Filosofía Cronopio

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Para quien quiera ver todo esto bajo el caudal semántico de una imagen puede sacarse a colación la seriedad infantil con que se atiende a un juego cuyo empeño aparente es destripar una lombriz para ver dónde empieza, o si —descartada esa posibilidad— ha de poder establecerse un comienzo que haga las veces de término, a saber: el de la figura con sus dos extremos y el de la muerte analítica que irrumpe cuando uno de los dos polos se disecciona y abre dramáticamente.

El deseo y la necesidad de articular el entendimiento del mundo de la manera más metódica posible es en verdad una de las cosas más bien repartida. Pocos se quejan de semejante reparto, por lo que no estará de más aludir a él para que cada cual pondere la proporción asimilada.

Con todo, respecto a este empeño articulador y experimentador de la inteligencia desde sus primeros instantes de vida, pocos consideran que la parte que les cupo en suerte sea menor que la provisión que hace de ella una nutria, un astrónomo o un aborigen australiano; si bien tengo para mí que muchos ignoran que, cuando se despiden de esa porosidad y carnosidad del mundo de la que hablábamos —para decirlo en términos un tanto míticos—, se alejan a su vez de una forma de meticulosidad propia del nacimiento de todo método y, por ello, de toda infancia. Pero, una vez más, volvamos al ejemplo, así tomará asiento lo que, de otro modo, podría parecer únicamente un juicio rebatible.
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Recuerde conmigo quien quiera alguna de sus veraniegas siestas infantiles. Alguno habrá que, como yo, haya cerrado los párpados con precisión y minuciosidad para, suprimiendo paulatinamente la visión del mundo, revelar a este a la conciencia bajo una aparición casi terrosa y moteada de grumosas sombras: telares difuminados de luz que ocupaban nuestros enternecidos globos oculares; y así, con ello, entornar al unísono la contraventana de la consciencia —identificada con la visión—, frente al silencio y a la oscuridad galopantes de la inconsciencia, reconocida, a tan temprana edad, en su hermandad con el sueño.

Una práctica así no sólo es posible en virtud de la corporeidad de la que emanan los hilos con los cuales la inteligencia va dando sus primeras puntadas. Tampoco la agota el complejo fenómeno de la reflexión de la luz entregada según un grado y una intensidad a la tornasolada apertura del párpado sino que, antes bien, esta práctica puede tomarse como ejemplo de un juego henchido de método. Sí, método, ese del que se hablará con parsimonia en innumerables tratados, y cuyos elementos va ya el infante desguazando y diseminando a lo largo del día.

Enumeremos por tanto otros precisos instantes, por ejemplo, aquel en el que dos niños depositan con gesto de equilibrista una piedrecita sobre el redondeado lomo negro de una hormiga de Dios caminando hacia el hormiguero cuya distancia ya se ha apuntalado. Atiéndase y considérese la observación esgrimida entonces acerca del efecto producido por tan repentino pesar, esto es, sobre el cálculo correspondiente a la influencia de este repentino e insospechado trastorno (en la conciencia imaginaria de una hormiga) en el tiempo y trayecto empleados para llegar a casa. Cálculo cuya estimación infantil se hace en ocasiones en silencio y, en otras, fruto de alguna acalorada discusión con la cual se ahonda, previamente, en la naturaleza del acuerdo al que se está dispuesto a llegar antes de dar por bueno no sólo el resultado matemático (si lo hubiere) sino el juicio y valoración con que aquél podría finalmente ir adornado: «Entonces, ha tardado cuatro minutos y pico porque, como ya decíamos, venía de una fiesta, se nota en que se ha desviado hacia allá». «Lo que pasa es que esta no quiere llegar a casa, y da igual si la china que le hemos puesto encima le pesa o no; no nos vale, hay que ponérsela a otra».

A todo esto habrá que buscarle el broche en una conclusión aunque, a lo que se ve, si seguimos dejándonos llevar por recreaciones de esta guisa vamos a terminar prefiriendo la ampulosidad de un tocado barroco y el artificio y género de las pelucas pongo por caso, antes que la cortante imagen del broche que, tras prenderse, resuelve y cumple de un tajo con la finalidad a la que está destinado.

Bien, supongamos que, con todo lo anterior, quiero indicar que en excesiva variedad de experiencias —y, al cabo, también muy lejos de uno mismo— se han ido a buscar costumbres con las cuales no terminar de hallar nada cierto, nada seguro, nada firme cuando —según se comprueba— la diversidad de la opinión de los filósofos y de los sabios todos en torno a las cuestiones que ocupan tanto a las ciencias como al modo más conveniente de dirigir nuestros pasos en ellas, no pueden desbaratar el singular hallazgo que de todo ello tiene lugar a edades tempranas cuando aún no se ha dado en inventar la noche de la que habría de salvarnos el primer despertar.
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Si no me equivoco, todos nosotros iniciamos un viaje en este punto para comprobar el valor de cuanto se sabe a base de ponerlo en el atolladero de la experiencia realizada por otros —en tierras y lenguas ajenas—, a quienes contemplamos mientras paseamos atónitos por los mercadillos del mundo. Mundo que permanece abierto en dos mitades en esos formidables rastrillos donde los mercaderes presentan sus bienes vociferando sus reclamas como si fueran conscientes del valor ancestral no ya de esa actividad comercial sino de la metáfora del puestecillo ambulante que ha sabido recoger la multiplicidad de impresiones y el atiborramiento de sensaciones derrochadas por la turba de todos los tiempos. Y por eso, a quien quiera viajar, que viaje; pero que viaje en todas las direcciones. Entre ellas habría de incluirse la dirección del tiempo, a cuyo remanso hemos recogido en este primer estadio dos experiencias por lo común alejadas de la inteligencia y el esclarecimiento del método. Una tiene que ver con la naturaleza esencialmente cognitiva y reveladora del amor; otra tiene que ver con la infancia del método; infancia a la que nos entregamos todos de un modo u otro. A quien quiera viajar en estas dos direcciones a fin de poder salir al encuentro del carnal y temporario método —pues esto es lo que pretende el autor de este opúsculo— le diremos lo mismo, a saber, que viaje, y que lo haga en buena compañía pues esto, por de pronto, se nos revela de una principalidad inexorable.

