EXTRAÑAMIENTO DE AULA. ANOTACIONES ESTÉTICAS DE UNA ‘IMPOSTURA’

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entrenamiento de aula

Por Wilfer Alexis Yepes Muñoz*

«El arte de educar se hace de instantes
que nunca son estáticos y siempre pueden reinterpretarse,
revisitarse, resignificarse. Es el arte de componer,
con mayor o menor dramatismo, un lugar
—en apariencia— apartado del mundo que,
en su atmósfera de enseñanza,
convida un aire indispensablemente libre».
(Facundo Giuliano)

Evoco en la distancia de fin de año las sillas del aula habitadas por aquellos estudiantes que pasaron, al menos, unas dos horas cada semana, lo que equivale a decir: incomodidad, incertidumbre, errores consecutivos, ensayo a ser, a pensar, a no estar de acuerdo; ensayo al cuidado, a la epoché que no puede faltar, a los puntos suspensivos, al arte con sus puntos de indeterminación y admiración. Están tan escritas, tan imborrables, y creo que no alcancé a leerlas a cabalidad. Pensaba en el orden de una supuesta escucha que raras veces les permitía verse a la cara, quizá reconocerse y seguir hablando de deportes, de los días feriados, o las chicas, de sus personajes imaginados no tan azules, sus diseños de uñas, su rebeldía o sus sueños en redes. ¡Es tan difícil permanecer ahí! En este escenario de mezcla y sentido, pese a los afanes de este mundo, apremia la lentitud de la charla encauzada, un juego de roles con unos criterios acordados previamente y un lápiz que no sabemos si se pierde o lo hurtan, porque no termina siendo de nadie.

El tiempo avanza o retrocede, y en este drama parecemos interrumpir los cuerpos, que llevan cuadrículas parecidas a los puestos asignados, los horarios imprecisos de cada día, en fin, un esquema de mundo demasiado adulto que corre el riesgo de soslayar ese estar/siendo inquietante, que no concluye sus charlas de pocos silencios, y de tasar las reglas con el fingimiento de quien se sabe perdido y estudiando. Es, en este punto, cuando recuerdo que también fui estudiante; tuve que usar mis máscaras y buscar cuadernos alternativos para desplegar mis otredades, inquietudes y paréntesis, que no encontraban un lugar. Y, sin pretensiones lapidarias, porque siempre ha sido más potente mi deseo por aprender, que no acoge el ‘asir’ o el ‘agarrar’ de la etimología latina, sino el incendio, el vaciamiento y el viaje. En efecto, decidí que algunos cuadernos fuesen una suerte de ‘tablero de incertidumbres’, y algunos frutos provisionales como las notas nunca serían un fin en sí mismo. La intención no es la nota.

Huelga reconocer que, en otras épocas, llamaban maestros a los replicadores de verdades y reglas. Teníamos una verdad indiscutible en el fondo del escritorio; se paseaba entre libros, lentes y calificaciones. Los alumnos tenían que renunciar a su luz más profunda y reconocerse a oscuras, sin saber, como un cuaderno prometedor, que carga a sus espaldas líneas y cuadrículas por donde el error, los tachones y el llanto debían pasar con su ahogo. Todos tuvimos que salir de nuestra caverna platónica, y nos acostumbramos tanto a esa gramática, que todavía hoy pesa su guerra.

En los tableros sólo había certezas, réplicas y ecos de grabadoras mecánicas, que debíamos aprobar como si el mundo fuera una cosa y el aula, otra. Y después, mágicamente, nos convertíamos en los «aptos» para ver y vivir una unívoca vida moderna: el copista del progreso sin límites. ¿El trasfondo? Los agonizantes metarrelatos pululaban en esos tableros, que eran verdes por su intención esperanzadora con el saber milenario, pero los baños, los murmullos y las circunstancias disruptivas probaban que el joven —¡estos jóvenes de ahora!—, alzando su voz o su grito, trataba de no ahogarse. El moderno es un mundo adulto que también está perdido; se sigue matando, ahoga con sus chimeneas el lugar del aprendizaje que tiene que ser verde e incierto por todas partes.

