Por Oswaldo Osorio*
Desde hace unos años el cine colombiano se ha estado poblando de espectros, esto es, de la presencia de personas muertas que, ya sea utilizando o no algún artilugio visual, hacen parte de la diégesis de la película y están presentes en el espacio que habitan los personajes del relato. Pero no son los muertos vivientes del cine de género, tampoco los fantasmas del realismo mágico, ni las alucinaciones de un loco o un delirante por alguna sustancia, sino que son unas presencias que tienen otra naturaleza narrativa y simbólica, siempre asociada a la violencia del país.
De manera que aquí no se está hablando de los zombis de Carne de tu carne (Carlos Mayolo, 1983), ni de los amantes fantasmas de Ilona llega con la lluvia (Sergio Cabrera, 1996), y tampoco de la virginal abuelita de La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, 1998), porque los códigos que explican estas apariciones están bien definidos desde hace mucho en el cine y la literatura, ya sea, respectivamente, por las convenciones del género fantástico, que pone en juego lo sobrenatural para construir la arquitectura de las ficciones y sus emociones; o por la poética de la tradición realista mágica, que evoca a los muertos con un aura nostálgica y romántica; o por el simple estado alterado de los sentidos, ya sea artificial o sicológico.
Por otro lado, los muertos en blanco y negro que ve la protagonista de Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010), por ejemplo, son diferentes. Son espectros que hacen parte de un relato muy realista y que desarrolla unos duros temas relacionados con el conflicto armado colombiano. Son las personas asesinadas por los paramilitares que Marina conocía y que todavía, a sus ojos, habitan unos espacios. No hay nada de fantasía, ni poesía, ni magia en ellos. No obstante, sí hay una oposición entre esos elementos con que se construye esta película: es un realismo, pero donde hay espectros. Es decir, definitivamente se trata de códigos contradictorios entre sí, como lo pueden ser el realismo mágico o el gótico tropical, incluso la porno miseria. Estos procedimientos y combinaciones de opuestos son comunes en la ficción y toman sus nombres de acuerdo con los matices y particularidades de sus componentes.
Para nombrar estas presencias en el cine nacional, que son relativamente nuevas pero cada vez más frecuentes, bien se puede apelar al concepto de realismo espectral, el cual es propuesto por la investigadora Juliana Martínez en su libro Más allá del fantasma: Realismo espectral en la literatura, el cine y el arte en Colombia (2024), quien, para concebir y caracterizar el concepto, se apoya en los postulados de Jacques Derrida, T. J. Demos y Avery Gordon, así como en el texto Literature, Testimony and Cinema in Contemporary Colombian Culture: Spectres of La Violencia, de Rory O’Bryen (2008). La autora aplica el término en las películas de William Vega, Jorge Forero y Felipe Guerrero, así como en la literatura de Evelio Rosero y en las obras de Juan Manuel Echavarría, Beatriz González y Erika Diettes.
No obstante, Martínez no limita su concepto a espectros propiamente dichos, es decir, a la presencia de los ya idos, como sí lo pretende este texto, sino que lo extiende a una idea mucho más amplia, que aborda ciertas formas de concebir el tiempo, el espacio, el sonido y la narración en los relatos sobre la violencia del país. Prueba de esto es que en La sirga (2012), Violencia (2015) y Oscuro animal (2016), de los directores mencionados y que en su libro analiza, no hay ningún espectro. Incluso, por momentos, la autora parece estar hablando, más que de lo espectral, es de las características del cine moderno, como lo son la ausencia de conflicto central fuerte, la no acción en la narración, las ideas expuestas de manera no explícita, la reflexión por encima del juicio moral, la densidad histórica, los espacios como protagonistas y, en fin, todas esas características que lo diferencian de la narrativa clásica.
