Filosofía Cronopio

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ABELARDO Y ELOÍSA

Por José de J. Herrera Ospina*

Las figuras de Abelardo y Eloísa en el siglo XII son buenos referentes para entender el proyecto humano vital de la búsqueda permanente de la felicidad. Esta pareja vivió momentos de tanto gozo y presencia pero a la vez de tristeza y ausencia que cada una de estas manifestaciones humanas parecieran que se vivieran hoy por hoy con la misma intensidad que se vivieron en el ayer. En realidad existe algo que mantiene a los seres humanos interrelacionados y da sentido a la vida como tal, ese algo es el amor unido, la mayoría de las veces, a los proyectos de intelectualidad y espiritualidad humanas.
Abelardo estaba destinado en su vida a ser un caballero de la razón. Antes que el amor entrara a su corazón, la racionalidad lo había hechizado e incluso su trabajo intelectual siguió siendo importante después de su relación sentimental con Eloísa. Abelardo fue un Maestro en el pleno sentido de la palabra y estaba también destinado a ser canónigo. No obstante, este camino no era tan fácil ya que implicaba una serie de renuncias, entre ellas la vida conyugal.

Como filósofo tenía que adiestrarse en el difícil arte de la dialéctica, de los raciocinios y de los silogismos,  utilizar la verdadera persuasión y no la demagogia. Abelardo tenía todas las virtudes para alcanzar pleno perfeccionamiento en esta ciencia. Su espíritu era creador y sagaz, su corazón combativo y altivo. En París aventaja a sus compañeros y, lo más loable, a sus maestros Roscelino de Compiégne y Guillermo de Champeaux. Abelardo, como un verdadero «caballero de la razón», logra más tarde un puesto importante en la más famosa de las escuelas francesas: La Escuela Catedralicia de París, hoy por hoy, la Universidad de París.

Enseña y estudia, incluso se enferma y regresa a su tierra natal, Palais (allí había nacido en el año de 1079), pero regresa triunfante para estudiar teología y criticar severamente a su maestro Anselmo de Laón, quien para Abelardo era como un fuego que no alumbraba sino que solamente echaba humo.  Maestro de maestros, intelectual de intelectuales, la fama de Abelardo ya recorría toda Europa, y ganaba el cielo de la gloria racional. Filósofo y teólogo, además poeta. Instaura el método de la «Quaestio» (la disputa), superando el de la «Lectio» (la lección tradicional y repetitiva).

Es lógico que la fama atraiga la envidia. Esta última es el defecto de aquellos seres humanos que no pueden tolerar que otros los superen en conocimientos o aptitudes. Por esto es condenado Abelardo a incinerar sus textos,  el caso más dramático lo tenemos con la obra titulada «Sobre la Unidad y Trinidad divinas». En ella Abelardo pone todo su ingenio en demostrar racionalmente los datos de la fe, persiguiendo un objetivo claro: racionalizar la teología. Con lágrimas en sus ojos, tuvo que quemar su obra, fruto del ingenio, y recitar el credo de los apóstoles. Aquí, pues, la razón es triunfadora pero también  desgraciada. Triunfadora por que sus torneos dialécticos no acabarían, y desgraciada porque la envidia fatal le imponía cercenar su libre pensamiento e impedir que las posteridades conocieran la sabiduría escrita en tales textos. Este es el destino de los que se dedican al ejercicio de la razón. Sucedió en aquella época y sigue sucediendo hoy en nuestras sociedades.

Ahora es necesario  tener en cuenta la instancia del amor en Abelardo. Esta ingresó a su vida a través de una mujer llamada  Eloísa, que se convertiría en su dama y su compañera en el amor. Abelardo así lo expresa en su «Historia Calamitatum»: «Había entonces en París una joven llamada Eloísa […] Ella era bastante bonita y la extensión de su cultura la convertía en una mujer excepcional. Los conocimientos literarios son tan raros entre las personas de su sexo, que ella ejercía una irresistible atracción, y su fama ya era conocida en el reino. Yo la veía dotada de todos los  encantos que atraen a los amantes […] Pensé que me sería fácil establecer una relación con ella».

El amor nace del deseo humano. Este deseo construye, como lo afirmara el escritor francés André Maurois, edificios complejos de la más grande naturaleza y por ello, se unen dos infelices seres humanos, frágiles como los más frágiles seres vivos, y hacen de la vida una relación comunicativa, una relación afectiva. Es el amor algo tan complejo de definir como de vivir. Precisamente, esto acontece en la vida de Abelardo y Eloísa. Aquí la razón y el amor entran en comunión dialéctica.

