían lentamente. El dulce aroma de la fina bebida se confundía con el aroma de café que las aeromozas empezaban a servir al resto de los pasajeros del avión de Avianca que lo llevaba a cumplir su sueño. Salir de Nueva York en invierno, era un lujo, más aun cuando el destino es el trópico caliente y rebosante de alegría de una fiesta mundana que iguala a las personas que se lanzan a las calles a bailar desenfrenadamente al ritmo de tambores y flautas de millo. El destino de su viaje lo mantenía despierto, aún en la madrugada de ese miércoles previo a la fiesta.
—Es que yo he conquistado al mundo, el capitán me ha enviado una bebida finísima. En el mostrador, a mi llegada al aeropuerto me dejaron pasar sin hacer fila, sin pagar exceso de equipaje, y a mi perro, a mi bella Cariño, la trataron como toda una reina, que maravilla, es que yo soy un ser de luz, reflexionaba Oswaldo, dándole vueltas a la copa de cristal que giraba entre sus dedos, buscando, jugando con los destellos de luz y el reflejo del sol en la ventanilla de la nave.
Qué encanto, qué organización, todos se apartan en una calle de honor, y a qué se debe tanta sonrisa a mi paso, será a mi porte de gran dama, o de gran señor, o a las uvas plásticas que adornan mi gorra de capitán de avión o a la pinta de Carlos Gardel con la que me visto en esta primera etapa de mi viaje. Oswaldo hablaba sin detenerse, recordaba los minutos previos al abordaje de la nave, caminaba entre la filas del gran aeropuerto que a esa hora de la madrugada empezaba a despertar del letargo de la noche fría de invierno.
Si Oswaldo supiera todas las vicisitudes del personal que participó en la coordinación de su viaje, si por un momento pensara en los otros, a lo mejor haría un brindis por ellos, con esa copa de champaña que empezaba a calentarse entre sus manos blancas, de uñas bien cuidadas. Imposible que sucediera, desconocía esa línea generosa y abordaba a quienes estaban a su alrededor con una mirada saltarina, con una sonrisa espléndida y con un estilo único que lo convertía de inmediato en un ser agradable… tal vez los primeros minutos, si no contaba chistes de mal gusto, frente a las mujeres y niños.
La limosina negra aparcó frente a la puerta principal del edificio donde vive Oswaldo, en Elmhurst, un vecindario de Queens, en la ciudad de Nueva York. A las tres de la madrugada llegó Jorge Rincón, el conductor previamente contratado, a recoger a su pasajero especial. Mañana por la mañana, a las tres hay que llevar a Oswaldo al aeropuerto Kennedy. Hay que llegar temprano, no hay que hacerlo esperar, eran las instrucciones recibidas por la secretaria de la agencia de limosinas. Impecablemente vestido, de saco y pantalón de paño de color oscuro vestía el conductor, un cartagenero que viste a la moda. Camisa blanca recién planchada y mancornas doradas, de esas que eran tan populares en la época de los años sesenta.
Oswaldo Gómez. El carnaval del mundo. Cortesía de Jacqueline Donado. Pulsa para ver el video completo
Sentado cómodamente en la silla del pasajero, Oswaldo daba órdenes a Jorge. ¡Cuidado con mi equipaje!, llevo todos los diseños de la última moda para mi viaje, y las pinturas naturales para mis cabellos y para Cariño, mi perrito, mi tacita de plata que traje un día desde el extranjero, pero qué locura, todos en Nueva York piensan que nació aquí. Que mi perra es neoyorquina… y la mamá de la perra… ¡Así me llaman algunos insolentes en la avenida Roosevelt en Queens!
Tomen asiento, abróchense los cinturones de seguridad y enderecen el espaldar de sus sillas, la única instrucción que siguió al pie de la letra Oswaldo, al momento en que escuchó al Capitán de vuelo, sabía que allí iniciaba el vuelo de su vida.
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Las presentes crónicas hacen parte del libro «Hilo de la memoria», compilado por Jacqueline Donado. Nueva York, 2015. Book Press NY, www.bookpressny.com
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* Jacqueline Donado es una escritora y periodista colombiana nacida en Barranquilla en 1963, reportera, documentalista, editora e investigadora de medios. Corresponsal de los diarios El Espectador, El tiempo y subdirectora de El Diario/La Prensa de Nueva York por once años. Articulista del New York Daily News y de la BBC de Londres. En 2006 fundó la Feria multicultural del libro de Nueva York: «New York Books Fair Expo» realizada desde entonces en el Queens Museum cada año. En sus libros y reportajes explora el mundo y los conflictos de los inmigrantes. Libros publicados: Barranquilla, la Ellis Island de Colombia (2003); Cuentos locos, por periodistas idem (Compilación de relatos), 2006; Willets Point, el jardín de las cenizas (Crónica), 2008; Newyorkinos (Relatos e historias de Nueva York), 2013; El laberinto de la muerte en NY (Reportaje), El Tiempo, Bogotá, 2014.
Saludos a la revista Cronopio por su excelso material y un abrazo infinito de cariño para Jacqueline Donado. La Loca, Oswaldo o La Paisa, es sin duda, la más articulada obsesión periodística de Jacqueline, y estoy seguro que el acopio de tanto material suyo alrededor del personaje, convertirán esta historia en otra de grandes formatos.
Es grato encontrar a Donado, y también a ese delicioso escritor dominicano José Acosta..
felicitaciones,