Ahora que intento ser profesor y que el tablero es blanco a veces, me apasiona su abisal nadería, sus preguntones mamarrachos; las maletas y los cuadernos que mis estudiantes cargan en sus ojos de trasnocho, y que buscan este espacio dramático de cuestionamiento donde el amor por el saber y el kairós —esa tarea humana con el tiempo—, los reconoce, controvierte y valida, instándolos a los acuerdos mínimos, que no eluden sus líneas rojas. No ha sido una tarea sencilla desnudar esas verdades, que ya son nuestro inconsciente colectivo, dando paso a las alteridades que nos reclaman en la presencia de pensadores, en los rostros silenciosos pero conectados y los aportes sonoros que acercan el texto filosófico, haciéndolo suyo; que cultivan esa búsqueda en medio de sus nadas y un horizonte gadameriano movedizo. A partir de todo esto, se podría inferir que todos somos adolescentes, lo que equivale a ‘gritar’ —como lo indicara Deleuze acerca del filosofar—: somos como el para-sí sartreano o el Dasein de Ser y Tiempo, esto es, siempre arrojados a erigir nuestro sentido del ser, tempóreo, histórico, existencial, problemático, pasional y conjetural. Nunca estamos lo suficientemente maduros y, por ello, la tarea es deontológica y estética. En ese mismo horizonte, los maestros —que nunca estamos hechos del todo, ni es suficiente cada estrategia de encantamiento, cada desplante, agradecimiento, reconocimiento o políticas públicas que no miran a la educación de frente y en sus contextos, en fin, que no saben mirarnos— hacemos nuestra la apertura de aquel que adolece y que, por ello, se asombra, escribe, borra, boceta, se rehace y desaprende. Esta es una de las profesiones con mayor incertidumbre, porque justo en este nihilismo epocal hemos de visibilizar la pluralidad de relatos, ‘debolizarlos’ como lo hiciera G. Vattimo, dialogar con sus virtualidades y comprender sus líneas innegociables, pero, además, revisar de todos esos saberes aprendidos qué puede acompañar estas nuevas búsquedas, que no hacen filósofo, economista, matemático, literato, lingüista, químico, contador o biólogo a nadie y a la medida del título universitario y que, no obstante, por la necesidad de nexos y complejidad, reclaman su voz al servicio de una humanidad escindida y en deuda con la Madre Tierra: es nuestro deber reencantar el mundo al borde de este gran abismo de extinción y sequedad.

El hombre universal de un Renacimiento decolonizado y plural, del borde, nos llama con otra voz: esta vez no coloniza, sino que poetiza y sigue preguntando, nos llama a recuperar esa visión de conjunto con la urgencia del «cuidado necesario». Nuestro lugar es el nexo, la conversación atenta y compasiva, la razón que mira, la que escucha, la que está encarnada y es su circunstancia, la que hace silencio y siembra, y respira profundo: el tablero donde nuestra existencia deviene en una ética–estética del cuidado más allá de sus antropomorfismos. Lo admirable en la incertidumbre radica en que, no sólo la ciencia y la técnica, sino las artes, las humanidades, un poema, una novela, un cuento o un drama muestran que todo podrá ser sentipensado de otra manera. Y «darse forma» en medio de la incertidumbre y los puntos ciegos mantiene encendida la llama que nos convoca a inspirar a quienes a veces creen que el mundo y nosotros seguimos siendo lo mismo; eso que en El ser y la nada se concibe bajo la fórmula peligrosa, que parafraseo hilvanando una discusión de largo aliento: que el para–sí se confunda con el mundo que ha construido y se vea a sí mismo como el impostor de un ser que nunca será el suyo. Nuestra casa es la incertidumbre. Siempre seremos esos nómadas con la responsabilidad de un «entre».

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*Wilfer Alexis Yepes Muñoz (Medellín, Colombia, 1985). Es Doctor en Filosofía (2015), Magíster en Filosofía (2013), Filósofo (2007) y Licenciado en Filosofía y Letras (2012) por la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín). Se ha desempeñado como docente de cátedra y como director de trabajos de investigación posgradual en la facultad de Filosofía de dicha institución. Áreas de investigación y docencia: filosofía contemporánea, filosofía del arte y estética, hermenéutica, teoría literaria, pensamiento y literatura latinoamericanos, y la relación filosofía-literatura.

De su pasión por la literatura y la filosofía han surgido numerosos artículos para revistas académicas indexadas y entre sus libros destacan ‘Lo humano como ficción’. ‘El pensamiento mágico de Ernesto Sábato’ (2017) y ‘Hacia una estética del conocimiento’. ‘El conocimiento como creación en la perspectiva de Nietzsche’ (2015). También publicó tres poemarios: ‘Reflejos en el agua’ (2013), ‘Adjetivo de límite’ (2014) y ‘Un espejo en el centro del mundo’ (2023).

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