Filosofía Cronopio

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Un repaso los nombres de la historia de Jacques Ranciere

UN REPASO POR «LOS NOMBRE DE LA HSTORIA», DE JACQUES RANCIÈRE

Por Daniel García Roldán*

No cabe duda de que las reflexiones sobre la historia, como saber de lo social, constituyen un aspecto fundamental en la obra de Jacques Rancière. Desde sus análisis tempranos de la obra de Marx bajo la guía de Louis Althusser durante la década de 1960, el filósofo francés rastreó dos aspectos de los Manuscritos y El capital, que posteriormente se transformarían en una de sus estrategias permanentes de trabajo y en uno de sus objetos centrales de reflexión. Por un lado, el deslizamiento de un dominio de saber sobre otro como condición de posibilidad de la crítica [1] se convirtió para Rancière en una técnica de investigación. Por otro lado, la necesidad de un nuevo concepto de historia, se cristalizó como una de sus inquietudes constantes.

En la década de 1970, y en un gesto de ruptura con su previa militancia en el marxismo estructuralista bajo la égida de Althusser, Rancière llevó a cabo un trabajo exhaustivo de archivo y de análisis histórico sobre la identidad y los discursos obreros en Francia durante el siglo XIX. Ante el encuentro de una serie heterogénea de voces que hacían imposible su encasillamiento en una imagen teórica de la explotación o en una rígida noción de «clase», optó por emplear un nuevo método de lectura y de citación de las fuentes, sobreponiendo al dominio de saber de la historia social, con sus funciones realistas, el régimen de expresión de la literatura, con sus poderes de extrañamiento y subversión. Así, al mismo tiempo que su discurso quedaba suspendido entre diferentes saberes y formas de expresión, se iba modificando su concepto de historia. El libro que dio como fruto esta investigación se titula La noche de los proletarios: archivos del sueño obrero (1981). Sin arriesgarnos, podemos afirmar que durante las siguientes décadas Rancière ha intentado ampliar, teorizar y poner en movimiento en otros de sus textos los hallazgos de aquella investigación iniciática. Quizás el mejor ejemplo de este regreso sobre el tema sea Los nombres de la historia.

El trabajo que dio origen a este libro cuyo título original es Les mots de l’historie. Essai de poétique du savoir (1992) (Las palabras de la historia. Ensayo de poética del saber) fue desarrollado en el contexto universitario francés (Collège International de philosophie) y norteamericano (Cornell University) entre 1987 y 1990 (Rancière, 1993, 7). El libro está dividido en 7 capítulos, en los cuales el filósofo francés tiene el propósito de definir en qué consiste la especificad del saber histórico moderno, cuáles fueron las condiciones de posibilidad que lo hicieron surgir y a qué límites se enfrenta en el contexto de las ciencias sociales. Sin embargo ello no significa que este trabajo aborde los avatares de la historia como disciplina desde una perspectiva amplia y minuciosa, pues en él no se analizan una serie numerosa de obras, autores y escuelas; por el contrario, y en su condición de ensayo, Rancière se concentra en aspectos concretos de algunas corrientes historiográficas (como los Annales, la historia de las mentalidades y el revisionismo) y en ciertos rasgos de algunas obras, sobre todo, de historiadores franceses [2]. A partir de estas reflexiones específicas se configuran constelaciones más amplias en las cuales se problematizan los siguientes aspectos: 1º, los lugares que ocupan el acontecimiento y el sujeto en esta disciplina; 2º, la relación entre el discurso y el relato que la obliga a desarrollarse en una tensión irresoluble entre mythos y logos, entre ciencia y literatura; y 3º, el régimen de verdad que la caracteriza. De acuerdo con ello, este breve texto intentará relacionar el propósito del libro con los problemas que se abordan en él a partir de un breve comentario sobre cada uno de sus capítulos.

