FOTOGRAFÍA DE UN MÉTODO
Por María G. Navarro*
Escribo este tratado que tienes entre tus manos como quien escribe una carta de amor. Para quienes consideren que una cosa así representa un desaire hacia ambos géneros —el género ensayístico y el amoroso, el cual no se aviene exactamente al género epistolar sino que trasciende este y todo otro—, lo cierto es que por la razón antedicha se me antoja una oportunidad de rematar la penosa situación en que se halla el primero (el género ensayístico) lanzándolo a la indeterminación, abundancia y permanente ocurrencia de que goza el discurso amoroso. A este último, cuando no se le encuentra destripándose ardorosamente en pintadas sobre muros, vayas y papeleras, se halla entregado a la música, a las grietas abiertas con una navaja sobre la corteza de un árbol formidable, y en una innumerable cantidad de circunstancias. El caso es que el amor se declara de modo tal que traspasa cualesquiera denominaciones genéricas. ¿Lo consigues distinguir en el fondo de un pantano donde un anillo arrojado allí con desdicha marca una circunferencia perfecta poblada ahora de moho?
El género amoroso adquiere tantas formas como puedan imaginarse quedando liberado de la categoría misma de género. Es cierto que en conjunción con el género ensayístico tal vez produzca alguna forma de hibridación, que algunos considerarán inoportuna pero, a decir verdad, y en mi caso, no he podido por menos que darme a ella pues todo lo que aquí relato, exploro e indago constituye tan solo un fragmento de aquella vasta cantidad de declaraciones amorosas diseminadas en conversaciones contigo por lo que, por fuerza y acaso por fortuna, este ensayo no podía ser sino el resultado de una hibridación.
Durante años me has estado preguntando por el significado del método. Cuando no me has inquirido por el sentido exacto de un método, algo resabiada, me has llegado a preguntar en particular por un método para conseguir entender todo lo que te iba diciendo. Incluso en la distancia y presa de una tristeza licuada hasta el extremo de arder en melancólica agonía de espera y desazón inflamada, la cuestión del método nos ha llevado a discusiones extrañas a través de los medios virtuales de transmisión de señales acústicas, visuales y emotivas. Te confieso que a mí me ha parecido, llegado un punto, una banalidad andar planteándose cosas tales siendo que el mundo representa por sí mismo un espacio de una infinidad de objetos y de pensamientos y percepciones, por lo que andar todo el tiempo atascados en la definición de una palabra, que demanda atenciones tan limitadoras y aclaraciones insaciables y penosas, me ha llevado muchas veces a mandarlo todo a hacer puñetas. Pero de nuevo me hacías caer en la cuenta de que existía otro modo de formular la pregunta en torno al método, y entonces improvisabas un comentario poblado de nuevos pensamientos, a veces tan inusitados que nos espantaba la sola idea de dejar de ponernos a indagar por el sendero abierto. Y de vueltas estábamos con la cuestión del método sin saber si algún día acabaríamos agotando el hervidero de las muchas imágenes a que se arrima cualquier definición de método, expandiéndose por doquier ante nosotras los límites consustanciales a la improvisación de todo camino y todo transcurrir.
Cualquiera dirá que es ya mucha suerte la mía pues habiendo hecho votos de dedicación a esa extraña forma de indagación denominada filosofía he encontrado además a una amante que me pregunta por el sentido del método un día sí y otro no. Claro que quien lea esto —si en algún momento hizo un voto semejante al mío—, sabrá que no siempre es una suerte que alguien te pregunte por el significado del método. No sólo porque, como he dicho antes, a veces llega a exasperar la dedicación intelectual a tan ampulosa cuestión si miras por ejemplo la candidez de una nube que arrastra un cielo inmenso al pasar como la raya en el fondo del océano arrastra una tundra de polvo marino; o como cuando se contempla la lluvia monzónica en su instante más álgido; o como cuando un gajo de mandarina se desprende de otro gajo en una soberbia lentitud de la que mana una prodigiosa infinidad de sensaciones retenidas en una milésima de segundo tan táctil, sonoro, fragante y paladial como para hechizar al vasto conjunto de los pensamientos concebibles en el discurrir de una vida, poniéndolos de improviso al servicio de la pregunta en torno al significado de una nube, un gajo y quién sabe si de un segundo. No sólo, digo, sino que además de la cuestión apuntada (cuestión que, por lo que yo sé, a duras penas forma parte del gran conjunto de preguntas formuladas por la disciplina filosófica), puede llegar a exasperarte la maleabilidad inherente a los pensamientos concebidos por otros y por ti mismo; pues, a medida que avanzamos en la dilucidación y esclarecimiento del método, nos damos cuenta de que nunca basta lo dicho. ¿Acaso a la esencia misma de semejante cuestión le corresponde desasirse de cada denominación para, una vez liberada de lo ya expuesto, volver a planear sobre lo que venga después? Siempre el método y siempre él: ¿cuándo comenzaríamos a pensar en otra cosa? ¿Por qué iba a constituir la definición del método una toma de posición acerca de la posibilidad de pensar el propio acto de pensar y, más aún, la propia acción de pensar pensamientos verdaderos?
