PODER, LENGUAJE Y PESIMISMO CRÍTICO
Por Baltasar Fernández-Ramírez*
«Lo que sucede» en el relato no es, desde el
punto de vista referencial (real),
literalmente, nada; «lo que pasa», es sólo
el lenguaje, la aventura del lenguaje, cuyo
advenimiento nunca deja de ser festejado.
(Roland Barthes, Introducción al
análisis estructural de los relatos).
EL TABLERO
Nuestros futuros se juegan en terrenos arenosos. ¿Qué nos ofrece la política oficial, los conceptos clásicos y las prácticas contemporáneas? Desengaños, ingenuidades y hermosos valores ajenos a la complejidad e inmensa variedad de realidades sociopolíticas del planeta. Regímenes que se apropian de la etiqueta de democracias con adjetivos o con matices, y que se traducen en bipartidismos basados en el control del acceso a los escaños del parlamento, fraudes masivos consentidos por los partidos mayoritarios, socialdemocracias neoliberales (sin que esté claro qué es sustantivo y qué adjetivo en el binomio), aristocracias partitocráticas, clientelismos corruptos, demagogias populistas, un marxismo residual, tiranías, una democracia ideal que obvia la imposible igualdad de facto entre los hombres, la ingenua democracia directa asamblearia inviable en dimensiones estatales y supraestatales.
¿Cuántos ejemplos más hacen falta? Allí donde mire, sólo constato la dificultad para encontrar un modelo aceptable que pueda ser defendido públicamente y una miríada de posibilidades cuya estabilidad y significado apela al pragmatismo de de la razón de Estado como único argumento «sensato», convertido en estrategia electoral o de promoción del propio grupo frente a los adversarios políticos, con resultados en forma de equilibrismos, disimulos, simulacros institucionales (el primer objetivo del poder es demostrar —aparentar— que es poderoso; el primer resultado del sistema es la continuidad —la apariencia— del sistema).
Nada de este lenguaje me interesa. Toda frontera es una convención irreal, toda legalidad una discusión que se presta a múltiples interpretaciones sin acuerdo posible. Ya es demasiado tarde. El poder, la ciencia, las ideologías, los vendedores de verdad, sólo son una enorme fantasía, edificios metafóricos, trucos de prestidigitación simbólica, peligrosos a veces, los grandes productos del artificio humano.
Con nuestra querida postmodernidad, hemos aprendido a criticarlos, a no creer en ellos, a observarlos como el etnógrafo, que combina el interés participante con el necesario extrañamiento, a comprender sus dinámicas y revolucionarlas por el mero hecho de pensar, de hablar de ellas en voz alta, de no guardar silencios cómplices. Hemos aprendido de su fragilidad, de su ambición de solidez que al fin queda en nada, o en poco, estructuras débiles y pasajeras, transitorias, que viven de su propia ilusión de permanencia, que duran mientras hacemos que persistan, reducidas a relato, narración, novela, farsa, género literario al fin y al cabo, recreado en el retruécano divertido y triste de la tragicomedia. Es demasiado tarde, ya tuvieron su oportunidad: décadas, siglos, milenios de poder, de ciencia, de religiones, de aristocracias y elites, de vendedores de verdad. Nuestra tarea ya es otra. Afrontémosla de una vez.
LOS JUGADORES
Esta perorata es una apelación a la acción, o más bien a la reacción. Si el sostenimiento de la farsa está en nuestras manos, también lo está su fin. No es sencillo, no somos ingenuos, ni tontos. ¿Cómo puede una persona modificar un sistema social que lo contiene, dentro del cual ha venido a ser como persona?, ¿cómo puede decir no, si se siente atrapado en una maraña de influencias e intereses, de creencias y valores, de hilos ocultos de los que pende su fortuna, su destino, su lógica, su identidad, su trabajo, su ambición, incluso su vida? (Este es un problema inmenso: ¡que haya tantos lugares del planeta donde el crítico, más allá del previsible ostracismo, se enfrente al riesgo de perder su vida!).
Sólo sabemos sospechar, desconfiar de las grandes palabras y sobre todo de sus portadores, los vendedores de verdad, representantes de statu complejos que ni ellos mismos comprenden por completo (marionetas con poder, nodos infinitésimos en una red de redes líquidas), disfrazados en sus pieles de cordero, apelando a la razón, la ética, la hermandad de los hombres, la democracia. Sólo sabemos criticar, levantar la mano y la voz para mostrar públicamente las vergüenzas del rey desnudo. Sólo sabemos jugar con las palabras que sostienen la farsa de las cosas, el sutil, complejo y sin embargo débil edificio simbólico, la realidad construida de las cosas del hombre. Sólo sabemos descubrir los enigmas del significado, que al fin son simples, cargados de trucos sencillos que sólo convencen a quienes se dejan convencer, a quienes deciden seguir en el juego del silencio, la conformidad estratégica, el cálculo y la connivencia (toda connivencia es culpable, la ignorancia es una pose para eludir la responsabilidad, tanto como el poder es una pose para dominar al otro a través del miedo).
