LABERINTO EXTREMO
Por Gabriel Arturo Castro*
«La angustia nombra la muerte que bordará la clave
del laberinto.»
René Char
Minotauro: Monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de Toro, hijo de Pasifae y del toro blanco que Poseidón envió a Minos. En realidad, el Minotauro se llamaba Asterios o Asterión. Pasifae pudo satisfacer su pasión ocultándose dentro de una vaca de bronce —fabricada por Dédalo— que fue poseída por el toro. De esta unión nació el Minotauro, mezcla de dos especies, toro y hombre.
Para ocultar a los ojos de la gente una cosa que llenaba de infamia a él y a su mujer, Minos encerró al Minotauro en el Laberinto cuyas mil vueltas hacían imposible la salida.
Siendo carnívoro, y por haber sido vencidos los atenienses, ellos se veían obligados a mandar, cada siete años, siete jóvenes y siete doncellas para que le sirvieran de alimento. Tres veces fue pagado este tributo. A la cuarta, cuando Teseo llegó a Creta, entre los jóvenes que debían ser entregados al Minotauro, pudo, mediante la ayuda de Ariadna, matar al monstruo y salir del laberinto, que es en efecto «el palacio de la doble hacha», símbolo que se encuentra muy a menudo en los monumentos minoicos y que tiene una significación solar.
Los textos antiguos citan cinco grandes laberintos: el de Egipto, que Plinio sitúa en el lago Moeris; los dos cretenses de Cnosos y Gortyna; el griego de la isla de Lemnos; y el etrusco de Clusium.
Es probable que ciertos templos iniciáticos se construyeran de este modo por razones doctrinarias. Plantas de laberintos, diseños y emblemas de los mismos aparecen con relativa frecuencia en un área muy amplia, en Asia y Europa. Algunos se dibujaron para engañar a los demonios y hacer que entraran en ellos, quedando presos en su interior.
Para los pueblos primitivos el laberinto poseía una cualidad atrayente, como el abismo, el remolino de las aguas y similares. Tal vez el laberinto terrestre pudo reproducir el laberinto celeste, aludiendo los dos a la misma idea: la pérdida del espíritu de la creación, la caída de los neoplatónicos y la consiguiente necesidad de buscar el centro para retornar a él.
El emblema del laberinto fue usado con frecuencia por arquitectos medievales. Tal era su poder que el acto de recorrer el laberinto trazado en el suelo, en un mosaico, se consideraba como sustitución simbólica de la peregrinación a Tierra Santa.
Unos laberintos en forma de cruz, que se conocen en Italia con el nombre de «nudo de Salomón», aparecieron muchas veces en la decoración celta, germánica y románica, integrando el doble simbolismo de la cruz y el laberinto. La esvástica, por ejemplo, alude al movimiento rotatorio, generador y unificador.
Hay un sentido sobre la condición humana: el laberinto que afecta el espíritu, la angustia, el desconcierto, la desesperanza; un espacio que no redime al escritor pero que revela su metáfora.
El laberinto extremo es un campo de batalla, pero existe otro interior conformado por las obsesiones, la necesidad o el impulso de un hombre que encontrará en la muerte su verdadera patria. Aquí el enmarañamiento es al final una trampa y escondite dramático, eterno conflicto del ser con las fuerzas irracionales o del hombre consigo mismo.
No importa que el escritor al final no resuelva el acertijo, la adivinanza, la cosa intrincada, el descifrar del enigma, porque deja planteado su interrogante a los lectores, su virtual extrañeza que lo llevará a la actitud inquisitiva, a la producción de afectos y pensamientos, peligroso secreto de una aventura llevada hasta el límite.
Steiner afirma que la concepción judaica ve en el desastre una falta moral o una falla intelectiva específica. El cristianismo consideró inicialmente el laberinto como el camino de la ignorancia que aparta de Dios, pero hacia el siglo XIV recuperó su simbolismo positivo y representó el verdadero camino de la fe. Por su parte los poetas griegos aseveraban que las fuerzas que modelan o destruyen nuestras vidas se encuentran fuera del alcance de la razón de la justicia. O peor aún: hay en torno a nuestras energías demoníacas, fuerzas que hacen presas el alma y enloquecen o envenenan nuestra voluntad de modo tal que infligimos daños irreparables a quienes amamos, así como a nosotros mismos. Al no ofrecer escapatoria a su tiranía, ni descanso hasta llegar a su centro (la vida eterna, el retorno místico a la matriz), el laberinto es la imagen adecuada para el tiempo mismo.
