Especial Cortazar Cronopio

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RAYUELA, LA MAGA Y LA NOSTALGIA DE LOS SESENTA

Por Elmer Ernesto Alcántara*

Vista desde nuestros días, la década de los sesenta parece una época lejanísima, de otro siglo, quizá de nuestros padres o abuelos, pero que nada tiene que ver con nosotros y con el mudo presente. Esta década, sin embargo, es considerada como una de las más interesantes, emotivas, revolucionarias y cautivantes de la historia humana reciente y definitivamente como una que ayudó a configurar el rostro del mundo actual. Si recordamos bien, los sesenta están apenas a quince años del fin de la Segunda Guerra Mundial que asoló Europa y la dejó en la ruina económica y además dividida en dos grandes bloques: Europa occidental y Europa del este.

Los Estados Unidos a su vez, salieron como los grandes vencedores de ésa gran guerra; su economía se robusteció y se convirtió en el país más fuerte y poderoso del planeta (no sólo económica sino también militarmente). Y como consecuencia de ello, el centro del mundo (sobre todo el económico–político, aunque no tanto el cultural), que hasta entonces había estado en Europa, se desplazó hacia Norteamérica que se constituyó en el paradigma y líder del mundo occidental.

Los sesenta tuvieron una constante política: los Estados Unidos, que con los principales países del mundo occidental conformó la OTAN, trataba de imponer la democracia liberal y la economía de mercado en todos los países de su influencia. Y la URSS, líder de los países de Europa del este con quienes conformó el Pacto de Varsovia (la contraparte de la OTAN), trataba de expandir el comunismo por el mundo. Dos grandes bloques (militares y económicos) enemigos en polarización constante que luchaban por la hegemonía mundial, y que por lo mismo propiciaron y llevaron adelante uno de los acontecimientos que marcaron esa década: el momento más crítico que alcanzó la Guerra Fría entre los dos bloques cuando en octubre de 1962, el mundo estuvo al borde de la tercera guerra mundial a propósito de los misiles rusos en Cuba.

Pero no solamente la vieja Europa y la nueva potencia mundial vivían cambios y transformaciones en su sociedad, en la década de los sesenta; desde la lejana China de Mao llegaban noticias de su Revolución Cultural y casi todos los países de África alcanzaban su independencia por esos años. En los países de Latinoamérica, por su lado, proliferaban las dictaduras militares que en su afán de contener los avances del comunismo o de propiciarlo, avasallaron derechos ciudadanos, cometieron graves crímenes, sobre–endeudaron a sus países y arruinaron sus economías.
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Ese era, a grandes rasgos, el contexto económico y político mundial de los sesenta. Pero no solamente en esos contextos había grandes acontecimientos, por supuesto. En abril de 1962, por ejemplo, el ruso Yuri Gagarin, en la cápsula espacial Vostok 1 dio una vuelta entera a la Tierra convirtiéndose así en el primer hombre en el espacio. En febrero de 1966 el vehículo espacial soviético Luna 9 se posó ligeramente sobre la superficie lunar, y finalmente el 21 de julio de 1969 el hombre llegó a la Luna cuando los astronautas norteamericanos Neil Armstrong y Edwin Aldrin, alunizaron. Este era el ambiente de los años sesenta; la atmósfera en la que estaban creciendo las generaciones que nacieron en los cuarenta y que durante su niñez vivieron de cerca, o desde lejos, oyeron hablar de lo que para el mundo había sido esa gran guerra que mató millones, que devastó pueblos enteros. Generaciones que crecieron escuchando sobre las atrocidades de Hitler y los nazis; de cómo en un solo segundo, con una sola bomba, el hombre mató a millones de hombres de una sola vez en la atroz Hiroshima. Además de eso, el país más poderoso del mundo estaba ahora enfrascado en una guerra estúpida y brutal con Vietnam que no sólo mataba vietnamitas sino miles de jóvenes americanos y de paso se llevaba millones de millones de los impuestos de los contribuyentes. Es en este caldo de cultivo que nacieron y florecieron los movimientos juveniles, contraculturales, de protesta, de liberación, que buscaban transformar la mentalidad del mundo occidental primero y del mundo entero después para siempre.