En el primer capítulo, titulado Una batalla secular, Rancière presenta los objetos de reflexión sobre los cuales trabajará a lo largo de su libro; inicialmente se refiere a la homonimia de la palabra historia, que define al mismo tiempo un conocimiento científico y una narración literaria; para explicar esta condición contradictoria, el autor afirma que la existencia moderna de esta disciplina no consiste en su reducción a un conocimiento, cuyo único lenguaje son los modelos económicos o estadísticos; antes bien, la historia, como hija de la era de la revolución [3], debe mantener vigente un triple contrato, pues además del compromiso con la ciencia, tiene una deuda con la literatura y con la democracia. Debido a ello, no se debe perder de vista que este saber sigue siendo la reconstrucción de una serie de acontecimientos que le han ocurrido a una serie de sujetos; así, la explicación que se exige atañe a la transformación que han sufrido estas categorías: en el primer caso con el reemplazo de los acontecimientos de las crónicas políticas de la realeza por los hechos mediante los cuales se estudian los fenómenos de función de una sociedad [4]; y en el segundo caso, con la necesidad de desplazar al rey como sujeto de la historia para ir en búsqueda de la vida de las masas anónimas.
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Para escenificar esta transformación, el segundo capítulo del libro, titulado El rey muerto, se ocupa de interpretar las razones por las cuales Fernand Braudel dejó para el final de su obra sobre el Mediterráneo la narración de la muerte de Felipe II. Este desplazamiento tiene para Rancière un significado preciso en la práctica moderna de la disciplina: «los reyes han muerto como centro y fuerza de la historia» y el acontecimiento se narra para demostrar que no tiene consecuencias importantes, ni afecta de manera fundamental el proceso sobre el cual se indaga: el cambio del centro de gravedad del Mediterráneo al Atlántico (Rancière 1993, 20). Sin embargo, esto no implica que las masas pasen a ocupar el lugar del rey y se conviertan en el nuevo sujeto de la historia, pues es tal el exceso de palabras que producen, que resulta imposible constituir un nuevo orden de sentido que surja de ellas. Según Rancière, este fenómeno fue inicialmente reconocido por Thomas Hobbes en De Cive y en el Leviatán. Para el filósofo inglés, la sedición que llevó a la muerte violenta del rey Carlos I de Inglaterra en 1649, se debió a la profusión de palabras asesinas que levantaron falsos testimonios en su contra. Esta amenaza de múltiples acusaciones sin referente se convirtió en una enfermedad de la política que se extendió al campo del saber. Por ello Hobbes quiso identificar el punto de vista científico con la toma de la palabra por parte de la realeza; a esa actitud Rancière la denomina «real-empirismo», mostrando cómo a partir de ella surgió una tradición que llega hasta Braudel, quien ve en «el papeleo de los pobres» [5] una vida enceguecida: «El exceso de palabras que mata a los reyes arrebata, a su vez, a los hombres de la era democrática, el conocimiento de las leyes que mantienen en vida sus sociedades» (Ibíd. 33).

