Filosofía Cronopio

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FUNES EL MEMORIOSO Y ALGUNAS TESIS LACANIANAS

Por Juan Fernando Pérez*

«Si (como el griego afirma en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de rosa está la rosa
y todo el Nilo en la palabra Nilo.»
(Borges, El Golem).
Comparto el juicio de quienes afirman que Funes el memorioso constituye una de las más formidables ficciones del siglo XX. Hace parte de esa literatura deslumbrante que produjeron escritores como Proust, Ibsen, Kafka, Mann, Joyce, Musil, Broch, Faulkner, Marai, García Márquez y otros más, quienes honran la deleznable condición humana y salvan, junto a algunos trabajadores de frentes diferentes, ese siglo innovador y decisivo, siglo escandaloso y mortífero.

Allí Borges eleva a lo superlativo aquello que en general conforma su obra. Sabio y refinado, conjuga en su artificio, como un alquimista astuto, esa pasmosa imaginación que lo caracteriza, con la inagotable y compleja erudición que lo define; con el impecable brillo que le da a la lengua; con la fecunda y singular densidad de cada una de las reflexiones que alimentan la trama, con los contrastes que soportan el armazón; con un suspenso sostenido, que sin embargo es tenue pero visible.

El relato de esa insólita noche en la vida de un hombre que ignora el olvido, se halla tejido con admirables imágenes (¿cómo no sentir emoción genuina cuando Borges habla de la lluvia como «el agua elemental», o cuando describe a Funes como «un Zarathustra cimarrón y vernáculo»?), representaciones certeras (Borges es exacto cuando habla, por ejemplo, de las «avenidas urgentes» para tipificar la ciudad atiborrada), que aparecen siempre en el lugar correcto (es eficaz cuando martillea el uso de la palabra «recuerdo» en el relato), que se contrastan además entre sí para invitar a asumir lo inopinado. Y con todo ello asombra al lector, por una u otra razón. Es por esto que Funes el memorioso incita la producción de continuas elaboraciones y discusiones literarias, filosóficas, matemáticas, psicoanalíticas, jurídicas u otras, que ya hacen parte de ese proyecto que había previsto el mismo Borges en el cuento, «de que todos aquellos que lo trataron, escriban sobre él».

Subrayo el contraste mayor del relato, que no es el único que lo sustenta, pero el cual es necesario no olvidar para poder reconocer la lógica e implicaciones de la construcción. Aquel que se produce entre ese humilde muchacho, Ireneo Funes, habitante en los finales del siglo XIX de un oscuro rincón del campo uruguayo, «un compadrito —en alpargatas— de Fray Bentos», y ese ser «monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides» que acumula sin cesar todo tipo de conocimientos e información; que entonces aprende «sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín»; que se plantea preguntas a la manera de Locke, las acomete y avanza en sus respuestas. Así, aquel muchacho del callejón llegó a poder repetir de manera exacta, y en la lengua de los latinos, la forma en que Plinio se refiere a las hazañas mnemotécnicas de persas y griegos en su Naturalis historiæ, y en general lo mucho que examina el escritor romano en su enciclopedia; también, conseguía un reconocimiento quirúrgico de los procesos que se dan en los lentos cambios que produce el tiempo en lo viviente, e interrogó las eventuales impropiedades lógicas que puede tener la nominación en la serie de los números naturales, para llegar a proponer algunas posibles soluciones que hoy ocupan a distinguidos matemáticos. Es por tanto evidente el cálculo de Borges al construir este contraste. El hecho le da gran fuerza y consistencia a todo lo singular que allí se cuenta. Era incuestionable que convenía a la narración que el personaje fuese un hombre como Ireneo y no algún hombre ilustrado de Buenos Aires, de Montevideo, de Alejandría o de Londres.

Interesa en este contexto destacar sobre todo un plano del cuento, una contradicción allí presente. A partir de ésta es posible examinar elementos importantes de la tríada primordial de Lacan, la «serie augusta», al decir de Miller, de lo real, lo simbólico y lo imaginario.

En Funes el memorioso es contradictorio algo de lo cual Borges es claramente consciente y que sin embargo no corrige, si bien matiza. Se trata, de una parte, de un pasaje en el cual el narrador declara su sospecha acerca de «que [Funes] no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos», frase esta que diversos comentaristas toman como verdad absoluta y con la cual reducen al personaje a la condición de un ser maquinal de la percepción y la memoria. Ello contrasta con otros pasajes que van en dirección inversa. Ciertamente, quienes aceptan la idea según la cual Funes es sólo un ser embrutecido, abstraído en la minucia, dejan de notar que el narrador también sostiene que el personaje habla y dialoga; que lee de manera tal que puede entender las variantes que tiene un diccionario, leer libros densos y enlazar lo que de allí extrae con las proposiciones sostenidas por otros, y entonces, razonar; por ejemplo, acerca de las formas de pensar de estos, y luego exponer sus discrepancias y argumentos a partir de lo que deduce. También, que le es posible emprender complejos proyectos intelectuales que, por inauditos que se les suponga, son del mismo tenor que los de algún pensador insigne; que Borges le llama «lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso».