DÍA SEGUNDO: EL DESPERTAR
Reglas principales del método que el autor ha buscado

Por entonces me encontraba viviendo en la ciudad de Ámsterdam rodeada de nieve y soledad. No hallando conversación alguna que me divirtiera y me retuviera con mayor provecho que el espacio donde se desarrollaba mi solitaria vida, convine que podría permanecer el día entero en una biblioteca. Y estando rodeada de decenas de estanterías sobre cuyas baldas reposaban miles de libros convenientemente cerrados, descubrí de pronto que el espacio sobre el que se asentaba mi solitaria vida podía imaginarse dividido en tantas jornadas como distintos habían sido los despertares.

Una a una, cada mañana de mi vida, gozaba de menor perfección si se suponía ordenada en una serie por la autoridad de un solo criterio. Sin embargo, si imaginaba que el despertar de un día comenzaba sin que estuviera ordenado por la voluntad de un solo individuo, entonces, podía sentir que con más razón aparecería en el recuerdo el despertar de un pájaro, el de una piedra cayendo, el despertar de un montón de hojas en lo alto de un árbol, el despertar de una imagen de futuro o el despertar de un pasado. No había tanta perfección en el comienzo de una acción emprendida por un solo individuo como en aquellas otras que —aunque reposaran quietas y mudas hasta rozar lo aparente inerte— siempre despiertan desde lugares lejanos, porque no sabemos a quiénes hacen despertar con ellas.
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Acaso sea oficioso decir que el despertar conjunto de millones de libros estará con toda seguridad mal alineado y acaso también sea innecesario añadir que si aquellos despertares se pudieran demoler para después reconstruirlos siguiendo el criterio de un solo individuo —por mucha razón en la que este se quiera atrincherar—, se daría con ello lugar a un paisaje donde millones de bultos, seguramente incorregibles, habrían hecho imposible el despertar de uno solo para siempre. No es posible comenzar desde un principio cuando en el principio situamos al despertar mismo. Ni la suma de los miles de despertares meticulosamente ordenados uno junto al otro podría dar lugar a un camino tan transitado que fuera a ser por ello más llano y más cómodo caminar a través de él.

Si aquí no se parte de la idea de que es mejor la obra que ha sido dispuesta por las manos de un solo maestro, ni se aconseja admirar la ciudad que ha sido comenzada y rematada por un solo arquitecto sino que se contempla la perfección de cada despertar, entonces, tampoco podrá aconsejarse, llegado un punto, que el camino que ha sido más transitado sea preferible por estar más despejado, ni el camino que surge de derribar las casas de una ciudad construida por muchos distintos pueda ofrecer ninguna garantía cuando se busca un método. Ni el camino y su tránsito, ni el plano ejecutado de una ciudad pueden compararse al despertar mismo. Derribar, allanar, construir, rematar, ejecutar, demoler, enderezar, cimentar, conducir y andar dejen por fin lugar a las acciones de abrir, aflorar, retornar, rememorar, avisar, entregar, entrar, apuntar, pertenecer y limitar.

Buscaremos en el amor las reglas para un despertar olvidando el símil del camino y la cuestión sobre si ha nacido este rematado desde el principio o si el remate se le asesta al final. No estamos entonces conforme con quien aconseja que, como cada hombre camina solo en lo oscuro, se emplee a fondo para que el afán de adelantar mucho no le lleve a caer y tropezar. Uno puede despertar cuantas veces quiera, ya no se caerá jamás ni tendrá que avanzar temeroso pensando en la fatal caída: al despertar le basta con apuntar y entrar, nos pertenece y le pertenecemos al unísono. Dejemos definitivamente el camino para poder por fin despertar.
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* María G. Navarro es licenciada en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista Universitaria en Argumentación Jurídica por la Universidad de Alicante, y Doctora en filosofía con mención europea por la UNED. Entre 2009 y 2011 fue contratada posdoctoral en la Universidad de Amsterdam. Actualmente trabaja como investigadora Juan de la Cierva en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Su línea de investigación está relacionada con el estudio del razonamiento ordinario, la abducción, la epistemología social y los debates en torno a la lógica del descubrimiento (heurísticas, sesgos cognitivos y fundamentos epistémicos de los procesos cognitivos presentes en la interpretación). Se pueden consultar y leer algunas de sus publicaciones en https://philpapers.org/profile/21833

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