Especial Cortazar Cronopio

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TODOS LOS SUEÑOS EL SUEÑO

Por Gustavo Arango*

Querido Callois:
Creo que ‘L’incertitude qui vient des rêves’ cumple en un todo su promesa, anunciada en el proemio y reiterada en el epílogo. Imposible imaginar nada más vigoroso y convincente, a la vez que más libre y liviano. Probar algo sin el énfasis que acompaña a tantas demostraciones, me parece un mérito raro. Algo así como una segunda prueba por reflexión: la de que se está en presencia de un escritor cabal.

¿Una carta? ¿Una carta olvidada entre las páginas de un libro? Esto ya era demasiado. El sujeto está comiendo pollo en Brooklyn, explora los libros de la biblioteca de Cortázar en Madrid, escribe todo esto años después en un pueblo perdido llamado Oneonta, y las tres veces su suerte le parece exagerada. Era como visitar la cueva del fantasma, con sus montañas de tesoros, y tener que esforzarse y pellizcarse para seguir asombrándose.

Por eso las páginas que siguen no se referirán para nada al propósito  central de su libro, que me parece perfectamente logrado. Nacen en cambio de un malestar muy especial que me ha producido su lectura. Discrepo de la situación preliminar en la que usted se coloca (y coloca el tema de los sueños) y de las leyes del juego dialéctico que ha escogido, aceptado y padecido –—como corresponde a todo buen jugador— en el curso de su análisis del problema.

El sujeto ya había conseguido revisar los libros que consideraba claves. Había hecho hallazgos prodigiosos en otros libros de Borges, en el ‘Tristam Shandy’ de Sterne, en el ‘Ulysses’ de Joyce, en las obras completas de Lewis Carroll. Había confirmado, como Ettiemble, que los artistas suelen ser insensibles a la genialidad de sus contemporáneos: los libros dedicados por García Márquez no tenían un solo subrayado, apenas dos o tres frases de Onetti y de Carlos Fuentes llegaron a interesarle, a Octavio Paz lo denunció por robarle la idea de que Poe y Baudelaire eran la misma persona; solo Neruda y Lezama Lima lo hicieron exclamar de admiración.

Deliberadamente procede usted a eliminar de la noción de sueño todo valor simbólico (como lo entienden, cada uno a su manera, el psicoanálisis y el surrealismo). Para usted  los sueños no revelan nada, sea del pasado o del futuro, recortados de toda aura y todo prestigio, reducidos a su mera condición de imágenes y de estructuras oníricas los coloca usted en la platina para proceder  a su confrontación con el ojo que, desde la vigilia de la inteligencia, lo contempla y sopesa.

También el sujeto había aprendido a entablar relaciones más vivas, menos literarias, con los libros de Cortázar. En los pasillos del laberinto de papel había encontrado toda clase de objetos: la hoja de algún otoño, un papelito con bibliografía sobre John Keats, un dibujo, un saludo, una lista de tareas y mercado («banco, ropa, aceite, café, dentífrico, depil., papel higiénico, jabón»; leyendo aquella lista el sujeto había recordado la extrañeza que le produjo la palabra dentífrico en las primeras líneas de Rayuela, también había pensado que Cortázar se limpiaba el fundillo como cualquier ser humano).

Pues bien, en esta especie de asepsia previa del objeto, en esta deliberada negación de todo lo que origina, envuelve, sostiene y sigue a los sueños, veo yo el primer malentendido que falsea en buena medida los resultados del análisis. Porque, me temo, lo que usted está operando con los sueños —con lo que queda de ellos después de esta delimitación previa— es sobre todo una autopsia, cuando la naturaleza propia de los sueños exige una vivisección.

El arrobamiento inicial, ante la idea de tener en las manos los libros que Cortázar alguna vez tuvo en sus manos, había derivado hacia una familiaridad cercana a la convivencia. Ahí estaban las manchas de café y de sopa, los pelos que el lector entusiasta dejaba caer a su paso, la ocasional huellita dactilar hecha con sangre y hasta otro tipo de manchas que llevaban al sujeto a sospechar que Cortázar también leía en el baño.