Porque los acontecimientos de cambio mental de los que me quiero ocupar en esta reseña, se dieron principalmente (se podría decir que exclusivamente) en el mundo occidental y, más específicamente, en los jóvenes del mundo occidental. Había que transformar el mundo y transformar al hombre; para el decepcionado y a la vez soñador espíritu de las nuevas generaciones, occidente estaba caduco, decadente, podrido: Las nuevas generaciones querían otra cosa, un mundo nuevo y un hombre nuevo… y responden entonces con rock and roll, con la revolución sexual, con la revolución femenina, con el hippismo, y las drogas, y el blue jean, y la minifalda; que fueron los símbolos de esa época. En Estados Unidos les llamaban «los hijos de las flores» y protestaban contra la guerra de Vietnam; organizaron el Woodstock 69, el concierto de rock por la paz convocado en una pequeña granja del estado de New York, donde se esperaba 40.000 y llegaron casi medio millón de hippies y jóvenes de todos los rincones de Estados Unidos. Su lema era «haz el amor y no la guerra» y cantaron y bailaron y se drogaron por varios días, pero no hubo disturbios ni vandalismo. El «París, mayo del 68» también es un hecho emblemático de la época, pues los jóvenes y obreros franceses tuvieron en jaque a su gobierno con varios días de protestas contra el establishment en las calles de París bajo el lema «sé realista, pide lo imposible». En Latinoamérica por su parte el legendario Che Guevara se volvía un ícono mundial de romanticismo y un paradigma de luchador por la causa humana e inspiraba revoluciones en todo el continente.

Pero en Latinoamérica, además, se daba otro fenómeno interesantísimo, más allá de dictaduras y revoluciones: el fenómeno literario del Boom de la novela latinoamericana. Entre sus representantes más eminentes tenemos a Mario Vargas Llosa (de Perú), Gabriel García Márquez (de Colombia), Carlos Fuentes (de México) y Julio Cortázar (de Argentina), quienes revolucionaron la novela latinoamericana y la colocaron en un primer plano mundial.
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De todas las novelas que produjeron, hay una en especial que se volvió novela de culto para los jóvenes de esa época (sigue siéndolo, para todo aquel que ame la literatura) y era leída con devoción: se trata de Rayuela, de Julio Cortázar, publicada en 1963.

Y no es que en Rayuela tengamos de protagonista o héroe a un hippie de pelo largo que fuma marihuana, escucha rock and roll y protesta en las calles contra las guerras, las dictaduras, las diferencias raciales, o proclama la libertad sexual. En Rayuela el (anti) héroe es Horacio Oliveira, un argentino cuarentón que a finales de los cincuenta (en 1959 específicamente), a topetones existenciales se busca en París: «había empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche». Se cuestiona con furor suicida, se mira al espejo con la profunda sospecha de que ahí no está, pero solo. La cosa para él no era en grupo ni contra poderes como el Estado, o el sistema político-económico. La cosa para él era personal, existencial, metafísica.

Oliveira era un solitario: «No se puede querer lo que quiero, y en la forma en que lo quiero, y de yapa compartir la vida con los otros. Había que saber estar solo y que tanto querer hiciera su obra». Era un buscador: «Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas». Él quería algo así como desnudarse de su espíritu occidental, sacudirse de su herencia cultural, de eso que muchos llaman «la segunda naturaleza» y renacer transformado, «tirarse en sí mismo con tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro». Atrapado en los límites de una mente que no estaba segura ni de la realidad, Oliveira manotea en sus «ríos metafísicos». «Esta realidad no es ninguna garantía para vos o para nadie […]. El solo hecho de que vos estés a mi izquierda y yo a tu derecha hace de la realidad por lo menos dos realidades, y conste que no quiero ir a lo profundo y señalarte que voz y yo somos dos entes absolutamente incomunicados entre sí salvo por medio de los sentidos y la palabra, cosas de las que hay que desconfiar si uno es serio».

