Especial Cortazar Cronopio

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Cortazar

SILVIA O LA POESÍA

Por Carlos Mario Aguirre Morales*

Si en cuentos como «Los venenos» o «Final del juego» puede decirse que Cortázar esbozó un breve estudio sobre la infancia y el amor desde la visión de personajes-niños, en «Silvia» el autor retoma dicha temática (sobre todo la de la infancia), pero esta vez desde el filtro de la mirada adulta. En efecto, «Silvia» puede también entenderse como un ensayo sobre la literatura y el arte, escrito en clave de cuento, donde la tesis y el aparato argumentativo que la sostiene se diluyen entre las líneas de un argumento sólido sobre la que identificamos aquí como una de las grandes obsesiones de Cortázar: la pérdida de la infancia y la dicotomía niñez/vida adulta.
A simple vista, se trata de uno de los textos del autor argentino más fáciles de resumir: es la historia fantástica de un hombre soltero capaz de ver a la amiga imaginaria de los hijos de sus mejores amigos, situación que recrudece su soledad, por cuanto su capacidad para captar el mundo como lo hacen los niños lo desvincula de la dinámica racionalista de la vida adulta, de las charlas académicas y pedantes sobre la literatura, de las exhibiciones de inteligencia y erudición propias de las reuniones entre intelectuales de clase alta.

Así planteado, el relato no parece ofrecer dificultad alguna: la línea que separa esos dos mundos (los niños/ los adultos) es una línea definida, cortante: para los grandes, poseedores de la verdad, «Hay que oírlos [a los niños] como quien oye llover (…) o es la locura» (Cortázar, 2007, p. 331). Silvia es para ellos una «invención», la fantasía de un niño «mitómano», un juego molesto sobre el cual los niños vuelven una y otra vez hasta exasperarlos. Para los niños, en cambio, la existencia de Silvia no tiene nada que ver con la imaginación, ni ella es un ser extraordinario al que ellos invoquen para que los acompañe en sus aventuras ―palabra que, dentro del ámbito del cuento, es más adecuada que la palabra «juegos»―. Silvia no es más que una amiga, una especie de niñera adolescente que de cuando en cuando juega con los pequeños y se encarga de atenderlos cuando se lastiman o de acompañarlos al baño. De la misma manera que para los adultos los niños son mitómanos, para los niños los adultos son tontos.

La narración en primera persona opera entonces como un testimonio que les da a los niños la razón y perfila a los adultos como seres insensibles, ciegos ante la realidad de sus hijos y más preocupados por hablar y comer y divertirse entre sí, que por jugar con ellos o tomarlos en serio. Aunque el narrador, como puede leerse en uno de los diálogos, se llama Fernando, se identifica con Cortázar, cuando, en la página 329, alude a su propio cuento «El ídolo de las Cícladas». Tal referencia, a pesar de su relevancia (puesto que es la clave para comprender que el autor está planteando en el relato una idea personal sobre el quehacer literario) es poco importante frente al complejo juego de alusiones que recorre el texto de principio a fin.

De hecho, el narrador no se conforma con dar a entender que la charla de los grandes es pesada y tediosa y carente por completo de esa naturalidad con que los niños viajan en sus juegos a la época de los indígenas: este narrador despliega su conocimiento vasto sobre autores, grupos literarios y movimientos artísticos con el objetivo, primero, de imprimirle realismo a la muy culta velada de los personajes; segundo, de homenajear a los autores ―amigos de Cortázar― del siempre mal llamado boom (Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti, además del pintor Julio Silva); y, tercero, de establecer una postura crítica frente a la literatura «realista»: en efecto, todas las referencias que presenta el texto acerca de autores franceses (Jean Pierre Faye, Phillipe Sollers, Francis Ponge, Jean Tardieu, Jaques Roubaud y Hector Malot), y de grupos y revistas literarias (Invençao y Tel Quel), tienen que ver, en mayor o menor medida, con tendencias literarias que perseguían «lo concreto», la vinculación de la literatura con la historia, el estudio de la palabra en todas sus dimensiones y el acercamiento al mundo «tal cual es», pertenecientes a movimientos como «La poesía concreta» en los años 50 y la «noveau roman» en los 60.

Así, pues, Cortázar plantea otra dicotomía en el cuento (la de las «vanguardias» europea y americana) para aludir a dos obligaciones fundamentales de la profesión del escritor: por un lado, la de conocer a fondo la historia de la literatura y elaborar, en consecuencia, una postura crítica y una ética personal frente a corrientes, autores y obras; y, por otro lado, la de cultivar una cierta sensibilidad frente al mundo y sus múltiples manifestaciones. No se está queriendo decir con ello que Cortázar haya querido proponer en «Silvia» el «perfil del buen escritor», un paradigma para las generaciones futuras de escritores. La suya, aunque es una postura no precisamente modesta, es sí una postura individual: el narrador de «Silvia» es una suerte de autorretrato. En él coexisten el Cortázar culto y erudito con el Cortázar dado a la soledad pero capaz de pasar ratos amenos con sus amigos; el Cortázar soltero y sin hijos con el Cortázar abierto al entendimiento con los niños e identificado con su particular visión de las cosas.