Quienes así piensan el personaje, dejan de establecer que el escritor no le teme a la contradicción, menos en el campo que ha elegido para sí, el de la ficción y el artificio. Aún más, que esa contradicción le es necesaria. Es decir, que Ireneo se sitúa también en lo abstracto, en tanto ello es indispensable a la indagación emprendida en el relato. No obstante, es claro que, a la vez, choca con lo general. Es exacto que Borges acentúa la dificultad que tiene su titán para la abstracción; que el personaje era alguien «con ciertas incurables limitaciones», pero de ninguna manera trata estas como características únicas del sujeto.

En consecuencia, resulta impropio reducir a Funes, como hacen algunos, a una simple metáfora (para algunos inspirada en Nietzsche) de la acumulación infinita de información (que lo es), la que, casi toda, resultaría finalmente inútil; es una interpretación apresurada reducirle a una mera anticipación de lo que son ciertos basureros de hoy, a metáfora de aquello en lo que están en trance de convertirse grandes sectores de la web , a pesar del interés que tiene tal metáfora. Desorientarse ahí impide reconocer dimensiones claves de la narración.

Para considerar lo anterior propongo preguntarse, con Funes, por la relación que pueda existir entre la tríada de Lacan y el ternario griego de lo universal, lo particular y lo singular. Este último cobra especial significación para la época actual. En efecto, las exigencias de aceptación por todos del discurso de la ciencia, la universalización que hoy se registra de ideales como los derechos humanos o los de la democracia generalizada, esto es, su vigencia en la concepción y en las decisiones de lo político, o en la regulación de la vida cotidiana de las personas, o la llamada globalización, con su efecto insospechado de segregaciones diversas, son hechos que reposan en inconsistencias profundas, veladas por el empeño en negar la singularidad y por tanto de borrar las diferencias constitutivas de lo humano. Dicho de otra manera, se trata del peso que ha llegado a adquirir el para todos, y así se ha instalado la confusión acerca de cuál sería el lugar posible para el sujeto (¿Sumarse? ¿Diferenciarse? ¿Cómo?…). Ello renueva la actualidad de las categorías griegas y obliga a precisar su sentido.

Anoto, por lo demás, que el ternario aristotélico sólo reaparece con cierta claridad conceptual en Occidente, como tríada, en La ciencia de la lógica de Hegel. Si bien hay diversas menciones importantes que le son precedentes, no obstante no lo desarrollan. Conviene señalar que dicho ternario ha sido reducido a menudo al binario de lo universal y lo particular, desde la Antigüedad, pero en especial, con la querella medieval sobre los universales. En Aristóteles su formulación relativa a las proposiciones universales y particulares, afirmativas y negativas (en lo que no se ocupa de la negativización de lo singular), parece incidir igualmente en la reducción de su tríada al binario universal–particular. Es oportuno indicar, en ese orden de ideas, que es en función de este sistema aristotélico, y de su forma de negar los universales y los particulares, de donde Lacan recoge una categoría lógica que guiará una parte significativa de su trabajo, la del no–todo.

Es en realidad sólo después de Hegel, seguramente con Russell y ya en el siglo XX, cuando el ternario adquiere su rigor epistémico más claro, y de donde Lacan se ha inspirado más directamente para hacer uso del mismo.

Se recordará que en el relato el narrador propone su ya paradigmática proposición según la cual a Ireneo «le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)». Es, nótese, una molestia la que aqueja al personaje, mas no un hecho que le fuera radicalmente incomprensible. Allí la sutileza del lenguaje borgiano es de nuevo decisiva. Funes reconoce, molesto sin duda, que estos «dos» protagonistas de la acción son percibidos por los hombres como si finalmente se trataran de uno sólo, desconociendo así sus desacuerdos, lo que a su juicio impondría una nominación diferencial que las estableciera.