Su libro me ha servido para aclarar cantidad de nociones sobre el tema de los sueños, precisamente porque jamás podría situarme en la situación de usted. Esto no me asegura que, a su vez, mi punto de vista le sea útil, pero en el fondo no le escribo para convencerlo de nada sino para ser leal conmigo mismo.

Pero una carta como ésa era el sueño de todo investigador literario, algo así como el clímax de una carrera académica.

Desde las primeras páginas de ‘L’incertitude qui vient des rêves’ me pareció que la simplificación que usted operaba en el concepto de lo onírico no sólo no lo aclaraba sino que al paralizarlo (por privación de su fuerza vital) lo empobrecía y mutilaba irremediablemente. Nadie, después de leerlo, puede sentirse seguro de que no ha soñado que lo leía. Tampoco yo puedo tener la certeza (certeza lógica, claro, porque de hecho la tengo) de que no estoy soñando esta carta. Ojalá la estuviera soñando; seguramente sería mucho más interesante.

La primera sensación del sujeto frente a la carta fue la de hallarse a punto de cruzar el umbral de un lugar prohibido. Venía de una familia donde le habían enseñado a respetar la privacidad de las personas —y las cartas eran una parte importante de esa privacidad—, acababa de divorciarse de una persona que había abusado de él de muchas maneras —hasta leyendo sus cartas y sus diarios—, así que ahora se hallaba ante el dilema de cerrar esa puerta o de actuar de una manera que iba contra sus principios.

Lo que me asombra en esa rápida denegación del valor simbólico de los sueños no es que usted se rehúse a sospechar un reverso de sus sueños, sino que esté tan convencido de que lo que sueña es lo único que sueña. Permítame utilizar aquí la noción de censura, con la que se ilustra a partir de Freud esa rara paradoja del inconsciente que, pronto a ceder algunos de sus valores, frena al mismo tiempo la revelación gracias a un doble mecanismo: el símbolo, cuyo sentido escapa al no especialista, y el olvido de los sueños excesivamente reveladores, olvido que se opera con el despertar y muchas veces algún tiempo después.

La lectura de los primeros párrafos de la carta lo tranquilizó. No parecía haber nada personal en ella. Era la respuesta de un lector serio a un autor a quien se tomaba en serio. Era en sí misma un nuevo tratado sobre los sueños y, por el tono inicial, era un tratado que contradecía al señor Caillois. El sujeto había pedido ‘L’incertitude qui vient des rêves’ porque su autor había incluido a Borges y a Cortázar en una famosa antología de la literatura fantástica, publicada en París por Gallimard. Después de apuntarle a libros claves, el sujeto empezaba a explorar por los alrededores. Allí estaba la carta. Aunque no tenía fecha, debió ser escrita en 1956, el año de la publicación del libro de Caillois, o muy poco después. Era larguísima, cuidadosamente mecanografiada, con subrayados enfáticos y hasta con notas de pie de página. No era posible saber si Caillois alguna vez había recibido copia de esa carta y, si la recibió, era poco probable que hubiera tenido interés en divulgarla. El sujeto ni siquiera estaba seguro de que estuviera incluida en los tres tomos de cartas de Cortázar editados por Aura Bernárdez en el 2000.

Aquí, Caillois, tiene usted que aceptar mi experiencia personal como yo y todos sus lectores aceptamos la suya. Sueños por sueños, los míos son muy diferentes de los suyos, pero igualmente válidos, y sé que están implacablemente sometidos a ese implacable mecanismo de censura cuya omisión me asombra en su análisis.(…) ¿está usted seguro de recordar todos sus sueños? Por supuesto, un olvido total es inverificable, y ni siquiera lo sospecharíamos si no nos ocurriera (aunque parece que a usted no le ocurre) que a veces asistimos al olvido de algunos sueños, pese a todos nuestros esfuerzos por apresarlos, retenerlos del lado de la vigilia, convertirlos en recuerdo.