En lo que coincide ese realismo espectral de Juliana Martínez con la presencia de los espectros en el cine nacional de este texto es en que, definitivamente, muchos cineastas de este siglo están representando y contando la violencia y el conflicto de una manera distinta, menos anecdótica y sin ser tan explícita. «Es una estética que busca formas de contrarrestar la desaparición, el silenciamiento y el olvido que evita el apego melancólico a la pérdida», cita Martínez a Alberto Ribas-Casasayas y Amanda Petersen; y añade, «…estas películas ponen en primer plano el pedido de justicia, no reconocido ni resuelto, del espectro y crean espacios en los que la violencia (física, simbólica y sexual) que subyace a la apropiación de tierras que alimenta el conflicto armado colombiano puede ser, más que “vista”, intensamente sentida».
Y no quiere decir que no se estén haciendo películas que representan la violencia y el conflicto de manera directa y con premisas contundentes, se hace y se seguirán haciendo, así lo demuestran títulos como La primera noche (Luis Alberto Restrepo, 2003), La Milagrosa (Rafa Lara, 2008), Alias María (José Luis Rugeles, 2015) o Somos ecos (Julián Díaz Velosa, 2023), pero estas narrativas ahora conviven con las del realismo espectral, que suelen ser realizadas por autores con pretensiones autorales, es decir, cineastas que construyen sus obras buscando una expresión más personal antes que apelar a esquemas y convenciones. Esto quiere decir que las narrativas del cine colombiano se han ampliado y diversificado, en especial cuando se empieza a apelar a los modos del cine moderno —de muy tímida presencia durante el siglo pasado en nuestra cinematografía— y al surgimiento de más directores autores.
Entonces, a la luz de este tipo de cine y cineastas, que suelen tener una muy estrecha correlación, se ha desgastado la forma clásica y expositiva para hablar del conflicto —que generalmente se daba por la vía del realismo social y del realismo sucio— por eso exploran otras maneras de ver la violencia, darles lugar a las víctimas y reflexionar sobre el conflicto. Lo particular de esto —y de ahí se originó la inquietud inicial y premisa de este texto— es que todos estos autores, cada uno desde su propia concepción narrativa y expresiva, ya sea solo como un componente o como lo esencial de su propuesta, recurrieron a un elemento similar: los espectros presentes en la diégesis de la puesta en escena, los cuales muchas veces no se distinguen de los personajes vivos y, solo después de algún gesto o indicio, el espectador puede establecer la diferencia entre los unos y los otros.
Hay muchos ejemplos de esto, pero se puede continuar con otro de los más legibles y conmovedores, que es esa escena en la que los protagonistas de Los reyes del mundo (Laura Mora, 2022) llegan a la humilde casa de un par de ancianos y les piden unas indicaciones, a la par que la cámara se adentra a mostrar la sala, el comedor, la cocina y las habitaciones, todas llenas del moho y la herrumbre luego de años de estar deshabitadas, pero no desamobladas. Aún están las sillas, las camas y la mesa servida, un signo irrecusable de cuando la violencia no da tiempo ni de empacar. Al momento en que la cámara vuelve a salir, todo el público ya sabe que los viejos están muertos. Aún así, les dan algo a los muchachos para comer en el camino, no sin antes advertirles que «con mucho cuidado, que ustedes saben que estas tierras no son tan mansas como parecen».
El realismo espectral es una forma de narrar que toma al fantasma en serio pero no literalmente, dice Juliana Martínez, por eso aquí se prefiere usar el término de espectro que de fantasma, el cual está más asociado a viejas mitologías y esquemáticas formas de representación de la muerte. Porque los espectros de estas películas son muy reales, para los personajes y también para el espectador, y además, tienen una fuerte carga simbólica, histórica y dramática. Incluso en obras como Memento mori (Fernando López, 2024) y Yo vi tres luces negras (Santiago Lozano, 2024) existen unos personajes, sacados de distintas tradiciones e idiosincrasias de las regiones del país, que fungen como intermediarios entre el mundo de los vivos y de los muertos, siendo ellos también un recurso narrativo para justificar de forma natural estas presencias, que en estas dos películas están por doquier y son fundamentales en el sentido de la historia y en las resonancias y reflexiones sobre el conflicto armado colombiano.
