LA MUJER NO ES UN MISTERIO
Por Orlando Arroyave Álvarez*
El título es engañoso; tiene un falso aire de novela policial. Al decir que la mujer no es un misterio tendría que ponerse igual velo a cada uno de los objetos del universo (sin incluir al universo, claro está, que es el misterio de los misterios, si hemos de creer a los místicos y los astrofísicos).
En otras palabras, la mujer no es más —o menos— misterio que cualquier otro viviente… Y sin embargo pareciera que la mujer —rol o significante—, si hemos de creer ciertas discusiones académicas, es un misterio al cuadrado; no le basta con pertenecer a un grupo particular de mamíferos que se llama a sí mismo la especie humana, y que de por sí ya es un misterio, sino que ha sido nombrada «sombra», «continente negro», cuando no hechicera o Eva.
La construcción del sexo de Laqueur
Thomas Laqueur, en su texto «La construcción del sexo», nos puede orientar en algo. Su libro es propio de un genealogista que, a decir de Foucault, hace «un uso rigurosamente antiplatónico» de la historia. En su libro «Nietzsche, la genealogía, la historia», afirma que la genealogía «no tiene como finalidad reconstruir las raíces de nuestra identidad, sino por el contrario encarnizarse en disiparlas; no busca reconstruir el centro único del que provenimos, esa primera patria donde los metafísicos nos prometen que volveremos; intenta hacer aparecer todas las discontinuidades que nos atraviesan».
Por lo tanto, el libro de Laqueur disuelve «nuestra identidad» sexual recurriendo para ello a la historia. Esta historia la podemos resumir en dos conceptos: el cuerpo único o el cuerpo unisexual; y el establecimiento de «dos sexos distintos, inmutables e inconmensurables». En síntesis, lo que quiere mostrar este genealogista, es que «el sexo, como el ser humano, es contextual», sin negar los componentes biológicos, ese «granito ontológico», que son los «compuestos químicos» o las hormonas.
Su tarea, como genealogista, consistirá entonces en persuadir «al lector de que no hay representación ‘correcta’ de las mujeres en relación con los hombres y que, por tanto, toda la ciencia de la diferencia es errónea»; o mejor, que ninguna representación puede aspirar a la verdad sobre lo que es (son) la(s) mujer(es) o, agreguemos nosotros, lo que es un hombre.
Sin embargo, sí puede establecerse una diferencia importante históricamente, puesto que «sólo la mujer parece tener ‘género’. La propia categoría se define como aquel aspecto de las relaciones sociales basadas en la diferencia entre sexos, en la cual la norma siempre ha sido el hombre», lo que ha llevado a algunos a formular la idea de que «la mujer es una categoría vacía».
Laqueur muestra, con una extensísima bibliografía cómo fue concebida la diferenciación sexual desde la Antigüedad Clásica hasta finales del siglo XVII. La idea de Galeno, que sirve de epígrafe a este recorrido histórico, y que pervivió hasta más allá del Renacimiento era: «Volved hacia fuera [los órganos genitales] de la mujer, doblad y replegad hacia adentro, por así decirlo, los del hombre, y los encontraréis semejantes en todos los aspectos». Un solo sexo, que se manifiesta en una de sus imperfecciones: la hembra. No se concebía propiamente ‘otro’ sexo, sino una diferencia de grado: la mujer era un hombre inferior; no había una esencia llamada mujer. Toda la concepción de la temperatura corporal al igual que los fluidos que recorren y expulsan los cuerpos está marcada por esta diferencia de grado no de naturaleza.
Ese modelo va dar paso a otro: el de la mujer como alteridad; no es que haya desaparecido la otra concepción, pero irá ganando presencia la concepción de dos sexos. Pero entonces pongamos sobre el tapete las propias interpretaciones de Laqueur: «A finales del siglo XVII y en el siglo XVIII, la ciencia otorgó una sustancia material, aceptable en términos de la nueva epistemología, a las categorías de ‘hombre’ y ‘mujer, consideradas como sexos biológicos opuestos e inconmensurables». Esa inconmensurabilidad entre hombre y mujer será paradójica y problemática. A lo largo del siglo XIX se luchará en Europa por mantener esa diferencia radical.
Para Laqueur, la alteridad radical de la mujer es un invento victoriano. La mujer es tomada como otro sexual, un opuesto radical, un otro misterioso. Por ejemplo, el lugar que se le debía dar al clítoris: ¿era un pene atrofiado? O la pregunta que formulaba Freud: ¿existe un orgasmo vaginal y otro clitoridiano?
El orgasmo femenino
La proliferación de artículos científicos sobre el orgasmo femenino y sobre el clítoris, que a decir de Laqueur, «se ha escrito mucho más sobre el clítoris que sobre cualquier otro órgano, al menos sobre un órgano de su tamaño», tendían a radicalizar la diferencia entre un hombre y una mujer.
Exploremos algunas consecuencias de esta formulación de Laqueur. En primer término, es una preocupación reciente la pregunta por la esencia de una identidad, sea esta masculina o femenina, si nos atenemos a los postulados de este historiador. De la preocupación por establecer diferencias entre órganos y fisiologías, se pasó a establecer roles sociales diferenciados, y luego vendrá la pregunta por el «deseo».