Pero en ese momento no había manera de comprobar si la carta era inédita. El sujeto tenía la sospecha de que lo era y decidió actuar como si lo fuera. Sabía que era inútil pedir permiso para fotocopiarla. Al funcionario, aunque ahora más sonriente, le seguía gustando la palabra «No». Sabía que si trataba de tomar fotografías de la carta se arriesgaría a que lo sacaran de allí a patadas.  Sólo tenía dos opciones. La primera, la más fácil, era tratar de robarla.

… yo sé (aunque no podría «demostrarlo») que he olvidado ciertos sueños y que los he olvidado porque eran sueños claves, porque si me hubiera sido permitido recordarlos habría acabado por entender su sentido y, claro está, ese sentido habría sido insoportable (por penoso o por sublime, poco importa) para mí.  No me cabe la menor duda de que la «censura» es una estructura defensiva resultante de lo que llamaré el mundo diurno, para defendernos del mundo nocturno, o sea del reconocimiento de nuestra esencial vulnerabilidad, de la «nada sobre la cual se alza el ser» —pero no quiero derivar a la ontología, y menos heideggeriana—, esa nada que en nosotros es culpa, abandono, gratuidad total, y contra la cual luchan esos poderes diurnos que usted celebra, exalta e ilustra a lo largo de toda su obra escrita.

El invierno está lleno de chaquetas y las chaquetas están llenas de bolsillos. Así que el sujeto se las arregló para deslizar la carta en el bolsillo interior de su chaqueta y, como era la hora del almuerzo, le entregó al funcionario los libros que estaba utilizando. Le dijo que seguiría trabajando con ellos en la tarde y se marchó a recorrer las calles de esa zona de Madrid.

Me apresuro a decirle que no tengo la intención de defender la concepción freudiana de los sueños (que por lo demás es evidente para la mayoría de los que reflexionan sobre sus sueños, lo que justifica mi asombro ante la negativa de ud.) He señalado lo que creo un empobrecimiento de su noción de los sueños como nuevo preámbulo de otro reparo que, este sí, es fundamental en mi terreno si no en el suyo. Usted señala acertadamente el caso frecuente en que soñamos algo que, durante el sueño, nos parece una obra maestra —música, poesía, novela policial, descubrimiento científico, clave del universo, etc.— y que luego, analizado en la vigilia, revela su pobreza cuando no su total desatino. Pero a esta entrevisión de ciertas maravillas que resultan ser falsas, opongo yo otro orden de entrevisión que usted resueltamente niega. A veces, Caillois, muy pocas veces, para desdicha mía y de otros,  como yo, los sueños dejan filtrar algo de lo que sospecharon un Nerval y un Coleridge. La censura que los escamotea o los reduce a meros restos no es ya una censura tal como la entiende el psicoanálisis, no es siquiera una censura: yo la llamaría la incapacidad de medir, cuando despertamos, esa entrevisión de un orden en el que las posibilidades humanas se han delatado prodigiosamente por un momento, mostrando algo así como un camino hacia una realidad más esencial —menos mediatizada que la que aprehendemos— en la vigilia —una realidad que quizá sería el noúmeno, por lo menos una aproximación mucho mayor que la que nos permite la vigilia— entendiendo por esta conciencia, la percepción, la intuición y todas las facultades del hombre despierto.

