Especial Cortazar Cronopio

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Julio Cortazar

CORTÁZAR O LOS OJOS DEL DESEO

Por Francisca Noguerol*

Existe algo fascinante en las fotografías de Julio Cortázar: sus ojos interrogantes y curiosos, inocentes y profundos a la vez, cargados de intensidad y deseo. Hagan la prueba y repasen el magnífico muestrario de imágenes del escritor que ofrece cualquier monográfico sobre su obra. Descubrirán en sus pupilas el hambre metafísica, la intención de indagarlo todo, su amor por una vida que supo apurar en y con todos los sentidos.

Y es que Cortázar no renunciaba a nada. La pluralidad de espacios en los que vivió así lo atestigua: de Buenos Aires a París, en el laberinto de su existencia confluyeron las más diversas músicas, la fotografía, la danza, el cine, el deporte, la ciencia, la filosofía y la antropología por citar sólo unas cuantas de sus filias. Todo ello desembocó en una literatura arriesgada y tremendamente original, con la que produjo una nueva visión de la realidad y que marcó un antes y un después en el devenir de las letras hispánicas.

La razón de su éxito ha sido experimentada por muchos de sus lectores: con Cortázar se produce una especie de contacto simpático —en el sentido etimológico de la palabra— que habla de magia y de latir conjuntamente. Al leer sus libros, nos encontramos a nosotros mismos y, en muchos casos, sufrimos una puesta en cuestión de todos nuestros valores. Pero esto ya lo dijo el propio autor: «Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo».

Cortázar, que se sentía como un unicornio y se identificaba con los versos de Poe en los que el poeta norteamericano reconoce su soledad desde la infancia; supo sin embargo religarse al mundo, vincularse a la sociedad en un sentido en principio existencial y luego cargado de compromiso político. De este modo, demostró su profunda humanidad en exploraciones que lo llevaron desde los individuos a las sociedades más oprimidas. Y todo ello haciendo gala de un discurso cargado de humildad, evitando los alegatos furibundos y los dogmatismos de cualquier signo, que nunca tuvieron nada que ver con su personalidad abierta y tolerante.

En su mirada expectante podemos vislumbrar asimismo su apertura, cualidad que lo llevó a descubrir pasajes secretos entre elementos extraños entre sí para el resto de los mortales. En sus páginas puso en crisis toda una forma de entender el mundo y las relaciones humanas. Invitándonos a la desobediencia, lanzó innumerables preguntas que resquebrajaron nuestro concepto de realidad y la convirtieron en algo poroso y maleable, donde no existían los a prioris. De ahí el personaje recurrente del «hombre en tránsito»: Horacio Oliveira —«en París todo le era Buenos Aires y viceversa»—, Johnny Carter —«Esto lo estoy tocando mañana. Esto ya lo toqué mañana»—, o cualquiera de los individuos desorientados que pueblan sus páginas y son víctimas de una permanente descolocación existencial.

Inconformista con el lenguaje establecido, Cortázar rechazó cánones y modelos. De ahí su fascinación por los francotiradores en literatura, autores que, como Felisberto Hernández, Alfred Jarry o Boris Vian, alcanzaron en unas cuantas páginas cimas nunca obtenidas por los eruditos en treinta tomos. En este sentido, siempre fue consciente de que debía proteger su intuición literaria, el sentimiento rítmico que lo llevaba a la máquina de escribir —«swing» según sus propias palabras— y que luego veía filtrado por las decenas de miles de libros que leyó a lo largo de su vida.

Siguiendo este impulso, Cortázar se estableció en los límites de la escritura. Rayuela, como explicó maravillosamente Ana María Matute, es el resultado de una incapacidad del autor para «bailarla, escupirla, clamarla, proyectarla como acción espiritual y física a través de algún inconcebible medio de comunicación». Así se explican las palabras de Morelli en la novela: «La escritura de la elipsis, las líneas ausentes, esas palabras nunca escritas son, probablemente, lo único que cuenta». Así se explican también sus complejas y ambiciosas estructuras novelescas o las misceláneas genéricas en que mezcló poesía, cuento y ensayo con los medios de comunicación de masas.

Utilizando con inteligencia y pasión los recursos descritos, Cortázar consiguió acceder a horizontes artísticos absolutamente extraordinarios. Entre ellos destacó especialmente su aproximación a lo fantástico, «la modalidad natural de lo que vive para esperar lo inesperado» según escribió en La vuelta al día en ochenta mundos y que puede sintetizarse en aquella bellísima frase de Rayuela: «Qué maravilla estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse como palomas».

En la oposición cotidianeidad–arte, que permea toda su obra, la obra de arte recupera la capacidad lúdica y la mirada adánica de la infancia para el ser humano adulto, salvando valores tan fundamentales para la existencia auténtica como el erotismo, la fantasía o el juego. El arte, al que Cortázar describía en Poesía permutante como «la asimilación o reconquista o descubrimiento de todo lo que está al otro lado de la Gran Costumbre», denuncia la inautenticidad de nuestras existencias y nos lleva a buscar el centro, ese núcleo existencial que tantos nombres recibe en su obra: eje del mundo, ónfalos, región de las madres, razón de ser, luz negra, mandala, retorno al mundo interior o kibbutz del deseo, entre otros.

Pero ya sabemos por Rayuela que «casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo». O peor aún, los absolutos no interesan cuando se accede a ellos, como señala Horacio a La Maga: «Mirá, un absoluto viene a ser ese momento en que algo logra su máxima profundidad, su máximo alcance, su máximo sentido y deja por completo de ser interesante».

Es mucho más valioso el proceso de búsqueda, el viaje y el camino, bien diferentes a las metas conseguidas y los resultados establecidos. Como leemos de nuevo en Rayuela: «¿Por qué tan lejos de los dioses? Quizá por preguntarlo. Nos hace falta un Novum Organum de verdad, hay que abrir de par en par las ventanas y tirar todo a la calle, pero sobre todo hay que tirar también la ventana y nosotros con ella. Es la muerte o seguir volando».

Me quedo con el gerundio y la vida en tránsito, Julio, que es lo mismo que seguir contigo.
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* Francisca Noguerol es profesora Titular de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca, habiendo ejercido asimismo la docencia en diferentes universidades americanas (Estados Unidos, Colombia, México, Brasil, Chile) y europeas (Francia, Italia y Alemania). Doctorada con una tesis sobre Augusto Monterroso fruto de la cual fue su libro La trampa en la sonrisa (1995; 2ª edición en el año 2000), ha participado asimismo como autora y editora en Los espejos las sombras. Mario Benedetti (1999); Augusto Monterroso (2004); Escritos disconformes: nuevos modelos de lectura (2004), Contra el canto de la goma de borrar: asedios a Enrique Lihn (2005), Contraelegía. La poesía de José Emilio Pacheco (2009), Narrativas latinoamericanas para el siglo XXI: nuevos enfoques y territorios (2010) y Literatura más allá de la nación: de lo centrípeto y lo centrífugo en la narrativa hispanoamericana del siglo XXI (2011). Es autora de más de 150 trabajos de investigación publicados en revistas nacionales e internacionales, en los que se manifiesta su especial interés por los movimientos estéticos más innovadores desde las vanguardias históricas hasta la narrativa reciente, los imaginarios culturales, las relaciones entre imagen y literatura y la minificción.

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