Siempre planeando y engullendo hacia dentro todas nuestras conversaciones, el método se hacía fuerte entre nosotras, y sin embargo, amor mío, jamás me preguntaste nada de forma o en circunstancia tal que no considerara un hallazgo tu observación. De puro encanto tuyo se me hizo inesperado todo lo que me fuiste preguntando. ¿Podré expresar alguna vez el significado profundo de un semblante maravillado, de un enternecedor entrecejo, apesadumbrado ante la tarea no sólo de concebir un pensamiento sino de trasladarlo al habla?, ¿y cuándo de un brillo de ojos con el que queda patente que no se termina de decir todo en lo ya dicho? Cuestiones así habrían de formar parte del elenco de temas, y aún de los asuntos mismos, en que se entrega la actividad de pensar, o al menos, habrían de formar parte del problema mentado cuando se discute si podemos acaso llegar a compartir los pensamientos; y a decir verdad, tengo para mí que estas preguntas son de una importancia rayana en lo dramático. ¿Cómo teatralizar la acción de pensar?
Tal vez sea una respuesta a tal pregunta la hibridación de esta especie de tratado y fragmento de discurso amoroso que aquí te presento, en el que, por encima de todo, la necesidad de hacer prevalecer el complejo discurrir de una nube y el fulgor apasionado de todas las sensaciones —incluso de las no concebibles pese a su carnal entrañamiento de segundo—, no ha dejado de cohabitar con las espaciosas estancias filosóficas diseñadas por quienes habitaron la provincia del método: ¡Certeza, claridad!… ¡Ah! ¿Acaso no sabéis, vosotras, que todos los nombres están en algún sentido en lugar de otros igualmente posibles? Habré por ello de decir: ¡Incierta, oscura! Y acaso aún más…
DIA PRIMERO: LA NOCHE
Primeras consideraciones acerca de las ciencias
Si preguntas a quienes te rodean si su entendimiento de las cosas del mundo es suficiente o si consideran que pueda este acaso comprometerse con dicha tarea, tal vez compruebes que para cada cual la respuesta a esa pregunta dependerá del crédito que a su vez conceda a la posibilidad misma de efectuar una comprensión semejante: ¡un entendimiento de las cosas del mundo no es empresa común! Que cada cual examine si es cierto que el entendimiento es la cosa mejor repartida del mundo o si lo es que los hombres se sientan en esta vida, por lo general, tan orgullosos y contentos respecto al acopio de hallazgos intelectuales atesorados como para no dudar, al instante, de si se lanzaron al mundo con suficientes pertrechos.
Para llegar a constatar una cosa así nada tiene que hacer la cuestión de si aplicamos bien nuestro raciocinio o si lo hacemos con habilidad suficiente: no hay camino recto que lleve a las cosas que al entendimiento le están deparadas. Tengo además para mí que tampoco la diversidad de juicios nos entregará en brazos de ninguna duda. Ni el cinismo ni el hartazgo con el cual algunos al descollar únicamente sacan su cabeza por un instante sobre la superficie del indómito mar (por encima de cuya réplica en el cielo abierto nadie pondrá nunca su cabeza ni sus pies), podrán hacernos ver si lo que llegamos a saber es cierto o falso.
Digo esto porque más bien me inclino a pensar que —en el reparto de ese bien tan preciado— nada tiene que ver la comprensión efectuada, pues todas lo son del mundo en el cual uno vive: ni por aquello sobre lo cual se aplica, ni por la consistencia de ningún derrotero llegaréis a distinguir un entendimiento digno de admiración. Cabe decir algo más sobre el reparto de este aparente codiciado bien, y es que no sólo se emplea para conocer o para razonar o dominar la técnica del ornato aplicada a la expresión de pensamientos, pues lo cierto es que el entendimiento busca al mundo con anhelo y su relación con él es amorosa.
En cada hombre hallaréis vida propia y método, y a aquel que sostenga la hipótesis de que el razonamiento humano puede ser radicalmente plural en su expresión pero único cuando se conduce según reglas por él mismo autoimpuestas, puede respondérsele que ningún amante se expresaría según una pauta así de severa, y que, muy al contrario, por lo general se hace evidente la complejidad, riqueza e interés de lo que expresamos por su capacidad para dársenos en su palpable hondura. El porqué de que esta insondable profundidad de los pensamientos con que cada criatura efectúa su entendimiento del mundo haya estado relacionada con disciplinas, disputas y desacuerdos intestinos no es fácil de esclarecer pero, en cualquier caso, ha conseguido hacer difícil imaginar que pueda haber acaso un método amoroso con el que aprehender un mundo.