En consecuencia, la dirección hacia donde Funes se halla empujado por su historia es la de situarse más allá de la palabra, de aquello que crea el conjunto, de la clase; por tanto, es un más allá de los universales; es un no hacer de estos una condición necesaria para relacionarse con el mundo, si bien es evidente que sabe de los mismos. Tampoco se detiene en lo particular de un conjunto. Es decir, aquel empuje no lo interrumpe con la aparición del caso, con la presencia de aquello que hace parte y da cuerpo al universal.

Es conveniente recordar aquí que es con estas categorías (o si se quiere, con palabras y con la capacidad de saber sobre las «cosas» que las palabras designan) que los humanos se comunican entre sí. Con lo simbólico, se diría con Lacan. Y Funes, ciertamente consigue estar ahí. No obstante, es claro que en forma continua se ve empujado a trascender esa dimensión, a ir más allá de aquella en la que los humanos se instalan regularmente para poder reconocer el mundo. Entonces, es posible afirmar que Funes no se halla más acá de los universales, esto es, no se halla instalado en una incapacidad absoluta de acceder a la idea de «perro». El empuje que le define, en últimas, es aquel ir hacia lo singular. Sí; pero desde los universales, lo cual precisa su naturaleza, su lugar y su destino. Así, el mundo de la abstracción (de lo simbólico, se diría con Lacan) se ve afectado en él, mas no impedido.

Pero, y esto quizás sea lo fundamental del cuento, ¿afectado por qué? ¿Acaso se puede afirmar que Ireneo Funes se halla dramáticamente habitado por un empuje hacia lo real, a diferencia del resto de los mortales, para los cuales tal orden resulta inaccesible?

No recuerdo ninguna imagen mejor elaborada acerca de lo que Kant llamó la cosa en sí, el númeno, que esta que Borges presenta en su relato como esa dimensión hacia lo cual Funes se hallaba compelido sin cesar. Y en tal imagen, si algo emerge con claridad, es su carácter finalmente incognoscible para los humanos, esto es, su carácter de imposible. También su sentido terrorífico, ‘unheimlich’, para ser más exacto (u ominoso o siniestro, según una débil traducción propuesta para ese término descomunal), sólo soportable a través de la ficción y el artificio. ¿Es esto a lo que Lacan llama lo real?

De acuerdo con lo anterior es posible afirmar que los universales constituyen en gran parte aquello que Lacan designa como lo simbólico, cuyo ejemplo más preciso en el relato es la idea de perro. Lo particular, en la medida en que se define como caso de un universo, elemento que hace parte de un conjunto, es por tanto igualmente simbólico; se trataría entonces de lo individual, de un perro (definido como tal por su ser de perro, esencialmente). Y en ese sentido universales y particulares conforman lo que los hombres llaman corrientemente «la realidad», es decir, las cosas designadas por palabras (por conceptos, si se quiere, según cierto vocabulario filosófico). Es el reconocimiento simbolizado del mundo.

¿Qué estatuto tiene lo singular a partir de la tríada lacaniana? ¿Es acaso aquello hacia lo cual es empujado Funes, hacia ese ámbito donde se producen «los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. [Donde se dan los tenues] progresos de la muerte, de la humedad [y que únicamente] el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso [podrá establecer]»?

De lo dicho se deduce que se trata de lo que Lacan llama lo real. Es decir, que lo singular es lo real. Es, para usar aun el ejemplo de Borges, aquel perro de las tres y catorce (visto de perfil) y el cual se diferencia, a no dudarlo, del perro de las tres y cuarto (visto de frente), y el que a su vez es también algo singular. Pero ha de reconocerse (y estimo que Borges lo hacía con toda claridad) que de cada uno de tales «perros» se podría establecer una singularidad todavía mayor. En ese sentido nótese que, en la perspectiva de lograr una singularidad cada vez más diferenciada, es posible avanzar infinitamente. Es lo que le permite a Lacan definir lo real por su carácter de imposible. Borges se detiene en el perro de perfil, o en el que está de frente un momento después, por cuanto su empeño primordial es, a mi juicio, ilustrar la disyunción esencial que existe entre el nombre y la cosa; entre la palabra Nilo y el río que así es nombrado, pero el cual, simplemente bajo el nombre, es inaccesible en su infinita complejidad, si bien sí es posible referirse al mismo de esa forma. Y entonces se puede sostener, insisto en ello, que Borges sabe bien que la palabra no alcanza jamás plenamente la cosa; que existe una disyunción estructural entre lo simbólico y lo real, y que en ese sentido es un nominalista decidido.

Señalo de paso que se notará a partir de lo indicado que las dos tríadas, la griega y la de Lacan, no pueden superponerse término a término, como algunos indicios lo sugerirían; pero examinar sus relaciones permite valiosas precisiones.

