EXAMEN DE LITERATURA
Por Anthony L. Geist*
En un Citroën C4 alquilado, viajo de Salamanca a Madrid para recoger a mi hija Sophie y su amiga Kiah, que llegan a España a pasar las vacaciones del verano de 2006. Cuando conduzco largas distancias solo, se me llena la cabeza de pensamientos, recuerdos, fantasmas. De pronto, a la altura del puerto de Guadarrama, al pasar por debajo de un delicado puente que siempre me ha gustado, se me viene a la memoria otro viaje en la misma carretera, dieciséis años atrás y en sentido contrario.
En enero de 1990, tenía una invitación a dar un ciclo de conferencias sobre las vanguardias históricas en la Universidad de Salamanca. Durante una semana habría de sustituir a Víctor García de la Concha en su clase de literatura española contemporánea. Me hacía mucha ilusión. Aprovecharía la ocasión para darle forma a una lectura ideológica de la vanguardia que venía mascullando desde hacía tiempo: Lorca, Alberti, Neruda y Vallejo. Además, me brindaba la oportunidad de retomar amistades trabadas en años anteriores, durante mis periódicas estadías en la ciudad de Fray Luis de León, Lazarillo y Unamuno, como director de los programas de Dartmouth College. Por otra parte, estaba de año sabático, cobrando dos terceras partes de mi exiguo sueldo y los emolumentos me venían muy bien. Miel sobre hojuelas.
A todo eso, estrenaba en Seattle mi casa recién reformada el poeta sevillano Julio Vélez, cuya plaza de profesor titular de literatura hispanoamericana en la Universidad de Salamanca estaba paralizada, debido al recurso que interponía su contrincante. En Seattle lo acompañaba Alicia Luna, la pasión de sus años maduros.
Llegué a Madrid un viernes, con las llaves del piso de Alicia en la calle Goya y las del «Percherón», el coche de Julio, un viejo Simca cinco puertas que, a pesar de su apodo, había visto mejores días.
Tras un apacible fin de semana en Madrid, el lunes enfilé el Percherón por la carretera de La Coruña, camino de Salamanca. Esa tarde tenía la primera de mis conferencias. La mañana asoleada y fría se me presentaba como una agradable combinación de pasado y futuro, de recuerdo y anticipación. A esa hora circulaban pocos coches por los cuatro carriles de la N-VI.
El vuelo 3179 de Iberia, procedente de Londres, lleva un atraso de media hora. Hace un mes que no veo a mi hija, la separación más larga que hemos experimentado en sus quince años. Tomo un café en una cafetería de la futurista Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, saco papel y bolígrafo, y me pongo a escribir.
De pronto, vi en el retrovisor que se me acercaba a gran velocidad un coche bastante más moderno y potente que el venerable Simca. Me dio con las luces largas repetidas veces y saqué la mano para decirle con un gesto que adelantara. Otra vez me señaló con las luces y otra vez le indiqué con la mano que adelante. Ya empezaba a mosquearme, cuando vi al que acompañaba al conductor colocar sobre el capó de su coche una parpadeante luz azul de policía. Orillé el Percherón, parándolo en el arcén de la carretera. En el retrovisor, miré cómo se bajaban del deportivo dos jóvenes vestidos de vaqueros y jerséis. Noté con cierta alarma que el más bajo, que se acercaba por la derecha, apoyaba contra el muslo una pistola automática, cuyo cañón lanzaba destellos fríos en la sesgada luz de enero.
El más alto se aproximaba cautelosamente por la izquierda, una mano oculta detrás de la espalda. Su compañero me vigilaba por la ventanilla trasera.
—Buenos días —le dije, intentando darle un aire de normalidad a una situación que no la tenía.
—La documentación.
—¿La mía o la del coche?
—La suya.
Al verme introducir la mano en el bolsillo interior de mi vieja cazadora de cuero para sacar el pasaporte, mi interlocutor reaccionó bruscamente.
—¡Quieto ahí!— me gritó el que estaba a mi lado, encañonándome con su pistola.
Abrí la chaqueta y extraje, con los dedos índice y pulgar, y un leve temblor, mi pasaporte. Se lo ofrecí.
—Esto, ¿qué es?
—Mi pasaporte.
—Y usted, ¿de dónde es?
—De California.
—Y ¿adónde va?
—A Salamanca.
—¿Con qué fin?
—A dar unas conferencias en la universidad.
—Conferencias, ¿de qué?
—De literatura española. Soy profesor en la Universidad de Washington.
La incredulidad brillaba en sus ojos al contemplar mis melenas, mi bigote, mi chapela y mi acento. Poca pinta tenía de ser profesor y menos de California.
—A ver, la documentación del coche.
—Verá, el coche no es mío, es de un amigo que está en mi casa en Estados Unidos —balbuceé, al tiempo que metía la mano en la guantera.
—¡Alto ahí! —gritó, pegando un respingo, el que me vigilaba por la derecha. El cañón de su pistola quedaba ya a un palmo de mi sien. Me brotó un sudor frío mientras removía antiguas multas, recibos de luz y agua, arrugados paquetes de Marlboro y finas servilletas de bar con inscripciones herméticas. Afortunadamente, Julio también había guardado los papeles del Percherón allí.
Siempre me han angustiado las esperas en los aeropuertos. Cuanto más se alargan, más sensación tengo de haberme equivocado de vuelo o de hora, de que la persona a la que espero no desembarcará, que no la volveré a ver nunca.
