Filosofía Cronopio

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CÓMO HACER MALAS PREGUNTAS

Por: Juan Andrés Alzate Peláez

Asombro y Necesidad

¿Que toda pregunta nace del asombro? ¿Que nuestra curiosidad tiene su origen en la fascinación? No lo creemos ¿Qué de asombro o filosofía hay en preguntar “con cuántos cubitos de azúcar lo quiere”?

Está bien. Que todos hacemos preguntas, las hacemos; pero de ahí a que toda pregunta pueda ser apellidada legítimamente como filosófica hay mucho trecho. Las preguntas no son preguntas sin más, son preguntas orientadas de acuerdo a un deseo. ¿Cuántas veces nos pasa que, tras preguntar algo a alguien, quedamos insatisfechos con la respuesta al punto de decir que no es eso lo que estábamos preguntando? ¿Cómo sabíamos que esa era la respuesta si no la conocíamos?

Situaciones como esta nos dan una pista: las preguntas nacen de una necesidad. Rara vez inquirimos por cosas que no nos afectan o que no nos interesan, y cuando lo hacemos, no suelen ser preguntas brillantes, ni razonables, ni aún sensatas. Sólo la necesidad, el instinto de supervivencia (por qué no), nos mueve a la curiosidad. Deseamos saber porque no soportamos la idea de no poder controlar el mundo que nos tocó por hábitat.

No es raro que, como dijera el ilustre Emanuel Kant, el mundo “responda” en los términos en que le preguntemos. Si analizamos un fenómeno en términos geométricos, es una respuesta geométrica la que esperamos y la que obtenemos. Si inquirimos por los aspectos físicos, sea cual sea la respuesta física que obtengamos, en tales resultados no podemos leer —objetivamente— un contenido moral, por ejemplo.

Cuando a alguno de los primeros homínidos se le ocurrió hacerse una pregunta, la primera pregunta jamás formulada, ahí se puede decir que nació la filosofía. Un vistazo irreflexivo al asunto nos lleva, y, en efecto, ha llevado a muchos, a reducir el discurso a una cuestión puramente emotiva: el asombro es el origen de la filosofía. Esa afirmación hay que cogerla con pinzas, o por mejor decir, no se le debe dar al término “asombro” la exacerbada importancia que se le da. Eso que en el lenguaje ordinario llamamos asombro es penúltimo en el proceso de preguntarse, indagar y hacer juicios. Aclaremos, en consecuencia, este equívoco.

Volvamos al ejemplo de los cubitos de azúcar. ¿Si a esa pregunta del mesero o de la señora de la cafetería (como quiera la imaginación del lector) el cliente hubiese respondido “si, son las 5:30”, no habría asaltado de inmediato la perplejidad al cuestionador? Proponemos una situación absurda, pero supuesto que así hubiere sucedido se pone en evidencia algo más: la actividad inquisitiva se mueve en el ámbito racional, exige moverse en el terreno de la lógica.

Podrá objetarnos uno que otro lector eso de que las preguntas nazcan de la actividad racional. Y con justicia lo hará, pues no es eso lo que hemos dicho. Independiente del ámbito en el que se generen las preguntas, ellas exigen hacerse claras, “legibles”, para el intelecto ajeno al que las produce. Lo que no pueden objetarnos es que tanto el lenguaje como la comunicación no son un imposible pues, bien por naturaleza o bien por convenio (no nos adentraremos en eso ahora), el lenguaje se atiene a cierta lógica, lo que lo dota, asimismo, de cierta necesidad.

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De qué están hechas las preguntas

Hasta aquí sólo hemos esbozado la naturaleza de las preguntas y hemos tratado de decir que no toda pregunta es verdaderamente una pregunta filosófica por el solo hecho de ser indagación de algo. Se sigue, pues, que hay más de una clase de pregunta y que no toda pregunta es una pregunta filosófica. Aclaremos, en consecuencia, qué entendemos por preguntar y qué por preguntar filosóficamente.

