Especial Cortazar Cronopio

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Camino Paraiso

EL CAMINO DEL PARAÍSO

Por Alexandro Roque*

«Las vidas que terminan como los artículos literarios
de periódicos y revistas,
tan fastuosos en la primera plana y rematando
en una cola desvaída,
allá por la página treinta y dos, entre avisos de remate
y tubos de dentífrico».
(Julio Cortázar, Rayuela, 85)

Después de varias horas, ella le quitó la pluma de la mano y le señaló el camastro al otro lado de la habitación, al final de la escalera. Fueron juntos. Él le pasó el dedo índice por su cabello y se siguió por la mejilla hasta llegar a su boca, mientras ella musitaba que Dios no existe, y que el juego quedaría incompleto. Los cuatro ojos apenas entreabiertos, el dedo siguió por el cuello hasta los senos, y tras dos gráciles curvas siguió descendiendo por el vientre, se detuvo un momento en el ombligo y bajó hasta su sexo.

Que ella midiera diez centímetros no era impedimento para la magia.

Rojiza y luminosa, perfecta en sus dimensiones, ella revoloteó en la habitación y con el frescor de sus alas apagó la vela que estaba sobre la mesa. Se posó en la boca del visitante, que se había recostado mirando las estrellas, entre las cuatro paredes sin techo, cada una con una puerta abierta al verdor y al espíritu. Su amada abrazó los labios para agrandar su beso y así durmieron arrullados por las chicharras. El exceso no reside en el tamaño, murmuró la criatura alada, bañada en el sudor de su compañero.

Por la mañana, el visitante la vio parada encima de su hombro, batiendo las alas, y supo que ya tenía la novela en sus manos. Las historias. Se asomó a la selva y vio a su amigo Edward desnudo en un balcón, sonriendo entre la tupida barba y rodeado de hadas rojas y verdes, que aleteaban alegres como flores de la escalera en forma de torre —o viceversa—, que se perdía en el infinito.

—¡Hola, Julio! ¿Qué tal dormiste? No importa si no has despertado aún, yo nunca lo hago por completo. El Edén nos espera para fundirse con nosotros. Vámonos a bañar y luego desayunamos, para que te regreses a escribir o a hacer el amor con esa pequeña que parece que ya te tomó cariño.

* * *

Debes venir al paraíso, es vital para que puedas terminar el juego del que tanto me has hablado; sólo aquí, le había escrito Edward, encontrarás el realismo que te has propuesto, el que no se ve en las revistas ni en las guías de turistas. Aquí, arriba es abajo y las hojas se confunden con el cielo que trata de ser enredadera. Aquí todo palpita, decía la carta. Ven y te llevaré a donde nadie se atreve, conocerás la vida y encontrarás la magia aunque tus personajes no estén seguros de los resultados que extiende el tarot.

Y así un día cualquiera emprendió el viaje desde Argentina, sin que nadie lo supiera, sin avisar siquiera a su mujer, la pobre, que pensaba que él estaba encerrado armando el rompecabezas de su próxima novela. Como un juego que se dibuja con tiza. Con un mazo de hojas, una pluma y un tintero, dos mudas de ropa y la imaginación a mil recorrió el mapa trazado por Edward, tan mal hecho que se perdió varias veces en el trayecto desde la ciudad de México.

El pueblo, entre cerros, no era un buen presagio para el Edén prometido, pero la imagen de Edward con la cabeza simulando un foco encendido le había perseguido desde hacía muchos días, y más la promesa de que allí no encontraría personajes sino poesía, el principio del placer, como antes del pecado original.

Desde el principio supo que no podría contar lo que encontró, ahíto de los trayectos entre sus tierras adoptivas. No encontró manzanas sino frutas de la pasión, en cada árbol, en cada palma, en las enredaderas que se fundían en los muros. Las pinturas de famosos pintores en cada pared, muchas a la intemperie, le parecieron fuera de lugar, aunque las torres enlamadas se correspondían con los troncos del paraíso, y las huellas entre la tierra llevaban exactamente al sitio que no buscaba.