Sólo sabemos hablar, hacernos preguntas en voz alta. Y ya es mucho. Pensemos que tampoco los artífices de la mentira lo tienen fácil. No somos tontos, ni ellos tan listos, ni tan poderosos. No tienen más fuerza que la palabra y nuestro silencio. No tienen más fuerza que la que nosotros les damos. Eso es todo.
Pero nosotros somos técnicos, profesionales, intelectuales, profesores, artistas. También nosotros necesitamos ser creídos, que nuestras palabras remuevan conciencias, empujen a la acción de los demás, hagan que los demás también cuestionen las cosas, pierdan el miedo a hablar. A esto lo llamamos intervenciones, tratamientos, acciones, prácticas performativas cuyo terreno es la modificación de las prácticas sociales y cuya táctica es la modificación de las prácticas discursivas, que al fin no son algo diferente: nuevas formas de hablar que promuevan nuevas formas de acción, nuevas formas de ser en sociedad.
Esto no implica que debamos ambicionar el «poder» de cambiar la sociedad, ni que debamos aliarnos con el «poder» que representan las instituciones del gobierno, las grandes corporaciones o las pequeñas (mezquinas) redes clientelares locales. El poder sólo es una retórica social más, ilusa e ingenua dentro de su propia esfera de discurso y de actuación. Nadie tiene «el control», nadie posee el poder de definir «la realidad» a su antojo. Hay que cuestionar también los conceptos de «poder» y de «intervención», como metáforas cuyo significado se agota en un juego de referencias simbólicas cruzadas, otras prácticas discursivas, al fin, a cuya apariencia de validez también contribuyen nuestros análisis técnicos o críticos. No se trata de que aprendamos a ser políticos, a ser poderosos. Quizá fuera suficiente insistir en la crítica, que discutamos, que resignifiquemos y enunciemos de nuevo los lenguajes con los qué sostener nuestras realidades sociales, que asumamos un papel activo en la creación de las condiciones simbólicas y prácticas (que al fin, no son diferentes) que hacen posible las instituciones sociales que quisiéramos tener. Quizá así el juego social viniera a sorprendernos.
Tampoco deberíamos introducir falsas distinciones entre «grupos políticos» (partidos, sindicatos, lobbies) y otros agentes sociales. Todos ellos son (somos) grupos de interés que muestran objetivos retóricos propios (sobrevivir, influir, controlar los recursos, reducir los riesgos) y todos ellos muestran (mostramos) un comportamiento político, es decir, estrategias discursivas para posicionarse y posicionar a los demás en la arena ecológica de los grupos de interés. No hay buenos ni malos, puros e impuros, racionales y políticos, igual que no hay clases sociales, ni derechas e izquierdas, ni normales y anormales, enfermos, discapacitados, y tantas otras categorías cargadas de valores, teñidas de estrategia.
Estos lenguajes ya no nos sirven, precisamente porque son los lenguajes que sostienen la farsa, los términos estratégicos con que los grupos imponen su versión de la realidad, registran e inscriben sobre la piel y las conciencias la gubernamentalización de la vida cotidiana (el sentimiento de culpa, la patologización de la normalidad, la ética del pacto y la razón de Estado), penetrando hasta la médula de las instituciones sociales, hasta el individuo, la familia, el grupo de amigos, trasladándoles sutilmente la responsabilidad del control y la vigilancia (el panopticismo foucaultiano, la delación orwelliana donde los hijos denuncian a los padres, la culpa que los padres inculcamos en la conciencia de nuestros hijos).
No seamos ingenuos, ni nos disfracemos con las mismas vestiduras que los vendedores de verdad. No hay un ellos y un nosotros claro, estamos mezclados en identidades múltiples, confusas, transitorias e interesadas. La primera sospecha se dirige contra mí mismo. Todos convivimos en el mismo juego social, así que todos debemos ser analizados con los mismos parámetros (esto enseña el principio de simetría); es más, no les analizamos a ellos, no son tan interesantes, ni a nosotros, dejemos esa tarea a la vanidad de la autobiografía: lo que analizamos es el juego.