Semanas después, al regresar a Oneonta —su terruño en las montañas del destierro— el sujeto pudo comprobar que, en efecto, la carta a Caillois era inédita y que, como si fuera poco, Caillois era para Cortázar quizá la persona más detestable que había conocido. Habían trabajado juntos en la Unesco, donde Cortázar era traductor y Caillois era editor de una revista. Caillois ofreció toda clase de dificultades a la difusión de la obra de Cortázar en Francia. Llegó a vetar la publicación de Rayuela por Gallimard (uno podría preguntarse si la carta tuvo algo que ver). Su cercanía con las oligarquías argentinas irritaba profundamente a Cortázar. En su correspondencia con otros, Cortázar se refiere a él con desprecio: «Los Caillois de este mundo no entenderán jamás ciertas fidelidades», «después de nueve años acaba de descubrirme».  En una ocasión llegó a decir que Caillois no sabía leer en español (lo que hace más misteriosa la carta sobre los sueños). Cuando Francisco Porrúa anunció que imprimiría diez mil ejemplares de ‘Historias de cronopios y de famas’, Cortázar le preguntó si no creía que exageraba; pero luego agregó: «Si te sobran seis o siete mil yo se los mando todos dedicados a Caillois». Algún día habría que escribir un tratado sobre el poder de los enemigos para inspirar obras maestras; porque esta carta, más allá de la reflexión sobre los sueños, es quizá una de las síntesis más completas que Cortázar escribió sobre su concepción de la vida y de la realidad. Todo parece estar en ella: las figuras y los sueños, el centro, el doble, la otredad, el lenguaje y la conciencia social; todas sus preocupaciones esenciales se dan cita en esta respuesta furiosa y apasionada.

Permítame hablarle aquí de una experiencia reciente que ilustra, creo,  esta doble referencia a las censuras de orden psicoanalítico y a las limitaciones de orden racional. En diciembre último pasé tres días en Benarés. Preparado ya por mi estancia en Bombay y Delhi, los prestigios exteriores de la India no me afectaban (no me des–centraban) tanto como a mi llegada. Me había habituado a circular plácidamente por el bazar, a traducir el sentido de ciertas sonrisas, de ciertas protestas, de ciertas súplicas. Seguía siendo un turista (sólo los periodistas presumen de conocer un país en dos meses) pero las fricciones y las tensiones iniciales habían quedado neutralizadas. En Benarés hice lo que es de práctica: vi el Ganges por la mañana, me acerqué a las piras crematorias. Exploré los templos, fotografié a los santones, reprimí la crispación moral y física que acompaña la contemplación de un niño leproso. Al tercer día volví en tren a Delhi, y en el trayecto me sentí algo enfermo y sobre todo muy fatigado, cosa explicable por lo mucho que había caminado en la ciudad. Almorcé en Delhi, y me acosté a dormir la siesta. Cuando me desperté —bruscamente disparado hacia arriba como suele suceder en estos casos— sentí que había soñado algo que, de serme posible reconstruir en detalle, me enriquecería prodigiosamente, me devolvería a un orden inconcebible en la vigilia, a un entendimiento de mí mismo y de la realidad frente al cual mi saber de hombre despierto sería lo que es un portulano por comparación con un mapa moderno.