¿Cómo tratar esta profusión de voces y signos escritos? Esa es la pregunta que abre el tercer capítulo del libro, titulado El exceso de las palabras. Para responderla, Rancière presenta dos ejemplos antagónicos; el primero tomado de los Anales de Tácito, para ejemplificar la postura de la crónica; y el segundo, tomado de Alfred Cobban y su libro El sentido de la Revolución Francesa, para caracterizar la historiografía erudita moderna. En el caso del historiador del Imperio Romano, se hace visible la forma mediante la cual Perencio, un personaje que no tiene derecho a hablar de acuerdo al orden establecido, se toma la palabra y hace un discurso, aprovechando la circunstancia de un vacío de poder (un cambio de mando que no se ha cumplido). Sin embargo, quien habla en los Anales no es él sino Tácito, quien le presta su palabra, creando así un modelo de «elocuencia subversiva para los oradores y los simples soldados del porvenir» (Ibíd. 41). Este discurso indirecto «revoca en acto la oposición de los hablantes legítimos e ilegítimos» (Ibíd. 40), logrando así simular la voz del pueblo sin necesidad de darle la palabra. En el otro caso, está el trabajo de Cobban sobre la interpretación de la Revolución francesa; aquí se pone en juego el principio del real-empirismo, útil para deshacerse de las palabras falsas y de su exceso; esta actitud revisionista, que en principio parecería definir un paradigma científico de la historia, conduce a un callejón sin salida; como durante la Revolución lo que se creía que se estaba destruyendo ya no existía, y como la serie de acontecimientos que la conforman está llena de palabras engañosas [6] que daban cuenta de relaciones sociales que ya no tenían lugar, o que aún no tenían lugar, el resultado de la investigación de Cobban lo obliga a declarar la inexistencia de su objeto: la revolución no existió «realmente» y por lo tanto es imposible interpretarla. Para tratar el exceso y la distorsión de las palabras desde una perspectiva distinta, Rancière opone a estas dos vías una tercera, a partir del libro de François Furet Pensar la Revolución. Este trabajo es destacable, pues en él se subraya la importancia de reflexionar sobre la ilusión; considerar dicho aspecto de la experiencia humana es fundamental, ya que a partir de él es posible considerar que lo social se refiere a un conjunto de relaciones, pero también a la falta de palabras para designar estas relaciones adecuadamente (Ibíd. 46). Es así como la Revolución deja de ser la farsa que no sucedió o el exceso que debe ser sustituido por un discurso ejemplar, para convertirse en el hecho histórico por excelencia: «los actores históricos viven en la ilusión de crear el porvenir combatiendo algo, que de hecho, ya es pasado. Y la revolución es el nombre genérico de esta ilusión, de este falso presente del acontecimiento que es la conjunción de un desconocimiento y de una utopía: el desconocimiento del carácter pasado de aquello que se cree presente, la utopía de hacer presente el futuro» (Ibíd. 53).

Según Rancière, esta tercera vía para ocuparse del exceso de las palabras tiene una genealogía que se remonta a la obra de Michelet; se trata de un paradigma republicano-romántico de la historia que se erige frente al modelo real-empirista. Así, en el cuarto capítulo, titulado El relato fundador, el filósofo francés explica la estrategia del historiador del siglo XIX, quien en lugar de ocuparse del exceso de las palabras en revolución, elige crear «un fresco silencioso del pueblo» (Ibíd., 62); con ello cambia su voz por su visibilidad y hace hablar a los otros en tanto mudos. Para lograrlo, en lugar de apelar a la toma de la Bastilla, elige narrar la Fiesta de la Federación, sin dejar de referirle al lector las características de los documentos mediante los cuales se ha informado de este acontecimiento: bellas cartas envueltas con cintas de colores; tales descripciones desplazan el problema que implica ocuparse de su contenido (el parloteo infinito de las fuentes escritas) para elegir su forma y lo que se expresa en ella: la ilusión de un tiempo nuevo. Esta operación de hacer visible al pueblo en distintos registros (la imagen alegre de la celebración y las viejas cartas escritas con fervor) conjura la distancia entre el discurso y el relato, el documento y el acontecimiento, el pasado y el presente: mediante tales maniobras la narración «del acontecimiento se vuelve el relato de su sentido» (Ibíd. 65). Asimismo, esta estrategia de hacer visibles nuevos sujetos y acontecimientos simultáneamente, produce lo oculto: «una operación poética esencial para la constitución del saber histórico» (Ibíd. 69). Eso que está velado es justamente el sujeto que se hace visible, pero que no puede hablar, debido a que ya no está presente; así, su ausencia lo hace inimitable y al mismo tiempo «garante de lo verdadero» (Ibíd. 71). De esta operación, «surge un discurso de aquello que no tiene el hábito de hablar, un discurso del lugar y de las cosas» (Ibíd. 72) A esto Rancière lo denomina El lugar de las palabras y El espacio del libro.
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Con estos títulos el filósofo francés denomina el quinto y el sexto capítulo de su obra. En ellos se desarrolla una reflexión sobre el sentido de eso que está a la vez presente y oculto en el discurso histórico: la ausencia y la muerte. En el saber de los historiadores, estas nociones aparecen bajo el signo de lo inconsciente y ello les exige poner en práctica un tipo de psicoanálisis; en palabras de Michelet, a los muertos «les hace falta un Edipo que les explique su propio enigma cuyo sentido no han tenido, que les enseñe lo que querían decir sus palabras, sus actos, que no han comprendido» (Ibíd. 81). De esta manera el historiador transforma la doble dimensión de la ausencia (aquello que no está más y que mientras estuvo presente no encontró las palabras adecuadas para ser dicho) en una «doble reserva de presencia» (Ibíd. 82). Así, lo que el positivismo y el revisionismo consideran como la condición de imposibilidad de la historia, Michelet y su estirpe lo invierten, pues para ellos esa doble ausencia es la condición de posibilidad de su saber.