Consecuencias…
Cada una de estas respuestas trataba de capturar una diferencia radical entre un sexo o el otro. Sin embargo el ahondamiento de estas diferencias destruye las diferencias, las disuelven. Pero antes de explorar esto último, indiquemos algunas de las respuestas de las mujeres en nuestra cultura a esta diferencia radical de los sexos.
En primer lugar, y si nos atenemos a las consultantes que vienen a nuestros espacios llamados clínicos, hay una indecisión de asumir un lugar en el mundo; sus referentes son de préstamo: el padre, el hijo, el esposo, etc. Sus autorrepresentaciones calzan, a la perfección, con lo que el psicoanalista Juan David Nasio denomina como una de las características de la posición femenina, y es la «posición de objeto» (las otras dos son: el placer sexual no se limita a un órgano y el uso del velo, esto es, «esconder el deseo»).
La mujer en cuanto una posición de objeto se reduce «ser un objeto de satisfacción para el otro»; contra esta posición se opone, según Nasio, el feminismo, que consistiría «en ir contra una posición femenina entendida como el lugar del objeto». La mujer aquí se sometería al otro, no sólo al hombre, sino también a aquellas mujeres que tienen las insignias de poder como la madre o la abuela en nuestra cultura o un amante.
De paso podemos plantear la preocupación, si lo importante de la lucha por el reconocimiento es la demarcación de los géneros, o si el problema invisible es de la dominación, esto es, de las tiranías, el de nuestros propios fascismos. O en otros términos, si lo importante es una igualdad (que no debe excluir las diferencias) o si por el contrario el afán de dominio de un sexo por el otro (cambio de tiranía), y la reivindicación por el otro (en este caso un grupo heterogéneo que se nombra como mujer) es un pretexto para mis propias tiranías.
La mujer, en esa «posición de objeto», sería eco o sombra del otro; su vida es un reflejo o proyección del otro. Digo mujer, pero bien podría ser un hombre; la estructura económica y social contemporánea está diseñada para colocar a algunos grupos o individuos (por su pertenencia económica, étnica, sexual) en el lugar de objeto.
Frente a esta respuesta combativa para salvar la «posición de objeto» creo que existen varias propuestas. Indiquemos algunas. La primera, y más conocida, es la reivindicación social, política o cultural de la mujer. La política de la reivindicación propone varias estrategias para des–objetivizar la mujer: la denuncia, la lucha por derechos sociales, etc. Esta política es necesaria, pero creo que no logra involucrar efectivamente lo que podríamos llamar la responsabilidad subjetiva por este proceso de des–objetivización, en otras palabras, que cada mujer a la que se dirija esta propuesta política haga un proceso de emancipación individual.
Algunas de estas propuestas reivindicativas pueden o no estar articuladas con una concepción de la mujer que a continuación nombro. En muchas de estas concepciones la mujer es puesta en el lugar de sujeto a imitar; hay una exaltación de la mujer, que yo denominaría, una hipervaloración de género. La mujer es puesta así como referente místico, mítico y ético–social.
En el primer caso, la hipervaloración de la mujer como patrón místico, considera que «la energía femenina» (propia de la mujer) ha sido sofocada, como afirma el místico hindú Osho, y, por tanto, «el mundo padece demasiado conflicto debido a la energía masculina y su dominación»; lo que le lleva a inferir que «ninguna mujer está interesada en la guerra, esto sencillamente es contrario a la naturaleza femenina».
La segunda concepción, que Mark Dary bautiza como «feminismo ecoutopista», es el feminismo de las grandes diosas, y que atribuyen a la mujer unos rasgos «inherentes» como la emotividad, la maternidad, entre otros. La mujer estaría ligada más a la «Madre Tierra, […] a la naturaleza (el cuerpo) más que a la cultura (espíritu), una criatura de la biología más que de la tecnología, un ser más intuitivo que racional».
Por último (y con ello no quiero reducir el feminismo a estas tres concepciones de la mujer), es la concepción de hipervalorización de género, en que se postula —en forma explícita o implícita— que la mujer es superior al hombre. En nuestro medio lo representa la profesora Florence Thomas. En una de sus columnas de prensa afirma: «no hay manera de dudar de que la guerra es patriarcal, de que la guerra es masculina», y propone, entonces, «volver a hablar de ellas desde la piel, desde el cuerpo, desde el dolor, desde impulsos profundos y palabras».
Esta misma concepción plantea la necesidad de desmasculinizar la sociedad o la cultura, y preconizan la necesidad de apropiarse elementos que se le atribuyen a la feminidad.
Decía antes que no pretendía agotar las diversas concepciones del feminismo, sino señalar tres que se encuentran presente en nuestro medio. Ahora quiero formular un reparo a estas concepciones. En primer lugar, hay una hipervalorización de la mujer que se complementa con su par romántico de la mujer como una misterio o un «continente negro»; niega así la mujer su status social comprobado: la mujer no es superior ni inferior al hombre; ni siquiera es su complemento o su opuesto; cada una de esas manifestaciones son históricas, sociales y culturales. En suma, no existe una sola formulación que pueda ser generalizada.