Por lo demás, si vamos a las cosas prácticas, Oliveira no tiene trabajo y es en realidad un vago. Hay unas poquísimas palabras en toda la novela que aluden a que era algo así como escultor (hacía estructuras y armazones de tipo artístico con alambres que encontraba en la calle y que luego pintaba). Vivía en cuartuchos del Barrio Latino; recorría, cigarro en mano, las calles y los cafés de París; se reunía con amigos, en su mayoría latinoamericanos y casi todos con alguna afición artística (eran en realidad bastante cultos y leídos), con quienes conformaba «El club de la serpiente».

Tenían largas conversaciones sobre muchas cosas, mientras tomaban licores baratos y escuchaban jazz en alguna buhardilla de París: arte, metafísica, literatura, el mundo, el hombre… Discutían sobre las teorías de Morelli, un escritor (que existe sólo en la novela) a quien admiraban porque buscaba otra cosa con su literatura y hablaba de anti-novela y anti-literatura. Morelli decía cosas como: «Tomar de la literatura eso que es puente vivo de hombre a hombre, y que el tratado o el ensayo sólo permite entre especialistas. Una narrativa que no sea pretexto para la transmisión de un ´mensaje´ (no hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje, así como el amor es el que ama); una narrativa que actúe como coagulante de vivencias, como un catalizador de nociones confusas y mal entendidas».

Pero al margen de las discusiones filosóficas, metafísicas, existenciales en las que se enfrascaban por horas y a veces noches enteras los miembros del Club de la serpiente; quien destacaba entre ellos, aunque no precisamente por sus inteligentísimos aportes a las discusiones, era la Maga, que no entendía nada; que quería saber pero que no entendía: «Anda a tropezones con el mundo. Gracias a lo cual […] es absolutamente perfecta en su manera de denunciar la falsa perfección de los demás» dice Oliveira en una ocasión refiriéndose a ella. Porque ella parecía acceder al conocimiento de otra manera, por otros medios: «No era en su cabeza donde tenía el centro».
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Los miembros el club, hombres y mujeres, consideraban que la Maga estaba como del otro lado, viviendo, sin saberlo, esa vida de la que ellos sólo hablaban y que no necesitaba entender nada porque ella lo estaba viviendo. Al no tener la cabeza «en el centro», la Maga no necesitaba racionalizar nada primero, ella vivía solamente. Ella se movía por el mundo obedeciendo otras leyes, no lógicas, no racionales, poéticas; y era quizá por ese medio —la poesía— que ella accedía a ese conocimiento al que ellos se afanaban en acceder racionalizando, «cierra los ojos y da en el blanco», decían los del club. La Maga era poesía en movimiento. Por lo demás, lo que sabemos de ella en el terreno práctico, es que era uruguaya, que se llamaba Lucía, que tenía un hijo llamado Rocamadour; que Oliveira la conoció en una calle de París, y que se enamoraron y se amaron sin compromisos ni ataduras en calles, hoteles y buhardillas por las que andaban sin buscarse pero andaban para encontrase… porque ellos no se daban citas precisas: «La gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico».

Ellos se amaban de otra manera y cuando Oliveira no la encontraba entonces le decía en silencio: «Oh mi amor, te extraño, me dolés en la piel, en la garganta, cada vez que respiro es como si el vacío me entrara en mi pecho donde ya no estás». O, como todo amante que de verdad quiere hacerse uno con el ser amado, le decía: «Ah, déjame entrar, déjame ver algún día como ven tus ojos» , o: «para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos» o fantaseaba cuando le daba un beso: «Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja».