Eloísa, la dama que comparte el amor con Abelardo, era una joven bonita e inteligente, sobrina de un tal Fulberto, canónigo de la catedral de Notre Dame, quien ve en ella a la mujer que le puede traer fortuna y prosperidad, ya que la puede casar con un duque, príncipe o incluso rey. Abelardo con su fama de maestro se acerca a la casa de Fulberto y este accede a que guíe en sus estudios a la joven Eloísa. Allí en la enseñanza dialéctica se cruza también la enseñanza erótica y Abelardo quien por mucho tiempo guardó continencia sexual, no pudo resistir más a la bella presencia de Eloísa y por medio de los juegos del  amor y del galanteo logra que ella acceda a sus deseos carnales desatándose así un gran triunfo en el amor pero también una gran desgracia. Triunfo, porque el amor de esta pareja era sincero y leal. Abelardo, según el mismo lo afirma en su carta, hasta ese momento no había conocido mujer pues rehusaba hasta el trato con las meretrices, y Eloísa era una jovencita que no había conocido el amor ya que había permanecido al cuidado de monjas y de clérigos. Nace así un amor grande como lo fueron los de Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Efraín y María, para solo mencionar unos cuantos. Y fue desgracia, porque también la envidia entrará a la vida sentimental de estos amantes.  Fulberto al darse cuenta de los amoríos, no resiste su ira por la supuesta traición y sobre todo cuando supo que su sobrina y el maestro Abelardo habían contraído nupcias a escondidas. Por ello, al regresar Abelardo a París, luego de llevar a Eloísa a donde su hermana, quien la cuidaría a ella y a su futuro hijo Astrolabio (el que mide las estrellas), le infringe la pena más cruel y más abominable que pueda existir para un hombre, la castración. Tal hecho se convertiría en la mayor desgracia sufrida por Abelardo y lógicamente afectaría también a Eloísa. Este evento hizo que cambiaran sus vidas y buscaran el amor ya no desde los deseos carnales sino desde los espirituales.

Ambos se convierten en monjes. Abelardo entra a la vida monástica y poco después Eloísa, casi por imposición de su esposo, también entra a la vida consagrada. Ya estos dos seres estarían unidos no por el amor carnal, sino por el amor espiritual, la «charitas». La correspondencia de Abelardo y Eloísa da muestras de ese amor que va pasando del amor humano al amor espiritual. Ahora bien, Eloísa está más comprometida con el amor humano que el espiritual, afirma una y otra vez que es a Abelardo y no a Cristo a quien sigue en este estado de vida. Por su parte, Abelardo piensa que debe expiar aún más su pecado y le pide a su amada acompañarlo ya no físicamente sino espiritualmente, a lo cual Eloísa accede pero con reservas. Sus palabras lo ilustran todo: «Dios sabe que nunca  busqué en ti nada más que a ti mismo. Te quería simplemente a ti, no a tus cosas. No esperaba los beneficios del matrimonio, ni dote alguna. Finalmente, nunca busqué satisfacer mis caprichos y deseos, sino los tuyos. El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga, y si no te molesta, la de concubina o meretriz». A lo que Abelardo responde: «Pide entonces al cielo la virtud de la piedad, aunque sólo sea para no estar separada de mí, que ya me aproximó como tú dices, a Dios. Sígueme en este camino y da muestras de una generosidad tanto más grande cuanto mayor  y más completa es la dicha que nos espera al fin del viaje. No habrá dulzura igual a esta de intentar la aventura juntos».

Son los  triunfos y las desgracias los constituyentes últimos de la racionalidad y el amor en Pedro Abelardo y en su amada Eloísa. No es posible, por ello, separar de esta egregia pareja aquellos dos elementos: Razón y Amor.  Porque tal como se encuentran unidos Abelardo y Eloísa, la razón y el amor también lo estarán por toda la eternidad. En la Abadía de San Marcel muere Abelardo en el año de 1142, protegido por el Abad de Cluny, Pedro el Venerable. Existe una leyenda que ilustra espléndidamente el carácter eterno del amor: Abelardo había sido enterrado por su propio deseo en un lugar llamado el «Paracleto» que él mismo fundó en honor al Espíritu Santo. Este lugar estaba, en el momento de su muerte, guiado por su amada Eloísa y lo fue hasta la muerte de ella, acaecida veintidós años después de la de Abelardo. Se cuenta que Eloísa solicitó, cuando llegó en 1164 su hora de morir, ser sepultada en la misma tumba que Abelardo: cuando se depositó su cuerpo, el cadáver de Abelardo tendió los brazos para recibirla. ¡Oh, poético relato!, poseyendo la gracia de lo fantástico e increíble es, sin embargo,  digno de fe, pues, qué más se podría esperar de tan sublime amor.

La permanencia de sus almas unidas en constante lucha, sobrepasaría el tiempo y el espacio, y se harían eternamente memorables. Por eso, en 1808, las cenizas de Abelardo y Eloísa fueron trasladadas al Museo de Monumentos Franceses de París, y seis años más tarde, depositadas, tras mezclarlas, en una tumba del cementerio del Padre Lachaise. En la lápida se lee: «Abelardo y Eloísa: Juntos para siempre». Aún hoy, en este lugar, las parejas del mundo van  a rendirle un homenaje al amor.
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* Jose Herrera Ospina es filósofo de la UPB, Magíster en Estudios Bíblicos de la U. de A. y Doctor en Filosofía de la UPB. Actualmente se desempeña como docente de tiempo completo del Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid en el área de Humanidades, asimismo es catedrático de Filosofía Medieval del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia.

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