Ese es el laberinto, el lugar donde el hombre se desencamina y queda prisionero al internarse en un reservado ámbito, un mundo atroz, hasta un punto indescifrable para el autor. Como Lewis Carroll, cuando nos propone el desconcierto de su protagonista, según Jaime Rest:
«Desde el momento en que Alicia penetra en la madriguera, se encuentra con un mundo en el que todo sucede de otro modo y en el que las normas de conducta son diferentes de las que tiene inculcadas; es decir, que ha penetrado en otra comarca donde rigen otras codificaciones.»
Igual sucede dentro del destino kafkiano del ser: sobreviene un bloqueo para acceder a los significados y el personaje se rinde y se imposibilita ante el final trágico, el cual acepta su derrumbamiento con resignación, laberinto que el mismo hombre construye con animosa responsabilidad. Hallamos en este ser un miedo hondo para alterar las reglas de la eternidad, temor que conduce a la locura o a la muerte. Aquel hombre atemorizado no se atreve a extender su existencia más allá de su opresión, más allá de su impotencia.
Michael Ende afirmaba al respecto:
«El laberinto es el cuerpo del Minotauro. Cuando Teseo va de aposento en aposento en busca del monstruo, se convierte poco a poco en el Minotauro. Éste se lo ha incorporado. Por eso es imposible que Teseo lo mate al final, a no ser que se mate a sí mismo. Cada uno se transforma en aquello que busca.»
Laberinto que tiene una cantidad de amalgamas, de acuerdo con Miguel Rivera Dorado:
«Un laberinto, cualquier clase de laberinto —y hay muchas— ostenta para la mentalidad del ciudadano medio del occidente moderno una primera, sobresaliente, obsesiva cualidad: la obstrucción. Es decir, las sendas del laberinto sirven para hacer la travesía del laberinto, para perderse, desorientarse, sentir el ánimo alterado, la mente obnubilada, la conciencia confusa. Así se muere a una realidad y se nace a otra, distinta y a menudo antagónica.»
Y como en la Antigüedad la bestia es habitante del laberinto, alteridad, metáfora del caos que preludia el acto de morir. El héroe se enfrentaba entonces con el animal para aniquilarlo y así revivir el tiempo y las cosas. Llegar al centro del laberinto, casa del Minotauro, era alcanzar ese lugar prodigioso en que se supera la incertidumbre y el dolor, haciéndose necesario un ritual, una prueba de iniciación, una progresión espiritual.
Pero no siempre la experiencia de la escritura concluye en una purificación (rito que mediante aflicciones y trabajos se dispone a limpiar todo lo extraño que evita la perfección del ser), ni en un rito de iniciación (introducción a un estado material y espiritual nuevo). La iniciación para Eliade equivale a un tránsito de un modo de ser a otro, operando una verdadera mutación ontológica e implicando siempre una ruptura y una trascendencia. Eliade señalaba que la misión esencial del laberinto era defender el centro, es decir, el acceso iniciático a la sacralidad, la inmortalidad y la realidad absoluta, siendo un equivalente de otras pruebas, como la lucha contra el dragón. El laberinto se puede experimentar en la realidad de los dédalos de una ciudad desconocida, en especial de las ciudades antiguas u orientales. Nerval tuvo la obsesión del laberinto y en sus obras prueba haberlo experimentado de este modo, como pérdida en un mundo que es equivalente al caos.
Sin embargo no todo rito se dirige hacia la resurrección y la vida, ya que algunos asumen y reconocen con dramatismo a la muerte. Maurice Blanchot nos los recuerda así:
«Pronuncio mi nombre y es como si pronunciara mi sentencia de muerte; me separo de mí mismo y dejo de ser mi presencia o mi realidad, para convertirme en la presencia objetiva e impersonal de mi nombre, que está más allá de mí y cuya petrificada inmovilidad hace las veces de una lápida que descansa sobre el vacío.»
De la concepción heroica del deber, de un héroe autobiográfico que según Lukács lleva su camino hacia sí mismo, se pasa a la noción del escritor como su propio antagonista, el oponente de sí mismo —papel antitético del héroe— que suscita sus especiales obstáculos. Su acción está provocada por un deseo, por una necesidad o por un temor, pero él mismo determina el conflicto y la barrera, las tensiones inmensas de poder e infortunio.