En segundo término, esta idealización lleva a reforzar estereotipos sociales (la mujer representa la intuición, el hombre la razón, los hombres son violentos, las mujeres tiernas, etc.), lo que cristaliza o petrifica cualidades que han sido históricamente determinadas por la sociedad, y que tienen las características casi ontológicas de los sexos.
Tercero, la mayoría de estas formulaciones no consultan la realidad política; por ejemplo, la idea de que las mujeres no hacen la guerra. Sólo hay que leer un poco del conflicto chechenio–ruso, palestino–israelí, sin olvidar las imágenes en Irak, donde las mujeres participan de actos de vejación y tratos violentos a prisioneros, para comprobar que no es cierto. Pero no es necesario alejarnos de nuestro conflicto: basta recorrer barrios, montes y selva, donde hay confrontación armada; la mujer participa en el conflicto, ya sea como estafeta, tejedora de uniformes, cuando no de soldado, con todas las insignias y terrores que se le atribuyen a los hombres.
Cuarto, cada vez son menos insostenibles los rasgos diferenciales entre hombres y mujeres inmutables y esencialistas. Esa es una de las trampas del discurso metafísico; casi plantear que las diferencias entre hombres y mujeres son «ontológicas». Es el aliento de Dios en la gramática.
Mis reparos se pueden reducir a dos. Primero, esas diferencias son siempre problemáticas cuando no inconsistente; esto es, los discursos y disciplinas científicos —o que aspiran a cierto rigor racional— no confirman cabalmente las prácticas y usos sociales del género. La experiencia de lo que soy, el «sujeto», puede ser tomada, como lo propone Michel Foucault, como una «forma» y no como una «sustancia». No existe una sustancia última que defina la experiencia de lo que somos. Igualmente no podría formularse que «ser hombre» o «ser mujer» es un rasgo ahistórico, más allá de la biología.
No existe por lo tanto, una concepción del hombre o mujer de para hoy para
siempre. Esta concepción se transforma constantemente; puede que pervivan formas arcaicas que nos resultan, a nosotros los contemporáneos, prácticas de sometimiento o de exclusión; pero es nuestro deber ético y político alentar una propuesta alternativa, no imponerla.
Por tanto la noción de diferencia sexual debe ser estratégica: no es la búsqueda de una identidad permanente (la Mujer, el Hombre) lo que debe animar una lucha, sino la capacidad de transformación y movilidad de esas concepciones.
La búsqueda o exaltación de la Mujer —una esencia— o de la mujer como pura negatividad —esto es, eco y proyección de El Hombre—, deben ser constantemente interrogadas.
O en otras palabras, no existe una pregunta a secas qué es una mujer o qué desea una mujer (esto es igual para lo que llamamos hombre); la respuesta se da en la esfera histórica, cultural, social y subjetiva.
Esto lleva a plantear una consecuencia política que ya habíamos nombrado, y es la necesidad de luchar contra nuestros propios fascismos, nuestras propias tiranías; no es mejor la tiranía «masculina» que la tiranía «femenina», o una tiranía abierta y visible (social), y una íntima e invisible (espacios privados); podemos ser antifascistas sociales, pero abiertamente fascistas en nuestras relaciones cotidianas. Estamos diseñados para ser vociferantes contra las tiranías ajenas, no las propias.
Si resucitáramos a Focault
En palabras de Foucault —y sirve de conclusión a lo dicho a lo largo de este comentario—, y que están referidas al libro «El Anti Edipo»: «¿Cómo hacer para no volverse fascista incluso cuando (sobre todo cuando) uno se cree un militante revolucionario? ¿Cómo eliminar el fascismo de nuestros discursos y de nuestros actos, de nuestros corazones y de nuestros placeres? ¿Cómo desalojar el fascismo que se ha incrustado en nuestro comportamiento?»
Responder a esa pregunta resulta más importante, en términos políticos y subjetivos, que seguir investigando o ahondando en los falsos misterios de las mujeres.
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* Orlando Arroyave Álvarez es psicólogo de la Universidad de Antioquia. Magíster en Filosofía de la misma universidad. Libretista del programa radial Rock U del Alma Mater. Director de la Revista de Psicología de esa institución universitaria. Gran conocedor de la obra de Focault. Es autor del libro “Artículos de segunda necesidad” Se encuentra preparando el libro “Breve apología a las aberraciones y otros escritos”, una recopilación personal de conferencias y escritos sobre psicología, psicoanálisis y filosofía.
Los problemas, diferencias o estereotipos que se dan entre los generos (hombre- mujer) es un asunto de construcción histórica, social subjetiva y politica, de allá que no se pueda hablar de un sexo debil o fuerte, tierno o guerrero sino de reflexionar nuestras practicas en relación con los y las otras para encaminar el saber por encuentros sanos y maduros que lleven al progreso de la sociedad, aunque se desmitifica a la mujer y el hombre como un misterio como muchas cosas más, queda la necesidad en profundizar sobre la igualdad de los sexos además de que para el hombre ellas no sean su objeto de placer sino un proyecto de estar con una sola…