Tal es la razón por la cual ha surgido una teoría del lugar de la palabra ligada a la reflexión sobre la religión y la geografía. Por un lado, en el libro Montaillou, aldea occitana de Emmanuel Le Roy Laudire (que el filósofo francés cita como un ejemplo paradigmático de la historia de las mentalidades) se ha procurado que el estudio de la Inquisición invierta la violencia que produjo la persecución de la herejía; lo que se consideraba una palabra fuera de lugar, una separación de la Escritura que debía castigarse, ha de ser comprendido ahora como la palabra de un lugar, la «identidad de un universo campesino espontáneamente pagano (paganus, se sabe, quiere decir lo uno y lo otro) fiel como La Bruja de Michelet a las antiguas divinidades eternamente jóvenes del hogar, la tierra y la fecundidad» (Ibíd. 91). Tal como lo interpreta Rancière, para Le Roy es necesario darle una sepultura justa a los «heréticos azotados por la muerte para hacer revivir a los campesinos de Montaillou» (Ibíd. 93). Esta operación suprime la herejía, arraigándola a un territorio y a un sentido.

En relación con ello, Rancière comprende los motivos por los cuales el espacio geográfico se ha convertido en el sujeto de la historia, hija de la era de la Revolución. El Mediterráneo de Braudel, más allá de ser el espacio de las batallas —es decir, de los acontecimientos narrados en las crónicas— de los intercambios —esto es, de la «racionalidad conquistadora de las leyes económicas» (Ibíd. 101)— y del determinismo natural —entiéndase, de las permanencias sociales milenarias impuestas por el ambiente— es un espacio simbólico: «una superficie de inscripción del tiempo como productor de sentido» (Ibíd. 102). El Mediterráneo puede erigirse como un nuevo sujeto de la historia porque ha sido previamente escrito y ocupa un lugar protagónico en el espacio de los libros, en una perspectiva de larga duración: este mar fabricado con palabras ha acogido tanto a la aventura mítica de Ulises como a la travesía arqueológica de Víctor Bérard, que entre los siglos XIX y XX, le dedicó su vida al rastreo de los paisajes y las rutas del héroe mítico y a la escritura de su Odisea. Según Rancière, al contrario de ello, el Atlántico irrumpió en la vida de las sociedades de Occidente sin epopeya alguna que lo soportara. Moby Dick se erige como la contra-epopeya y su personaje Ismael, como su hijo maldito. Para el filósofo francés el libro del Atlántico está por venir.

