Especial Cortazar Cronopio

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Silvia o la poesía

LA MANO CREADORA

Por Carlos Mario Aguirre Morales*

En una célebre edición de sus Relatos completos ―cuatro tomos titulados: “Ritos”, “Juegos”, “Pasajes” y “Ahí y ahora”― Julio Cortázar escribe un prólogo en el que narra cómo un familiar suyo encontró, entre las cosas amontonadas de lo que nosotros llamamos un “cuarto de trebejos”, “una especie de cuentecito totalmente olvidado y muy tonto” (p. 107). Ese cuento es “Estación de la mano”, texto de un Cortázar muy anterior a los grandes relatos de Las armas secretas y a su famosa Rayuela.

Lo llamativo de la anécdota es, por un lado, el reencuentro de un autor maduro con un fragmento ya olvidado de su producción juvenil, episodio llamativo y hermoso, encuentro literal con el pasado, que le permite ver al escritor la distancia que hay entre sus primeros pasos en el oficio y la valoración presente de su trayectoria. Y llama la atención, por otro lado, el hecho de que esa valoración hace que el texto se salve del fuego por segunda vez en nombre de la nostalgia que le produce a su creador (“me enterneció por pasado, por indefenso”), y a la vez lo condena por encontrarlo “petulante, ingenuo y de un esteticismo ceniciento” (p. 107).

Una lectura detenida del cuento permite comprobar que Cortázar tiene la razón y no la tiene. No la tiene porque si bien salta a la vista que es un cuento muy distinto de otros suyos que ya se consideran clásicos de la narrativa breve, su anécdota aparentemente simple contiene un planteamiento interesante sobre la creación artística y sobre la dualidad sumamente cortazariana entre realidad y fantasía, de modo que su supuesta ingenuidad es bastante cuestionable. Pero tiene la razón en el sentido de que el Cortázar al que estamos acostumbrados habría llevado ese planteamiento hasta sus últimas consecuencias, tal como ocurre, por ejemplo, en “Cuello de gatito negro”, texto en el que la tragedia de los protagonistas se desencadena porque sus manos no les obedecen.

En “Estación de la mano”, el tratamiento del tema fantástico es bastante típico del autor y es ya una lección de escritura, a pesar de tratarse de un texto de juventud. Aquella mano que camina separada del cuerpo nos recuerda a muchos a “Dedos”, personaje de La familia Adams: una mano traviesa que se comportaba como una mascota. Aquí, el narrador habla sobre la mano como si se tratara de un suceso que podría pasarle a cualquiera, y a la vez permite que el lector perciba el privilegio extraordinario que suponen las visitas de la mano: “Por la ventana entraba Dg y con ella era el ingreso de lo absolutamente mío, rescatado al fin de la limitación de los parientes y las obligaciones, recíproco en mi voluntad de complacer a la que de tal forma me liberaba” (p. 111).

Vemos, de este modo, que la relación fantástica del narrador con Dg es especial para él justamente porque lo saca de la realidad, lo salva de una cotidianidad aburridora y pobre. De ahí el título de “Estación”, en tanto la existencia de Dg significa un alto, una detención del tiempo y del movimiento del mundo: “Los sucesos de fuera, que entonces me dolían y marcaban, empezaron a adelgazar sus látigos que sólo de sesgo me alcanzaban. Descuidé la aritmética, vi cubrirse de musgo mi más prolijo traje; apenas salía ahora de mi cuarto, a la espera cadenciosa de la mano” (p. 108).

Al finalizar la lectura, el narrador se reviste de una ambigüedad que muchos personajes de Cortázar comparten: no es posible establecer si la historia de Dg es la alucinación de una mente cansada o si se trata de un hecho puramente fantástico. El confinamiento y la desnudez a los que se entrega quien narra, hacen pensar en lo primero, así como el hecho de que sea él, y no un narrador omnisciente quien relate la historia.
Pero lejos de querer despejar esa incógnita, el lector se interesa por ese período de felicidad que vive el protagonista mientras la mano se pasea por su casa: “Nuestra vida, así, era una alabanza sin destino, canto puro y jamás presupuesto” (p. 111), paraíso que dura “hasta que la sanción de lo real” incide en la flaqueza del personaje, y finalmente lo oímos renunciar: “he vuelto a sacar cuentas, a ponerme mi ropa, y (…) paseo por la ciudad el perfil de un habitante correcto” (p. 111).

Una vez más, la realidad triunfa sobre la fantasía en una ficción cortazariana, sólo que lo hace sin ese impacto trágico de sus mejores cuentos, sino más bien con una especie de suspiro resignado.