A saber, hagamos la inevitable pregunta por la pregunta, o como diríamos los filósofos, hagamos un ejercicio “dia-inquisitivo”: ¿qué es preguntar?, más aún ¿qué es lo propio del acto inquisitivo, lo que lo diferencia de cualquier otro acto o juicio? Cuando pedimos la definición de preguntar nos encontramos con algo harto lejano de lo que Sócrates entendía por definición. A quien se le pide dar cuenta de ello (incluido el diccionario, y el que no lo crea que vaya y lo vea) responde circularmente, esto es, con un sinónimo, con la misma palabra o con ejemplos, pero de ordinario no se llega al concepto mismo. ¿Qué es preguntar? —preguntamos— es interrogar, hacer preguntas —responden—. Es curioso que en casos como este, que no es el único, no siempre respondamos “eso no es lo que estaba preguntando”. Sobra decir que concepto y definición no son lo mismo, pero no nos adentraremos en esa cuestión ahora. Baste con saber que la definición debe remitir al concepto.

Dicha circularidad nos lleva a pensar que usamos con tal inconsciencia esta clase de enunciados (decimos enunciado en un sentido muy general) que no somos capaces de dar cuenta de su esencia, si es que es dable hablar de ella. Reformulemos, entonces, la pregunta ¿qué es lo que hacemos de particular (respecto a otro tipo de actos intelectuales) cuando preguntamos? ¿qué es lo propio del enunciado interrogativo? Sabiendo esto sabremos qué es preguntar.

Si han seguido con atención la lectura, habrán notado que estamos planteando dos aspectos del mismo hecho interrogativo; uno práctico (el acto inquisitivo) y otro teórico (la esencia de la interrogación). Veamos.

Se dice que, por definición, sólo se desea lo que no se tiene. Si somos estrictos esto es un imposible, pues en realidad lo que no se tiene es el universo menos lo que ya se posee. Ciertamente se desea lo que sabemos que existe pero que no tenemos. Hay que haber probado los frutos del árbol del conocimiento antes de volverlos a desear, de otro modo no se puede tener la sensación de carencia. Traemos esto a colación por lo que ya dijimos de que la pregunta nace de la necesidad.

En principio, como dijimos, la pregunta es indagación por lo necesario, o bien por lo necesitado o deseado. El deseo, también es una necesidad –sea creada o no. Esto está bien, pero no es una definición suficiente. Por algo en el lenguaje cotidiano se habla de preguntas abiertas o cerradas. Las preguntas, entonces, se pueden clasificar, tienen linaje al cual asociarlas.

Así como hay preguntas de las que podemos esperar, bien que mal, una respuesta (abiertas o cerradas), también hay preguntas para las que no existe respuesta. Estas últimas son las malas preguntas. Lo son o bien por su mala formulación, o bien por lo inútil de su planteamiento (no confundamos con las preguntas difíciles, que su irresolución no es algo intrínseco de ellas sino del indagador).

Ampliemos un poco más lo de las clases de preguntas ¿por qué quedarnos con que sean abiertas o cerradas? De ordinario puede servirnos esta analogía, pero no para lo que nos proponemos analizar. Hagámoslo al revés, analicemos las clases de respuestas que solemos dar a las preguntas.

Hay preguntas a las que respondemos aportando datos concretos obtenidos por observación y experiencia. En este caso, además, hay dos vertientes: unas veces esos datos los aporta la vivencia interna del individuo y podemos decir que esta respuesta es de orden psicológico. Otras veces sustituimos la observación y experiencia por las afirmaciones que aporta la ciencia, en este caso la respuesta es de orden científico. A este primer grupo de preguntas las llamaremos empíricas (“empeirikós” en griego quiere decir experiencia), ellas son, de hecho, las más frecuentes, como la del ejemplo con que comenzamos.