Otra película que propone estas presencias como el centro de su relato es Los silencios (Beatriz Seigner, 2019), en la que una mujer llega con su hijo a la frontera colombo brasileña, desplazada por la violencia en el Valle del Cauca. Desde muy temprano en la historia se puede ver a su hija siempre acompañándola, incluso parece que hasta la matricula en un colegio. Luego está también el esposo deambulando por la casa y acompañándoles mientras comen. Pero pronto la narración y su puesta en escena ponen en evidencia que, tanto padre como hija, están muertos y desaparecidos. Así que la película es, más que un duelo, un gesto de reivindicación de estas dos víctimas de la violencia, que no han tenido oportunidad de algún tipo de justicia. No son los espíritus de los idos y la afligida remembranza de sus deudos, sino la constatación de un conflicto con sus raíces en el pasado, que está presente y el que está lejos de terminar.
Hay variaciones ingeniosas y de gran fuerza visual o dramática de estos espectros. En el primer caso, está esa pila de cadáveres que se encuentra en medio de un maizal, el protagonista de Todos tus muertos (Carlos Moreno, 2011), unos difuntos de los que las autoridades no quieren saber y que eventualmente hacen algún gesto o guiño de un soplo vital que aún les queda; en el segundo caso, está el cortometraje Nuestros muertos (Jacques Toulemonde, 2018), una potente pieza sobre una pareja que se amaba, pero que estaba en bandos opuestos del conflicto. Ambos sostienen un diálogo de gran intensidad, aunque en algún momento se sabe que uno de ellos está muerto, o tal vez los dos.
Otras variaciones se pueden ver en La jauría (Andrés Ramírez Pulido, 2022), en la que su anticlímax muestra una hilera de vivos y muertos, como si ya no hubiera diferencia entre unos y otros en el contexto de esa historia; los espectros también se pueden ver en Topos (Carlos Zapata, 2022), uno de los pocos casos en que este realismo espectral se da en la ciudad; igualmente están en Anhell69 (Theo Montoya, 2023), esa suerte de ensayo cinematográfico donde se le da una vuelta de tuerca a estas presencias y a su sentido desde la idea de la espectrofilia; y un ejemplo final y muy significativo, es que estos espectros hasta se atreven a participar en documentales, como ocurre en Camilo Torres Restrepo: el amor eficaz (Martha Rodríguez y Fernando Restrepo, 2023), en el que la veterana cineasta conversa con su amigo muerto hace más de medio siglo.
Se trata, entonces, de un nuevo paradigma al representar la violencia del conflicto armado colombiano y para reflexionar sobre este, una forma distinta de referirse a las víctimas y de mantener vigente lo que significan en el contexto histórico del país, y por eso también establece una manera diferencial para el espectador ver, sentir y comprender esta realidad, la del presente y la histórica.
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*Oswaldo Osorio es comunicador social-periodista, historiador, magíster en historia del arte y doctor en artes. Investigador y profesor de la Universidad de Antioquia. Durante quince años fue coordinador de programación del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia y del Festival de Cine Colombiano de Medellín. Es director de Vartex: Muestra de video y experimental, programador del Festival de Cine de Jardín, curador del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias -FICCI-, director de la Escuela de Crítica de Cine de Medellín y editor de la revista de cine colombiano Canaguaro. Es crítico de cine del periódico El Colombiano, de la Revista Kinetoscopio y fundador del portal www.cinefagos.net. Autor de los libros Comunicación, cine colombiano y ciudad (2005), Cine en viñetas (2010), Realidad y cine colombiano 1990 – 2009 (2010), Por el lente de un cinéfago: Antología de cine colombiano (2016), Las muertes del cine colombiano (2018), Salas de cine y cineclubes de Medellín 1956 – 2020 (2020).