La sola presencia de este elemento bastaría para argumentar la ausencia en el cuento de esa ingenuidad que su propio autor le atribuye. Pero, como mencioné antes, hay también un planteamiento, en absoluto ingenuo, sobre la creación artística. Dg es una alegoría del artista ―pienso, sobre todo, en pianistas (Dg se posa sobre un piano), en pintores (se acuesta sobre un grabado), en escultores (hace un retrato de sí misma)―, una alegoría del contacto del artista con la naturaleza (las palomas, las flores, el agua, la hiedra) y con la lectura, que estimula su capacidad para crear.

En Dg leemos esa capacidad cuando modela una mano de arcilla y cuando luego “como a todo artista, a Dg terminó por molestarle la contemplación de ese autorretrato rígido y algo convulso” (p. 109). Este pasaje, además, alude sutilmente a la autocrítica que debe acompañar al artista, lo que se suma a aquella única frase escueta que Dg escribe en un papel, en la que se insinúa la negación de la escritura, la anulación de la palabra.

Pero ya en el plano de la narración, puede decirse que el lector ve las palomas porque la mano las acaricia; ve las flores porque la mano las envuelve para olerlas; ve la hiedra porque, “a fuerza de escalarla”, la mano cala en ella un camino profundo; ve el agua en un vaso de cristal porque la mano juega a sumergir un dedo en ella; ve los libros porque la mano los lee y los corta; ve grabados porque la mano se echa sobre ellos y se queda como dormida. El lector ve “lanas, dibujos, fósforos usados, un reloj pulsera, montoncitos de ceniza” (p. 110), y también brazaletes, un anillo de amatista y un diminuto puñal cortapapeles “que entraba en las carnes blancas u opalinas con una gracia centelleante” (p. 110).

El lector ve todo esto en tanto son objetos que la mano toca, amontona, manipula al ritmo de una narración que busca proyectar el sentido del tacto hacia los demás sentidos (incluyendo el del oído, gracias a cierta musicalidad que el texto provoca). Pero lo importante dentro de esta alegría sensorial que configura la historia, es que todo, incluyendo la voz narradora, gira en torno a esa mano: las estaciones declinan, hay tardes de lluvias otoñales (un lugar común que el ya viejo Cortázar de Bestiario no se habría permitido) y atardeceres de sombras violetas, siempre en función de la llegada de la mano a la ventana y de su incapacidad de estarse quieta por mucho tiempo.

En resumen: es la mano la que, diríamos que literalmente, mueve la narración, la que empuja  a hablar al protagonista, la que, en una palabra, modela el texto, todas ellas acciones manuales. La mano, herramienta motora del arte, crea una realidad que deleita, que así como puede generar una sensación de belleza en el lector, e incluso una sensación de extrañeza, de desacomodo (pues se supone que las manos no caminan separadas del cuerpo), genera una sensación de peligro, de miedo, a partir del cual ocurre el malentendido del final y la posterior separación con el protagonista.

Ese miedo, por supuesto, no es del mismo calibre que el de un cuento como “La mano”, de Maupassant, que es un cuento de horror sobre una venganza ejecutada por la mano cercenada de un muerto. Es más bien un miedo que también tiene que ver con el ejercicio del arte, con su carácter absorbente y con el error que supone ponerle etiquetas que no pueden explicarlo a cabalidad. Según el narrador, la aventura llega a su final cuando se siente cansado de la maravilla y lo apremia el afán por “saber”.

Creo ver en esa afirmación un guiño teórico dirigido al lector: al arte no se le pueden exigir explicaciones y la rigidez de la lógica lo estremece, lo ahuyenta. Pero, como digo, no es más que un guiño que el joven Cortázar no consigue desarrollar. A pesar de eso, queda la sensación de que la fantasía vivida por el narrador no es más que la experiencia creadora del arte, esa otra realidad siempre más satisfactoria que aquella donde es imposible que las manos caminen solas o entreabran los dedos en una misteriosa sonrisa de tristeza.

Julio Cortázar en México en 1975. Entrevistado por Arnaldo Orfila R. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=oBZ7cxblpSY[/youtube]

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* Carlos Mario Aguirre Morales es estudiante de Letras: Filología Hispánica, Universidad de Antioquia. Autor de Los pasos de la furia (2009), Editorial Universidad de Antioquia.

Cortázar, Julio. Los relatos, 2. Juegos (1976). Madrid, Alianza Editorial, pp. 107-111

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