—El Edén no puede ser parte del juego —le dijo a Edward de entrada—, no del que estoy trabajando. Es para otro tipo de relatos, relatos en los que no podría entrar. Mis construcciones tienen utilidad, no como vuestros puentes, que os llevan al mismo sitio, o al vértigo. En el mándala hay un orden, y aquí los sueños se han apoderado del lugar, con un anarquismo que tendrían otras lecturas.

—Su realismo no es el mismo que el mío, querido amigo, —respondió Edward—, no al menos el que he conocido en las alas de ellas.

Y fue entonces cuando llegaron todas. Volaban en una coreografía exquisita, siguiendo la música del lugar. Con su pequeña desnudez traslúcida de tonos violetas dieron algunas vueltas sobre Edward y luego fueron a posarse en el cuerpo de Julio, quien extendió los brazos para que más criaturas se posaran en él.

—¿Qué son? ¿De dónde son? ¿Por qué vuelan?

—Durante toda mi vida busqué el paraíso, el Edén del que habla La Biblia. Y cuando ellas surgieron de entre la selva supe que lo había encontrado. No es sólo por el calor que me gusta andar desnudo, sino por el goce de sus alas, por el estremecimiento que me causan sus pequeños pies en las ingles, por su levedad y mis ganas de renunciar a casi todo. Vuelan porque la atmósfera aquí es distinta a la del mundo que conocemos. Mezcla tus atmósferas con la de ellas y verás.

* * *

Al principio estuvieron todas viéndolo mientras escribía, pero se fueron marchando a danzar con las luciérnagas a medida que florecían las cigarras. Sólo quedó la que se había sentado junto al tintero, más roja que las demás, con un gesto coqueto en su pequeña nariz, la que toda la tarde le había susurrado palabras extrañas que sonaban a rituales. Las otras se asomaban sólo a la hora del desayuno, cuando Edward llegaba luciendo su blanca piel decorada con los rubíes plasmados por los mosquitos.

—¿Te das cuenta que aquí eres el parásito?

—Sí, pero al ritmo que me marca el mismo Edén. Trato de fundirme en cada uno de sus sustratos.

—¿Hasta cuándo pensás seguir construyendo?

—Hasta que cada giro de los escalones quede en su lugar. Cuando te vayas verás.

* * *

Tras unos días Julio tuvo que volver a su casa, pensó que su mujer o alguien más lo estaría extrañando. Hubiera necesitado una lupa para apreciar las lágrimas que creyó le brotaban al hada que lo acompañó durante toda su estancia. Qué ganas de llevársela a Argentina, qué ganas de seguir oyendo su voz, una voz «ortográfica» que no sabía cómo pero debía usar en su siguiente novela.

—Biajero, adios, nos beremos en la vida futura, si kres en ella. Recuerda cuánto hicimos morir a dioz y kuánto nos morimos al tokarnos, al amarnos en nuestras diferencias tan etéreas. As fayesido ya y rebibido y oy te detendría de no ser porque tienes que asomarte al río tú zolo. No digas que me konosiste, inventa algo nuevo que refleje tanta intensidad y todo el kalor que nos dimos. Blasfemia hubiera sido no decirnos todo y no gosar nuestro paraizo.

Sin despedirse de Edward, Julio subió la escalera hacia ninguna parte y salió de Xilitla.
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* Alexandro Roque es escritor mexicano. Entre sus publicaciones destacan Jorge Ferretis (1902-1962); La literatura quema (2007); El legado de Rogelio Hernández Cruz (1951-2001), en coautoría con Emilia Cervantes y Luz Galván (2006); Villa Juárez: La bella villa (2004); Tlaxcalilla: Sus primeros sueños… (2004); Cuentos tipográficos y otras prosas sépticas (2000).

Entre otros premios ha obtenido mención para publicación (en novela) en el Primer Premio Nacional de Poesía y Novela Ignacio Manuel Altamirano (Instituto Guerrerense de Cultura, 2005). Su blog se llama Crimentales (en https://alexandroroque.blogspot.com).

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