El hombre del laberinto, al mismo tiempo que soporta el infierno y el dolor, busca su dominio mediante la ejercitación del espíritu, su perpetuo ascetismo. Nietzsche mediría su valor de hombre por su «capacidad de desierto» y André Gide por el grado de desarraigo que es capaz de dominar. Rechazado, trashumante, poseído, siempre pactará con las fuerzas para romper los límites de su propia realidad, así sus ansias estén acorraladas por «aquel insensato juego de escribir», como lo llamó el poeta Mallarmé.
De acuerdo, desde el palacio de Minos en Cnosos a la jardinería romántica, el laberinto ha simbolizado el devenir incierto del hombre sobre la tierra. Presenciamos aquí el eterno y actual conflicto del hombre con los alientos irracionales, cruel vigor del poder que se vale de engaños y seducciones, el espanto del horror. Porque todos los mitos que aluden a tributos, monstruos y héroes, exponen a su vez una situación cósmica (la idea gnóstica del mal deimurgo y de la redención); social (el Estado dominado por un tirano, una plaga, un estamento enemigo) y psicológica colectiva o individual (predominio de la parte monstruosa del hombre, tributo y sacrificio de lo mejor: ideas, sentimientos, afectos, emociones).
El Minotauro expresa casi el escalón final en la gama de relaciones entre la parte espiritual y la animal humana, donde la segunda parte prevalece y predomina.
La máscara de toro, en su sentido original, sería la transfiguración ritual del mal como fuerza que ronda la sociedad y el individuo. Recrea la deshumanización y la muerte en todos los tiempos.
No nos olvidemos, como lo dice Miguel Casado, que aún estamos en Auschwitz y sus posteriores réplicas en Palestina, Colombia, Guantánamo, Sudáfrica, Irlanda, India, China, y tantas otras partes del mundo, donde el tiempo, el poder, la censura, el bloqueo, la exclusión, los juzgados, los opresores, son los sutiles laberintos del hombre expoliado y abandonado que encuentra en la muerte o en la fuga su verdadera patria.
Teseo salió del laberinto para vivir porque tenía una voz, un lenguaje y una palabra tendida al final de la búsqueda, quizás el hilo facilitado para su escape. La lección moral del mito es válida y actual: salir del laberinto (símbolo de la sociedad) es rehuir de la muerte, el tiempo, la guerra, el poder, el dogma, los censores, la injusta ley. El hilo salvador puede ser la escritura, la palabra, la mejor literatura (no la dirigida a las masas dóciles y amedrentadas), aquella que nos sirve de faro, hilo y señal de vida.
Bastante de Fausto y rara bestia tiene el habitante del laberinto extremo.
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* Gabriel Arturo Castro, Bogotá, 1962. Es antropólogo, escritor, catedrático, ensayista y tallerista de arte. Estudió Antropología Social en la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del Taller de teatro, lúdica y títeres, bajo la dirección de Enrique Vargas, en el Departamento de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional. Actualmente finaliza estudios en la Maestría en Literatura en la Universidad Tecnológica De Pereira. Tallerista de la Casa de poesía José Asunción Silva (1987). Colaborador de dicha institución desde el mencionado año hasta el presente, a través de talleres, presentaciones de libros y conferencias. Invitado especial en el Festival Alzado en almas 2002 de la Casa de Poesía Silva. Ponente y lector en el II Congreso de poesía en lengua española del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 2001. Conferencista y tallerista de literatura, lúdica, expresión corporal, poesía, cuento, promoción de lectura, en la Feria del Libro de Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, Festival Internacional de Poesía de Medellín, entre otras numerosas instituciones. Catedrático de la Universidad del Tolima, Facultad de Educación. Catedrático de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad del Tolima.
Fue colaborador por diez años del Magazín Dominical de El Espectador, lugar donde publicó poemas, ensayos y comentarios de libros. Desde 1990 escribe reseñas de libros para el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Además, por espacio de 23 años partició en las siguientes revistas: Golpe de Dados, Común Presencia, Ulrika, Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Puesto de Combate, Revista Casa Silva, Luna de locos, Luna Nueva, Rayuela, La Pipa de Magritte, Prometeo, Educación y Cultura, Revista Internacional Magisterio y Revista de Psicopedagogía de la UPTC.
Distinciones: Ganador del Premio Nacional de Poesía «Aurelio Arturo» 1990. Ganador del Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía, 2006. Ganador de Premio Nacional de poesía «Porfirio Barba Jacob», 2009.
Libros publicados: «Libro de Alquimia y Soledad», Educar editores, Bogotá, 1992. «Alquimia de la media luna», Verdehalago, UNAM, México, 1996. «Tras los versos de Job», SIC editores, Bucaramanga, 2009.
Correo-e: gabrielarturocastro@gmail.com