LAS REGLAS
El juego no es uno, sino muchos al mismo tiempo, mezclados, entrelazados de maneras confusas y tramposas. El juego no tiene unas reglas claras, públicas, reconocibles ni estables. Al contrario, las reglas son una parte más del juego, y sufren modificaciones según avanza. Lo que usualmente llamamos reglas del juego son otras tantas reificaciones, efectos discursivos que se imponen o se visibilizan acordes a las jugadas. Las reglas conllevan y sostienen ideologías, estrategias y retóricas de poder. En puridad, no hay distinción clara entre estos conceptos: las reglas están ideologizadas, las ideologías se normalizan en forma de reglas, todas ellas son jugadas, movimientos dentro del juego, etc.
También la pregunta sobre la «efectividad» es incorrecta. ¿Cuáles son las mejores estrategias? Mal formulada. Los «resultados» del juego (los impactos de la intervención, las ganancias) sólo son valoraciones momentáneas de hechos descontextualizados. Los resultados no son cosas, sino argumentos, enunciados retóricos que reifican objetos de discurso con ánimo estratégico. Nadie gana o pierde de una manera absoluta, todo es más complejo, depende de los marcos valorativos de cada grupo, de cada contexto de intereses, de los marcos que se impongan o se visibilicen transitoriamente.
El juego no se detiene; afecta y se entrelaza con muchos contextos de interpretación en momentos diferentes según cortes diacrónicos y sincrónicos. Los resultados son relativos al contexto de interpretación, igual que el significado de la palabra es relativo al contexto semántico del texto.
El juego consiste básicamente en seguir jugando.
LA PARTIDA
Cada interpretación del juego, cada lectura o análisis, depende y se significa en relación con un contexto de discurso, un momento, un devenir, no en un sentido temporal, sino en un pliegue de connotaciones, interpretaciones y posicionamientos que desdibuja los límites entre el pasado y el presente, entre el presente y el futuro, y redefine los jugadores, las reglas y el tablero de maneras imprevisbiles. También el análisis técnico o experto (filosófico, científico, legal) es una lectura interpretable en los mismos términos.
El objetivo de la intervención no es «mejorar el mundo», sino «intervenir» en él. Nuestro objetivo primario es sobrevivir como grupo de interés, como interlocutor legítimo, aceptado o respetado, tomado en consideración. Igualmente, el objetivo político no es «controlar o dominar el mundo». Esto es una farsa, un enunciado autocomplaciente, una retórica atemorizante que choca con la evidente imposibilidad o resistencia del mundo a ser controlado o ahormado. No podemos domeñar el mundo social (tampoco el natural), sólo seguir hablando y confiar en que la resignificación modifique las condiciones en las que nosotros mismos y nuestras instituciones venimos a ser.
En cierto modo, todo el juego es una farsa. Esa es su virtud, hacer que la invención del significado imponga su realidad, hacer que la mentira, el simulacro, imponga su versión y proponga su verdad. La racionalidad científica, la racionalidad ideológica, rozan el delito de lesa sociedad, negando la posibilidad de convertirnos en agentes activos, en protagonistas de nuestra propia vida, de establecer agendas alternativas que vayan más allá de las imposiciones del statu quo. Convertidas en dogma, las racionalidades juegan en el bando de la razón de Estado, en el acomodo connivente de intereses y la conformidad calculada.
Apenas tenemos alternativas y nuestra aportación se limita a la influencia penetrante pero difusa de la crítica, que puede ser todo y quedar en nada. Esta es nuestra única aportación. No es mucho, lo reconozco. Muy pocos quedarán satisfechos con una propuesta que toma la negación radical y la sospecha como principio de reflexión. Muy pocos se sentirán tentados ante la ingente y alocada tarea de comenzar de nuevo, de revisarlo todo.
Nuestro futuro se dirime en el terreno de la distopía, de la paradoja y la contradicción, de la consciencia del desastre planetario. La Historia sigue siendo una terrible lección que se proyecta hacia el futuro. Debemos acostumbrarnos al pesimismo. Y seguir hablando.
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* Baltasar Fernández Ramírez es psicólogo social, profesor de la Universidad de Almería. Licenciado y doctorado en psicología en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha escrito trabajos variados sobre psicología ambiental, evaluación de programas, apologías del relativismo, ensayos sobre teoría urbana y teoría social. Coedita la recién nacida revista de acceso libre URBS, Revista de Estudios Urbanos y Ciencias Sociales, y ha dedicado algunos esfuerzos a investigar, criticar y denunciar el estigma social contra las mujeres obesas.
Balta… pues escribes cosas que ya sabes que estoy muy de acuerdo… si quieres me las vas pasando para hacer la composición final… y ya te comento cosillas de este texto cuando te vea al rato!!!!