Ahora me encontraba sentado en el asiento del pasajero (no recuerdo en qué momento cambié de sitio), con la puerta abierta, en un fuego cruzado entre las dos pistolas. El nerviosismo de mis guardianes, que a todo eso todavía no se habían identificado, aumentó mis propias aprehensiones. Empecé a sentir miedo.
—A ver, ¿en qué año nació Cervantes? —me espetó el que me había interrogado hasta ahora.
—No-no-no-no lo sé, contesté, pero murió en 1616, el mismo año que William Shakespeare.
—Y ¿qué escribió?
—El Quijote, la primera parte en 1605, la segunda en 1615.
—¿En qué famosa batalló participó?
—Lepanto.
—¿Y perdió…?
—La mano.
En vista de mi dominio de la literatura española, el presidente del tribunal se relajó visiblemente y bajó el arma. No así su compañero, más desconfiado o quizás menos literato, que se mantenía a una distancia prudencial, con mi cuerpo aún en el punto de mira.
—¿Qué lleva en el maletero?
—La maleta.
—¿Le importa enseñárnosla?
El Simca tenía muchas llaves, todas prácticamente idénticas: la de contacto, otra que abría las puertas, otra para la guantera, una para el depósito de gasolina y otra más que accionaba el maletero.
Al buscar esta última, se me escapó el llavero de las manos temblorosas.
—Tranquilo, dijo el más alto, señalando las llaves con la pistola.
Conseguí dar con la llave indicada y abrí el maletero, dejando a la vista un bolso de viaje que había traído mi padre de Brasil.
—¿Qué lleva dentro?
—La ropa, libros, papeles.
—¿Le importa abrirla?
Descorrí la cremallera.
—Eso, ¿¡qué es!? —chilló el más pequeño, volviendo a amenazarme con la pistola. Había visto la edición en Alianza de Con el viento solano, de Ignacio Aldecoa, que cogí la noche anterior de una estantería en la casa de Alicia. Ilustraba la portada la foto de una pistola automática. Esta nueva constatación de mi vocación literaria pareció tranquilizarlos.
—Nos acompaña al Cuartel de la Guardia Civil en Navacerrada. No va detenido, pero nos acompaña, me dijo el más alto, sentado ya en el Simca. Por el camino me explicó que me habían parado al ver que el Percherón circulaba sin matrícula, que ETA solía robar coches con la intención de asaltar bancos o poner coches-bomba, y siempre les cambiaban la matrícula. Yo no podía circular así, continuó, pues me exponía a que otras autoridades policiales me detuviesen nuevamente antes de llegar a Salamanca.
En la pantalla se anuncia la llegada del vuelo 3179 de Iberia, procedente de Londres. Empiezan a salir los pasajeros por la puerta de la sala de desembarque. Pasan 10 minutos, 20… Ante mi creciente inquietud, no aparecen Sophie y su amiga.
En el cuartel de la Benemérita se despidieron mis guardianes, dejándome en manos de un cabo de la Guardia Civil, con correaje y tricornio de charol, cuya única arma parecía ser la vieja Olivetti en la que me tomó declaración.
—Así que su amigo es de Morón —observó al transcribir la documentación del coche. —Yo soy de Lebrija —nombrando dos ciudades de la provincia de Sevilla conocidas por su tradición de flamenco.
Hablamos del cante, de la guitarra de Diego del Gastor y de las voces de la Fernanda y la Bernarda, que parecían surgir de las entrañas de la tierra. A la media hora me entregó un salvoconducto, despidiéndose con un cordial «¡Buen viaje!»
Llegué a Salamanca sin mayores percances en la carretera, di mis conferencias y conté varias veces mi aventura con la brigada antiterrorista, para deleite de mis anfitriones.
Como todo estudiante, me he examinado infinitas veces, con mejor o peor suerte y ante implacables inquisidores. El viejo Monguió fue temible en los exámenes doctorales en Berkeley, por ejemplo. Pero sin duda alguna ésta fue la prueba más exigente de mi vida.
Por fin, más de una hora después de que el vuelo 3179 tomara tierra, aparecen Sophie y Kiah por la puerta de la Sala 6. Se me disuelve la angustia entre un enorme abrazo y muchos besos. Entramos en la sala para reclamar sus maletas, que se quedaron en tierra en Londres. Llegan, por fin, a las 10:30 de la noche, en el próximo vuelo procedente de Heathrow. Enfilamos la carretera nacional A-6, rumbo a Salamanca.
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* Anthony L. Geist es profesor de Literatura Española y Comparada en la Universidad de Washington, habiendo enseñado antes en Princeton University, University of Texas (San Antonio) y Dartmouth College. Hizo sus títulos de grado y posgrado en la Universidad de California, donde pagó sus estudios trabajando de carpintero de la construcción. Ha publicado ampliamente sobre poesía española y latinoamericana, con énfasis en la Generación del 27, las vanguardias y el surrealismo. También se ha enfocado en los estudios visuales, organizando exposiciones de arte y dirigiendo un documental sobre la Brigada Lincoln. Su traducción de la poesía del peruano Lucho Hernández quedó finalista en los Premios PEN en 2016. Ese mismo año fue condecorado por el gobierno de España con el rango de Cruz de Oficial de la Orden de Isabel la Católica.