Una escena bastante simbólica del relato, que consigue ilustrar lo anterior, es aquella en que Fernando les confiesa a los niños haber visto a Silvia. «Yo no soy como ellos», les asegura para hacerles entender que no comparte la tontería de los adultos. Entonces Graciela, la niña más conversadora del grupo, se acerca y le pone un pensamiento en la mano. Ya en otros textos se ha observado el aspecto ceremonial que tienen las flores en los cuentos de Cortázar (piénsese en el jazmín que destruye el niño de «Los venenos» o en el cuento titulado «Una flor amarilla»); aquí, el regalo de una flor de tan representativo nombre no puede tener una interpretación más obvia.

Sin embargo, el principal elemento simbólico que el autor ha planeado para su cuento es mucho más ambicioso y se concentra en la figura de la muchacha «imaginaria» (valgan las comillas) que se encarga de los niños: se trata de un ser ficticio ―lo cual significa «creado», mas no necesariamente «irreal»: Silvia es una realidad paralela a la realidad convencional― que goza de una casi total independencia de su o sus creadores (Álvaro y los demás niños, quienes aseguran que Silvia «viene cuando quiere») y que se materializa ante el narrador como un objeto de deseo inalcanzable, visión que posteriormente lo obligará «a escribir lo que escribo con una absurda esperanza de conjuro, de dulce gólem de palabras» (p. 325). Una vez reunidas tales características, Silvia viene a configurar el símbolo de la literatura misma ―o de la obra literaria, si se quiere― que existe y a la vez no existe, que es inventada pero al mismo tiempo determina a quien la inventa, que es entendida y vivida por unos (aquellos que todavía se atreven a escapar del mundo sin huir del mismo, como los niños) e ignorada por otros a pesar de tenerla frente a sus ojos. Silvia es como la poesía, que sólo vive cuando se tiene la voluntad de creer en ella y que muere cuando sus fieles se entregan a otros oficios, los de la razón y la realidad.

En ello consiste la tragedia de este cuento. Los niños, obligados a viajar a donde lo harán sus padres, tal como ocurre con otras tantas imposiciones de los mayores sobre los pequeños del mundo entero, no podrán jamás volver a ser esa unidad que hacía posible la existencia de Silvia: «Silvia era los cuatro, Silvia era cuando estaban los cuatro y yo sabía que jamás volverían a encontrarse» (p.336). La infancia ha llegado a su fin y el lector comprende que para Graciela, Lolita, Álvaro y Renaud (adultos) Silvia no conseguirá ser tan siquiera un recuerdo. Los juegos de los hijos que tengan los aturdirán (tal como les ocurría a sus propios padres) y diversiones simples como las adivinanzas ―eso es lo que le ocurre a Graciela en las últimas líneas― les parecerán algo «sonso».

Como se sabe, la fatalidad de lo real triunfa siempre sobre la poesía de lo fantástico en los escritos de Cortázar, pero también hay siempre una grieta por donde se filtra la luz: Silvia regresará a la vida siempre que exista la necesidad de escribir, cada vez que se abra la posibilidad de llenar la soledad del mundo con la realidad del arte. Simplemente (aunque este adverbio signifique lo contrario de lo que parece) hay que atreverse a ser niños otra vez.

Entrevista a Julio Cortázar en Paris. Clic para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=DmHg5BaDtGo[/youtube]
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* Carlos M. Aguirre es estudiante de Letras: Filología Hispánica, Universidad de Antioquia. Autor de Los pasos de la furia (2009), Editorial Universidad de Antioquia. Silvia es un relato que hace parte de: Cortázar, Julio (2007) Cuentos completos/2. Buenos Aires, Punto de Lectura. 622 p. Correo-e: elhijodelvampiro@gmail.com

1 COMENTARIO

  1. Carlos Mario Aguirre, se perfila, como siempre, a través de cada uno de sus escritos, con su lenguaje directo, puntual y exacto, como algo un poco más llamativo que una promesa de la literatura colombiana; logra, con adjetivos precisos plantear (rescatar) tanto planteamientos conceptuales como elementos estéticos de los escritos de Cortázar, lo que no nace ni de una primera lectura ni de una lectura improvisada del Cronopio mayor, sino, de una lectura atenta, pausada, analítica e introspectiva. Deja ver, a través de sus escritos la experiencia adquirida por evidentes años de lecturas y una formación académico-literaria que le proporciona elementos retóricos y estilísticos para hablar-escribir con soltura y propiedad sobre un tema y un escritor tan polémicamente reseñado.
    Escribir sobre Cortázar, y sobre lo que Carlos Aguirre escribe sobre Cortázar es una tarea un tanto complicada, abarcaría páginas enteras, primero, rescatando las cualidades estilísticas, la precisión y sutiliza de Carlos para desenvolverse con el lenguaje (con ejemplos contundentes, claro está), segundo, por la magnitud conceptual, metafórica y metafísica que se esconden en las líneas de Cortázar, por lo que a grandes rasgos solo se podría decir que Carlos Mario es ágil y eficiente en cuando a escribir sobre Cortázar se refiere.

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