Se amaron hasta encontrarse en lo más íntimo y precario de sus seres: «Sólo esa vez, excentrado […], vejó a la Maga en una larga noche de la que poco hablaron luego… la dobló y la usó como a una adolescente, la conoció y le exigió las servidumbres de la más triste puta, la magnificó a constelación, la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beber el semen que corre por la boca como el desafío al Logos, le chupó la sombra del vientre y de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a la mujer, la exasperó con la piel y pelo y baba y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza magnífica, la tiró contra una almohada y una sábana y la sintió llorar de felicidad contra su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la noche del cuarto y del hotel.»

Oliveira y la Maga se conocieron, se amaron y finalmente se separaron: «Anduvieron y anduvieron por un París mirando cosas, dejando que ocurriera lo que tenía que ocurrir, queriéndose y peleándose y todo esto al margen de las noticias de los diarios, de las obligaciones de familia y de cualquier forma de gravamen fiscal o moral». Oliveira regresó a Buenos Aires (fue deportado porque era ilegal) y la Maga se quedó en París. En Buenos Aires trabajó en los oficios más peculiares y no cesaba su batalla existencial, y empezó a extrañar mucho a la Maga.
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El final de la novela es abierto, tenemos a un Oliveira que en una suerte de crisis existencial, se encierra en un cuarto del manicomio donde trabajaba con sus viejos amigos Traveler y Talita y no quiere salir; desde allí se asoma por la ventana y ve que desde abajo lo invitaban a bajar, o a abrir la puerta para dejarlos entrar (estaban preocupados por él y querían ayudarlo pues lo querían de verdad). Oliveira mira el patio donde estaban sus amigos desde la ventana (había una rayuela dibujada ahí) y simplemente piensa que sería tan fácil dejarse caer y «paf, se acabó». Muchos interpretan este final como que Oliveira se suicida, muchos otros creemos que no; que su crisis es un tocar fondo, un llegar al límite (él mismo decía: «mis peligros son sólo metafísicos») para luego seguir. Oliveira no se mata porque en el fondo amaba la vida y porque al margen de todo él tenía un buen concepto de sí mismo.

Oliveira siempre había buscado su kibbutz, teniendo en la figura del kibbutz la idea de un espacio al que uno llega reconciliado consigo mismo, lejos ya de contradicciones interiores, a salvo de los «ríos metafísicos», en armonía con uno mismo y con el entorno. Una lejana noche de París Oliveira se pensaba así mismo así: «Aprovechar la refrigeración nocturna para sentir lúcidamente, con la precisión descarnada del sistema de estrellas sobre su cabeza, que su búsqueda incierta [de su kibbutz] era un fracaso y que a lo mejor en eso precisamente estaba la victoria. Primero por ser digno de él (a sus horas Oliveira tenía un buen concepto de sí mismo como espécimen humano), por ser la búsqueda de un kibbutz desesperadamente lejano, ciudadela sólo alcanzable con armas fabulosas, no con el alma de Occidente, con el espíritu, esas potencias gastadas por su propia mentira […], esas coartadas del animal hombre metido en un camino irreversible. Kibbutz del deseo, no del alma, no del espíritu. Y aunque deseo fuese también una vaga definición de fuerzas incomprensibles, se lo sentía presente y activo, presente en cada error y también en cada salto adelante, eso era ser hombre, no ya un cuerpo y un alma sino esa totalidad inseparable, […] la nostalgia vehemente de un territorio donde la vida pueda balbucearse desde otras brújulas y otros nombres.»

Cambiar el mundo, cambiar al hombre, renunciar a la vieja tradición occidental, a ese viejo espíritu greco-judeo-cristiano.
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* Elmer Ernesto Alcántara Castillo es escritor peruano, nacido en Santiago de Chuco. Realizó estudios de economía pero se dedicó a la escritura. Ha escrito numerosos relatos y microrrelatos, así como artículos y piezas literarias sobre temas diversos.

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