En la lógica y en las matemáticas respondemos explicando cómo se aplican las reglas del pensamiento, entiéndase de cálculo o de razonamiento. Esta clase de respuestas obedecen a preguntas que llamaremos formales. Son una clase muy particular de pregunta pero quizá son las más precisas, y además son las que garantizan el progreso tecnológico de la humanidad.

Por último tenemos preguntas a las que no se responde ni aportando datos concretos de la propia experiencia o de la ciencia, ni menos aún aplicando reglas lógicas o matemáticas. Estas son las preguntas filosóficas.

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Preguntas filosóficas

Lo propio de la pregunta filosófica es que sea general y radical, que vaya más allá de lo obvio, que busque respuestas a exigencias profundas del espíritu humano y que no pretenda respuestas definitivas y concretas sobre la cuestión.

Si se muere nuestra mascota, la clase de preguntas pragmáticas que haríamos serían del tipo ¿ahora compramos un canario o una tortuga? ¿será que lo cremamos o lo enterramos en el patio? Esas preguntas indagan por la necesidad inmediata, por lo obvio. El filósofo se preguntaría ¿qué es la muerte? ¿qué significa que algo tenga vida? Las preguntas filosóficas remiten al ámbito de lo conceptual, no de lo definitorio o imaginario. Por ello se dice que la filosofía se expresa por conceptos (“conceptus” es lo que se engendra, lo que se concibe). La respuesta a la disyuntiva de comprar canario o tortuga es definitoria, la respuesta a qué es estar vivo no cabe en una frase o una orden, se vuelve, a la larga, una tarea.

Así pues, la filosofía se pregunta por cuestiones tan generales que se busca que tengan validez universal. No se pueden tener objetos particulares en la filosofía, no es una pregunta filosófica saber cuántos melanositos hay en la piel del humano promedio, pero sí es una pregunta filosófica la indagación por lo que es el hombre.

No en vano Kant decía que las clases principales de preguntas filosóficas son: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? O dicho de otro modo, en filosofía hay preguntas metafísicas, éticas y epistemológicas. Más adelante añadió una cuarta: ¿Qué es el hombre? O sea que la filosofía indaga por lo que somos y lo que hacemos.

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Malas preguntas

A diferencia de las preguntas que hemos clasificado como formales y empíricas, las preguntas filosóficas siempre generan nuevas preguntas. Se podría decir que las preguntas filosóficas son abiertas, con la salvedad de que ni se quedan en lo obvio ni admiten poco rigor argumentativo. Todo lo contrario. Puesto que la filosofía se expresa por conceptos sólo los argumentos coherentes, convergentes y convincentes, dentro de lo que las herramientas lógicas nos permiten, son filosóficos.

Así como suena, la filosofía exige rigor argumentativo, de allí que una conversación de cafetería esté bien lejos de ser verdadera y buena filosofía; por más que haya poetastros que, creyéndose sabedores de lo arcano y lo porvenir, crean que sus opiniones se identifican con la verdad y que cualquier frase de cartelera es filosofía –ah falta que nos hace Parménides con su distinción de la opinión y la verdad–, la realidad es muy otra. Las opiniones están bien para hablar de las noticias, o del partido de fútbol, pero en filosofía las opiniones no se respetan, lo que se respeta son los argumentos.

Traigo a colación este ejemplo porque, ciertamente, el desconocimiento de la filosofía hace que la mayoría de la gente la identifique con lo que no es. Y bien sabemos que a la ciencia positiva le pasa parecido. Hay mala o falsa ciencia que muchos dan por ciencia, hay mala o, por qué no, falsa filosofía que muchos toman por tal. El origen de estas confusiones está en el desconocimiento de la filosofía o de la ciencia, la gente de nuestro tiempo (principalmente la del tercer mundo) no tiene idea de para qué es la filosofía o para qué es la ciencia (basta ver el pequeño número de personas que estudian carreras en ciencias exactas y en filosofía, respecto a las que estudian otras, para corroborar lo que digo).