Ahora, Caillois, sonríase: no me acuerdo del sueño. Ya ve: no tengo en la mano la menor arma para hacerme respetar por el adversario. Sólo recuerdo algo como un descenso a los infiernos de mí mismo o de la especie, una nekía en la que alguien que conozco oficiaba de Tiresias. Ese alguien, que en la vida diaria es un hombre burlón y demasiado seguro de sí mismo, se me aparecía en la visión final del sueño (tras de la cual desperté angustiado) como el símbolo mismo de una revelación que excedía todo lo imaginable. Veo su cara: por una inversión total de valores, esa cara habitualmente llena de suficiencia y de risa era una máscara atroz de dolor, una boca abierta por un llanto que lo trascendía como persona, el llanto de la máscara trágica, de Edipo o de Casandra, pero sin grandeza ni heroísmo, y de esa boca salían palabras que no recuerdo y que sin embargo se referían a él, una especie de espantosa confesión de desamparo, de miseria personal. Y esas mismas palabras, por encima o debajo de su sentido, tenían otro valor: el de mostrarme a mí la realidad tal cual es verdaderamente, convulsionando y desquiciando todo valor establecido, revertiendo y trastocando las jerarquías de la vigilia. Pero el lenguaje ya no puede explicar esto. Para mí, que no recuerdo siquiera las palabras que se decían en el sueño, lo que importa es ese desgajamiento de mí mismo, que se operó mientras soñaba, y que hizo de mi despertar una pesadilla todavía peor que la que acababa de vivir. Ver otra vez lo que me rodeaba —una cama, el cielo en la ventana, las cuatro de la tarde, los zapatos que iba a ponerme— fue durante una hora como una llaga viva, la conciencia de la mentira que me rodeaba, la mentira que era yo mismo, ése que creía y creo ser. Entiéndame: no era que los zapatos o la ventana me parecieran mentira, sino que la relación usual sujeto–objeto, yo–zapatos y yo–ventana había quedado vulnerada, desencajada. Sentía que esa relación era falsa (por insuficiente, por retórica, por lógica, por histórica, por herencia, por prejuicio, por aceptación servil) y que el sueño me había dado, si no «le lieu et la formule», por lo menos el atisbo de un orden al que quizá había accedido por un momento inalcanzable ya desde la vigilia, perdido por siempre, el brillo enceguecedor de una revelación me llegaba todavía transformado en ansiedad, en desesperación, en una sensación insoportable —¿por qué no decirlo?— de exilio.

Después, claro, me inserté otra vez en mi hueco civil, y el desarraigo de un instante fue sustituido por la vuelta a lo «normal». Las raíces del hábito recobraron su lugar y su apoyo de todos los días, de toda la vida, y así como volví de Delhi a París, así volví de esa iluminación vertiginosa a la claridad corriente de una inteligencia y una sensibilidad satisfactorias (1). [1. La coincidencia de este sueño con mi presencia ocasional en la India no debe ser entendida como una insinuación de posibles influencias del Oriente sobre nuestras limitaciones racionalistas (cosa por lo demás muy probable, pero ajena a los fines de esta carta). De todos modos, la confrontación de las categorías mentales y hasta vitales de los indios pudo contribuir, junto con el estado febril y el cansancio, a que la «apertura de las puertas» fuera excepcionalmente grande, y por eso he preferido señalar las circunstancias concretas del episodio.]

Después de la hora del almuerzo, con hambre, porque al final no había comido nada y se había dedicado a caminar frenético, tratando de resolver un problema moral, el sujeto regresó a la salita de la Fundación Juan March, le pidió al funcionario los tres libros con que había estado trabajando en la mañana, llegó al escritorio escueto, sacó con sigilo la carta del bolsillo de la chaqueta, y se dedicó a transcribirla a mano en su cuaderno, palabra por palabra, letra por letra.

Me he preguntado: ¿por qué este sueño lo he censurado, por qué lo olvidé? Por un lado no descarto que tuviera un contenido sexual, según lo entienden Freud y Adler. Pero creo que la verdad es otra: creo que en ciertos sueños lo que se llega a saber es de naturaleza tal que no puede ser aprehendido mediante las facultades de la vigilia. Así como el principio de identidad queda anulado en ciertos sueños (mi corbata es mi hermana y a la vez mi corbata), así cabe suponer que en cierto sueños tocamos «terra incognita» gracias a una liberación o una ejercitación de facultades inconscientes o a–conscientes (¿qué otra palabra puedo usar?) y que el conocimiento que nos dan algunos sueños se pierde al despertar por razones análogas al hecho de que no podamos oír sonidos que oyen los perros u oler lo que huelen los ciervos. A esto puede objetarse que en los sueños no puede haber «conocimiento» puesto que no existe un objeto a conocer, sino un mero sujeto que se desdobla y se proyecta en parte como objeto. Pero la especulación pura no hace otra cosa en la vigilia, y con resultados que sería superfluo comentar. Me atrevo de paso a sentar esta hipótesis de trabajo: el sueño es el contenido de la vigilia propuesto en forma de recuerdo a un mecanismo diferente de aprehensión. Si en verdad hay en el plano profundo una virtualidad «pre–adamita», por decir así, y hasta un inconsciente colectivo como lo quiere Jung, el aflojamiento de la tiranía racional, implacable en la vigilia, liberaría en el sueño una mentalidad prelógica o para–lógica (y también los sentimientos de la vigilia cederían terreno a una afectividad más primordial y menos condicionada, etc.); así el contenido de la vigilia, en forma  de recuerdo, sería aprehendido por las estructuras vigentes en el sueño, y sufriría una interpretación por completo distinta de la diurna. Mi madre, que de día es lo que la vigilia ha hecho de ella para mí, puede ser en mis sueños todo lo que las censuras sociales, morales o intelectuales han recortado y suprimido de su imagen «oficial». Y por eso puede ocurrir que yo mate a mi madre en sueños o que la vea con una blusa que (buscando bien), se averiguará que usaba cuando yo era un niño de pecho y vivía en contacto íntimo con su piel y sus ropas.