La tríada de Lacan (tríada que reconoce ante todo cuáles son las dimensiones subjetivas de la experiencia humana, y la cual puede considerarse como un ternario lógico) rompe y desarrolla el tradicional binario entre lo imaginario y lo real, que ha sido una forma común de establecer cómo viven los humanos lo existente. Éstos, como se sabe, se han preguntado siempre, en especial a propósito de ciertas experiencias (de experiencias en las cuales no hay certeza acerca de cuál es su naturaleza), si las mismas constituyen algo real o algo imaginario. Un zumbido, por ejemplo, que perturba algún momento de concentración mental de un sujeto. Y de igual forma lo han hecho filósofos, psiquiatras, poetas y sujetos muy diversos. Lacan vendrá allí a irrumpir en el binario al colocar lo que llama lo simbólico en serie con lo imaginario y lo real. Construye de esta forma (según una valiosa precisión aportada por J. A. Miller al respecto) un dispositivo para distribuir el vocabulario del psicoanálisis entre cada uno de esos tres órdenes, con lo cual enriquecerá de manera preeminente la teoría y la práctica analítica. Hacia el final de su enseñanza la tríada se hace nudo, y también tétrada, al reconocer la función singular que cumple un tipo de síntoma, al cual le dará el rango de registro u orden, y llamará ‘sinthome’.

Conviene no terminar sin aludir a uno de los efectos contemporáneos de la ciencia, el nacimiento de una especie sectaria que se conoce como los cientistas. Los hay de todo tipo: desde pacíficos universitarios que laboran aplicados en sus cubículos, aulas y laboratorios, hasta furiosos tecnócratas que aquí o allá reinan y acusan de «metafísica» y charlatanería a todo lo que no reduce el mundo a lo que ellos llaman «lo real», que suponen consiste en lo perceptible, así sea con la ayuda muchas veces de diversas extensiones de los sentidos; es decir, lo que se manipula con el significante y por ende con la técnica. En consecuencia, desprecian todo lo que llaman «irreal», «inexistente», «inmaterial», en una simplificación necia de la forma en que los humanos discurren por el mundo, habitan sus universos singulares y orientan, de manera lúcida o torpe, su existencia. Infortunadamente la discusión aquí propuesta tendrá que pasar hoy por aludir a ese reinado.

Añado, finalmente, que toda la reflexión precedente sobre el relato de Borges está preñada de consecuencias, a mi manera de ver, para el psicoanálisis. Por ahora destaco solo una, no la menos importante: la dificultad inmensa que existe para lograr acceder a lo verdaderamente singular, en tanto ese acceso es concebido con Lacan como un corte en lo real. El proyecto de Funes de poder nombrar cada singularidad, cada «perro» de cada instante y de cada punto del espacio, o, más brevemente dicho, lo único, constituye en cierta forma, una manera extrema de definir el proyecto de un análisis: que el analizante consiga nombrar su singularidad, aquella que lo constituye y lo define. Se trata de intentar lograr que en éste se produzca lo que Heidegger llama un ‘Ereignis’, un acontecimiento (término pobre para traducir el vocablo que elige el pensador de la Selva Negra para pensar lo único) que arroje ante sí su ‘singulare tantum’, su real, eso «que acontece de un modo único», según el decir del pensador (ver Identidad y diferencia). Y de tal manera es posible esperar que cada analizante pueda asumir las consecuencias que ello implica. «Desidentificarse», por ejemplo; ir al menos contra algunas de sus identificaciones (las que siempre los humanos, secreta o manifiestamente, defendemos con ardor, como si se tratara de verdades supremas) para poder construir vínculos ahora enriquecidos y disponerse verdaderamente a la creación. Anoto que es conocido que las identificaciones de todas formas procuran un lugar en el mundo de los demás, al menos ante aquellos que elegimos como interlocutores, cosa siempre importante para el hablante–ser.

“Funes, El memorioso” de Jorge Luis Borges. (Cortesía de “Todo un poco”. www.holahispanostv.com en Sydney, Australia).
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[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=74327IvTLs0[/youtube]
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* Juan Fernando Pérez es Psicoanalista. Miembro de la Nueva Escuela Lacaniana (NEL) y de la Asociación Mundial de Psicoanalisis (AMP). Ha publicado múltiples artículos en revistas de Colombia, Venezuela, Argentina, Brasil, EE UU, Francia, España y otros países. También publicó el libro «Conferencias y textos psicoanalíticos», Oakland, CA., 2009. Este artículo aparece publicado en Virtualia (Revista digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana –EOL–), No. 21, septiembre 2010, Año IX, bajo el título «De algunos elementos que aporta Funes».

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