¿Pero así como puede haber pseudociencia o “sofistería”, será que también pueden haber pseudopreguntas? Desde luego, pero dejemos que sea el propio Kant el que nos lo diga:

“Saber qué es lo que hay que preguntar razonablemente constituye ya una notable y necesaria prueba de sagacidad y de penetración. En efecto, cuando la pregunta es en sí misma absurda y requiere contestaciones innecesarias, supone a veces el inconveniente, además de deshonrar a quien la formula, de inducir al oyente incauto a responder de forma igualmente absurda, ofreciendo ambos el espectáculo ridículo de –como decían los antiguos– ordeñar uno al chivo mientras el otro sostiene la criba”.

La pregunta falsa es la pregunta absurda. Dice, entre otras cosas, san Agustín de Hipona, en sus Confesiones, que a la pregunta de qué estaba haciendo Dios antes de crear el mundo, hay que responder que el infierno para los que hacen preguntas inútiles.

Esta crítica a la desidia en el acto de indagar o preguntar no es un capricho de neuróticos, la razón es evidente: la filosofía aspira encontrar la verdad, apunta a ella. De otro modo no sería filosofía, sería acaso literatura pero no filosofía. Si nuestros antepasados no hubiesen tenido ese criterio hoy no tendríamos civilización, no tendríamos ciencia, no tendríamos leyes ni derecho. El mundo real, la vida en sociedad no se determina por meras opiniones, exige acomodarse al mundo en que se manifiesta. Por más que queramos que las cosas sean de tal o cual forma, sin un bofetón escéptico que nos despierte, sin un ejercicio riguroso del pensamiento, no llegaremos a verdaderas respuestas.

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El precio de la duda

Ya dijimos que la filosofía no busca respuestas definitivas, por lo que cae en aparentes paradojas (como que existe el ser inmutable y el devenir mutable), pero eso no es prueba de falta de rigor, es porque la naturaleza de la filosofía es inexacta, abierta, de objetos universales y no particulares, expresada en conceptos y no en definiciones. Si el filósofo llega a creer que puede haber un tiempo existencial diferente del cronológico es porque ha pensado y porque se ha preguntado.

El ejercicio de preguntarse y pensar lo hacemos todos. Como no podemos evitar pensar, no podemos evitar hacernos preguntas. En ese sentido puede decirse, de manera muy amplia claro está, que no podemos evitar filosofar. De allí que nos convenga saber algo de filosofía, no sea que nos adscribamos acríticamente a una mala filosofía. No sea que caigamos en el vicio de hacer preguntas inútiles; no sea que, pero aún, nos conformemos con cualquier respuesta.

Hay algo en la psicología humana de lo que nos tenemos que cuidar para no caer en el error, y es que preferimos cualquier respuesta a no tener ninguna. El problema no es tener respuestas así sean malas, el problema es no seguirse preguntando, no dudar, no indagar más. El hombre que se conforma con malas respuestas es como el que introduce su caña de pescar en un balde creyendo tercamente que obtendrá buena pesca.

Muchos científicos nos endilgan sentencias despectivas a los filósofos, pues creen que lo que no es ciencia exacta no es nada serio. Mucha gente nos ve a los filósofos como salidos de contexto. La filosofía es una pobre incomprendida, pero de eso hablaré otro día. Al punto que quiero llegar es que hay cuestiones más grandes detrás de la pregunta que el solo asombro, como son la curiosidad y la constancia.

La pregunta, entonces, nace de la necesidad, la respuesta de la constancia; y la filosofía, de la contemplación. Ésto último, la contemplación, es más diciente que el sólo asombro. El asomrbo remite al miedo de los primitivos, la contemplación a la felicidad de la verdad.

Dudar es la mejor práctica que puede hacer cualquier hombre. Si no se duda, no se cambia de opinión, se vive servilmente sin saber para quién se trabaja. Por algo decían los antiguos romanos, en una frase que no me canso de repetir, “ubi dubium, ibi libertas”, donde está la duda allí está la libertad. Ese es el precio de la duda, de la sana y rigurosa duda: la libertad.

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