La vida amorosa tiene ya su objeto —se me dirá—, y este no parece tener nada que ver ni con el pensamiento ni con lo pensado, mucho menos con cualesquiera métodos característicos de esta u otra ciencia. Los hay que llegan a admitir que cada cual razona con más verdad si lo hace acerca de aquello que le compete, pues ya se sabe la mala prensa que tiene la especulación sobre aquello cuya pérdida no se puede cuantificar si no atañe a la vida práctica de quien, sin embargo, está pensando desde ella y en ella. De modo que suele decirse que como no habrá de volver a él a pedirle cuestas el resultado de emplear sus pensamientos en juicios equivocados, aquel se comprometerá en menor medida con ellos y tenderá a la divagación. Esto es lo que hace el filósofo de gabinete.
En mayor o menor medida, y siendo su naturaleza única en cada caso, lo cierto es que es el amor la cosa mejor repartida del mundo, si bien no daréis con ningún hombre que encuentre razonable la provisión que de él hizo al expresar el entendimiento de un mundo: por lo general, amor no es lo que hace falta para articular una descripción consistente de cualesquiera asuntos. Sin embargo, todos apetecen más de lo obtenido y ansían incluso encontrarlo bajo formas aun insospechadas cuando están en desacuerdo con el modo en que este apareció en sus vidas. «El amor tiene que tener otra forma, otra significación», dicen unos. Y a otros escuchamos reclamar: «¡Oh! amor deconstruído!», ¡Ay, amor infinito de Dios que no es amor humano!», «¡ay, amor aún no conocido!», «¡ay, amor de una vida que estás al final de una vida!»; y aun hay quien reflexiona «terrible amor cuya conciencia mana de la experiencia del dolor a la que habría de subordinarse la aparición de aquél», etc.
Cuando en la adolescencia nuestro entendimiento despierta a la fascinante diversidad de formas con que aparece el entendimiento del mundo, esta experiencia suele presentarse junto a un artificioso juego: las ciencias representarían una diversidad de lenguajes y modos de consignar el saber del mundo. Cada una de ellas gozaría de características propias procedentes de largas tradiciones y en las que habrían de cifrarse las diferencias en la consignación de sus objetos, así como la disparidad en lo relativo al efecto práctico y teórico de sus representaciones.
Escuchamos voces predicando anuncios de esta guisa: Esto es matemática, pero esto otro es ya física, aquello no puede confundirse con la literatura pues es propiamente filosofía. Las disciplinas entran en escena a edades no muy avanzadas. Edades en las cuales la mente humana —en prodigiosa relación con la actividad de representar un mundo cuando no de inferirlo—, se entrega a exploraciones que siguen meticulosos métodos, de los cuales cabe además resaltar su inextricable conexión con la emergente hondura y porosidad del mundo. Hacer memoria no bastará aquí, hasta tal punto es inextricable la carnosidad de una representación que está pegada a uno, que está, por así decir, intoxicada de uno y, en algunos casos, incluso asfixiada con uno. Si es posible hacer emerger una forma de representación original en la que no haya hecho aún mella la distinción severa de los saberes sin parecido y de los métodos característicos y diferenciados, esa imagen habrá de guardar relación —si no me equivoco— con la experiencia básica que en esos años corre como un río subterráneo debajo del caudal más principal, o sea, del caudal disciplinario del saber, cuyo reconocimiento es primordial para plegar y apetecer en él finalmente la inteligencia de uno.
De nada sirve que rememore y diga sí a las delicias de la poesía que embellecen y alteran nuestra percepción al cautivarnos con emociones cuya saga parece guardar relación con nosotros —sus artífices—, sin que no obstante podamos reconocer exactamente si acaso somos nosotros los transformados en un asidero de imágenes y experiencias poéticas que nos preceden, llegando a determinar la dirección y forma de nuestro torrente interior. De nada nos ayudará mencionar si el estudio de las matemáticas aviva el ingenio en pos de esos extraños valores epistémicos que son la evidencia y la certeza. Nada nos va a develar insistir sobre el hecho de que las disputas filosóficas no suelen producir admiración porque sean inevitables sino porque existan sin más; del mismo modo que produce una singular mezcla de admiración y extrañeza que incluso los halla que se han preguntado cómo hacer de la evidencia y la certeza una garantía de éxito en el trabajo de disipar todas las controversias.
Los saberes llegaron a un mundo en el que el entendimiento estaba bien repartido; y, en ese mundo, el afluente no apetecido por ninguna de ellas tenía que ver, precisamente, con el entendimiento del mundo. Una fábula es para todos nosotros ese periodo vital que aquí hemos hecho comenzar con la adolescencia pero que, al ser tomado en un sentido fabulado, podría coincidir con el momento justo del nacimiento, el periodo amniótico en el que la vida de dos seres goza de una estrecha interdependencia o el instante mismo en el cual la conciencia del amor fracasado convierte la vida de uno en una especie de episodio mitológico: cuando yo era Eva junto a Adán; estando yo en los brazos de Dafne; cuando creía que Atlas me amaba y protegía…
A la compleja relación entre método y amor se dedica cualquiera de nosotros en ese amplio espacio fabulado que, los más audaces, podrán convertir de nuevo en historia: recorriendo periodos, distinguiendo instantes, estableciendo hipótesis tentativas y, en definitiva, investigando en el tiempo bajo el primado de la conciencia.
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