Se le ocurrían tantas cosas mientras transcribía, pero debía evitar el vuelo del pensamiento y aplicarse a su tarea como un monje medieval.

No vaya a creer, Caillois, que todo lo anterior es taxativo y que incurro en la puerilidad de creer que más sabemos soñando que despiertos. Puesto que olvidamos, ¿de qué sirve ese saber, si realmente se trata de un saber? Adán mira en vano hacia atrás. Lo que cuenta hora es el arado, la mortalidad, la faena de todos los días. Creo que los surrealistas han dicho muchos desatinos acerca del valor de los sueños. Y sin embargo estaban y están en el buen camino al «trabajar» los sueños, al incitarse a anotarlos. A narrarlos, a perfeccionar las técnicas de captura de esos peces sigilosos. Porque los sueños son mensajes, aunque el suyo no sea el mensaje que esperan aquellos que buscan «interpretarlos». Los mensajes de ese «doppelgänger» que nuestra hipertrofia racional ha relegado a las zonas más oscuras, a un Niebeland donde las formas primordiales, los recuerdos de la raza, los contactos por la base, los instintos atrofiados, alientan y sobreviven penosamente. Zeus, la razón ha derrotado a los titanes, las fuerzas elementales, y los ha sumido en lo más hondo de la tierra. ¿Por qué, Caillois, bajamos tantas noches a visitar a esos monstruos aherrojados e impotentes? La victoria de Zeus nos ha dado nuestra civilización y nuestra cultura. ¿Por qué visitamos las prisiones? ¿No sería que el «homosapiens» tiene una conciencia vergonzosa de la parcelación que ha operado en una totalidad que podría reconciliarlo consigo mismo y con el cosmos?

Ahí estaba de nuevo, la conciencia religiosa, esa sombra poderosa en la obra de Cortázar, de Borges, de Onetti, de García Márquez; esas búsquedas que los críticos se negaban a apreciar y que los mismos autores se avergonzaban de llamar por su nombre. Tal vez en siglos remotos Cortázar y los otros sean reconocidos como los padres de una iglesia imaginable. Todos curitas de pueblo disfrazados de ateos. Pero en el siglo de lo secular tenían que defenderse a toda costa de ser llevados a la hoguera por la peor herejía: la de tener una conciencia religiosa.

Repito que no me proclamo campeón del irracionalismo. Lo que me repele es cierta hipótesis de trabajo del Occidente, según la cual un conocimiento sólo es posible por la vía real de la razón —con sus corolarios de orden, lucidez, equilibrio lógico, axiólogico y hasta ético y metafísico!—, y que se niega a aceptar los misteriosos pero innegables tributos que llegan de la otra orilla en forma de sueños, de creación poética, de azar, de productos imaginarios y aun aberrantes, pero cuya calidad de fermento, levadura, es la única que puede utilizar la inteligencia pura y recordarle que detrás de todo telescopio hay un ojo enamorado, y detrás de toda dialéctica un sentimiento que la informa, la deforma o la transforma… Qué quiere usted, Caillois, frente a oscuras, inciertas y quizá engañosas experiencias oníricas en que abunda mi vida, no puedo más que sentir que la realidad tal como a usted le gusta postularla y ceñirla es un pobre insuficiente remedo  de una realidad, que me cuidaré de llamar perdida, porque no creo que jamás haya sido nuestra. Más bien pienso de esa realidad lo que Rilke de Dios: que no está en el principio ni en el fin del hombre, y que éste no ha hecho más que asomarse precariamente a ella pasando por las etapas del pensamiento prelógico y del racionalismo. Igualmente parciales, igualmente imperfectos, igualmente incompletos. Cada vez que un sueño como el de Delhi entreabre por un instante las puertas y me permite atisbar esa inmensa extensión desconocida, inconcebible, que me aterra y me atrae a la vez, que quizá reconozco, y quizá descubro para olvidarla finalmente con el despertar, me asalta el mismo dolido sentimiento que tiñe el final de esta carta, y creo que la actitud que usted defiende en su libro y la que yo he tratado de apoyar aquí son aproximaciones igualmente superficiales, análisis de epifenómenos, meros preludios a cierta unidad profunda todavía ajena al hombre, y en la que los poderes humanos que permiten el sueño y la vigilia no serían polarizaciones inconciliables, sino ese anverso y ese reverso que se resuelven en una misma medalla.

El sujeto suspiró antes de transcribir el último párrafo de la carta. No le sorprendió que quedara apenas el tiempo justo para terminar su tarea, antes de que el funcionario empezara a acosarlo con tosecitas y acercamientos. Sólo en ese momento se permitió el lujo de sentir el dolor en la mano y todo el brazo hasta el cuello y el lado derecho de la cara. Incapaz de escribir y concentrarse por varios días, se concedería unas pequeñas vacaciones antes de las últimas visitas a la biblioteca de Cortázar. Tal vez, después de todo, aprovecharía las ofertas disponibles para conocer Italia. Empezaba a preguntarse si se justificaba seguir viniendo a la biblioteca, si aún era posible esperar nuevos hallazgos.

Esa unidad del hombre consigo mismo se anuncia ya en las relaciones inevitables del sueño y la vigilia. Todo aquel que vive bien despierto sueña mucho, tiene una carga onírica particularmente densa. ¿Por qué no creer, entonces, que la relación recíproca es también válida, y que hace falta soñar mucho —es decir, aceptar y asumir los sueños—para vivir cada vez más despierto? Me acuerdo de un  bello, enigmático verso de John Keats: ‘And he’s awake who thinks himself asleep’. Creo que el hombre debería ir al encuentro de su doble nocturno, desterrado y perseguido, para traerlo fraternalmente de la mano, algún día, y hacerle franquear a su lado las puertas de la ciudad.
Su amigo,
Julio Cortázar

Próxima entrega: Un texto muy inédito.
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* Gustavo Arango es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad del Estado de Nueva York, sede Oneonta. Es Comunicador Social de la UPB y recibió los títulos de Master of Arts y PhD  en Literatura de la Universidad de Rutgers (New Jersey). Es autor de varios libros de cuentos y novelas, entre ellas El país de los árboles locos y El origen del mundo, finalista del Premio Herralde 2007. Como periodista, fue editor del suplemento Dominical del diario El Universal de Cartagena y recibió el Premio Simón Bolívar en 1992. Ha publicado varias recopilaciones de sus crónicas y artículos de opinión, así como los libros de investigación periodística Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal y Un tal Cortázar.

3 COMENTARIOS

  1. Este especial estuvo sencillamente impresionante. El texto inédito será una primicia mundial.

  2. Ya lo leí. Me gustó. Es formalmente innovador y revelador en sus adentros. Cortazar, aun despues de muerto, no deja de crecer en la memoria de sus lectores.Felicidades profesor Arango.

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