A manera de cierre de esta pequeña obra sobre los nombres y las palabras de la historia, la siguiente pregunta aparece como título del séptimo capítulo: ¿Una historia herética? Esta inquietud apunta al problema y al límite que enfrenta la historia de las mentalidades frente a los sucesos y procesos que han tenido lugar en los últimos dos siglos, como consecuencia de la era de la revolución. Las estrategias del analista social que suprime la herejía arraigándola a un lugar (reflejo invertido del inquisidor que la erradicaba aniquilándola) no son del todo adecuadas para escribir las historias de los movimientos sociales modernos, pues estos han surgido para romper un universo simbólico preexistente: aquel que ataba, como si fuese una condición natural, ciertos lugares a ciertos cuerpos y ciertos cuerpos a ciertas palabras. Aunque parece quedarle aún mucho tiempo de supervivencia, este universo simbólico creador de identidades ha sufrido un golpe mortal en la época de la democracia, la literatura y la ciencia. ¿Cómo definir el lugar de un sujeto político azaroso que lleva la marca de lo ilimitado y cuya palabra es la «pura denegación» de la exclusión? ¿Cómo darle una identidad al acontecimiento que pone en acto «una clase que ya no es una clase sino «la disolución de todas las clases»? (Ibíd. 114). Los nombres de la historia que va de la Revolución Francesa a la caída del muro de Berlín son nombres «falsamente propios y falsamente comunes»; nos hablan de «un estar juntos que es un estar entre: entre varios lugares y varias identidades, varios modos de localización y de identificación» (Ibíd. 116). Aquí Rancière apela una vez más a la literatura como una compañera vital de la ciencia histórica, ya que sus formas de escritura son capaces de anudar y mantener juntas las contradicciones «entre los trayectos del individuo y la ley de cantidad, los pequeños resplandores de lo cotidiano y la llama de los textos sagrados» (Ibíd. 123). Sin embargo este asunto no se puede limitar a un problema de estilo; lo que está implicado en este contrato con la literatura es una cuestión de poética del saber; lentamente las novelas, poemas y cuentos que lee le enseñan al historiador a jugar con el fuego de los tiempos, las personas y los verbos; a descubrir que la relación entre los sujetos y los predicados es misteriosa y cambiante: ¿Puede destruirnos este hallazgo? Sin duda, pues todavía somos criaturas cuyo espacio sensible se inscribe en el universo simbólico de las identidades. Sin embargo es necesario asumir los riesgos y los costos de la empresa; saber andar con cuidado y no perder de vista que todas las travesías del historiador son también una odisea, es decir, un regreso a casa.
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REFERENCIAS

RANCIÈRE, J. (1993) Los nombres de la historia. Una poética del saber. Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1993

RANCIÈRE, MACHEREY, ESTABLET (1971). Lectura de «El Capital» (Lo que se omitió en la Edición española de «Para leer El Capital»). Coedición Editorial La Oveja Negra, Editorial Zeta LTDA. Bogotá.

RANCIÈRE, J. (2010), La noche de los proletarios: archivos del sueño obrero. Editorial Tinta Limón, Buenos Aires.

NOTAS

[1] Tal como lo expone Rancière en su ensayo «El concepto de crítica y la crítica de la economía política desde los Manuscritos de 1844 a El Capital» (1965), a diferencia de lo que Marx define con el título Esbozo de una crítica de la economía política (1844), sus reflexiones no se establecen en un dominio científico ni despliegan una crítica a los conceptos de ese dominio. En el texto de 1844 Marx parte de un hecho económico, la pauperización, pero no para reflexionar sobre el mismo desde la economía política, sino desde una perspectiva antropológica. Este trabajo en el que desliza un tipo de conocimiento sobre otro produce una serie de anfibologías. Caracterizadas como traducciones incorrectas o equivalencias inadecuadas (entre obrero y hombre, trabajo y actividad genérica, producto y objeto), son ellas las que le van a permitir enunciar una «contradicción fundamental: la pérdida del hombre en su objeto, su separación de sí mismo, la alienación de la esencia humana en el movimiento de la propiedad privada.» (Ibíd., 37). Así, lo que la economía política clásica reconocía como sus «leyes naturales», será luego conceptualizado en El capital como el modo de producción capitalista, determinado por procesos sociales y circunstancias históricas concretas.

[2] Si bien a lo largo del libro Rancière hace énfasis en la obra de Jules Michelet (1798- 1874) y de Fernand Braudel (1902-1985) también se abordan algunas obras de Lucien Febvre, Alfred Cobban, Francois Furet, Emmanuel Le Roy Ladurie, entre otros.

[3] Aquí empleo las palabras de Hobsbawm, que aunque no es mencionado por Rancière, nos sirve para entender el horizonte temporal (1789- 1848) en el que quiere ubicar el origen de la historia como disciplina moderna.

[4] Estos fenómenos que según Rancière se denominarán más adelante hechos de civilización material, son los concernientes a «la necesidad de nutrirse, de producir, de intercambiar o de transmitir, pero también de reír y de amar, de conocer y de crear (Rancière, 1993, 13)

[5] Esta es otra de las metáforas que emplea Rancière para nombrar el exceso de las palabras.

[6] «Aquello que se da en llamar derechos señoriales es una reunión heteróclita de derechos de diversos orígenes que no define ninguna dependencia personal de los plebeyos respecto de los señores, ninguna relación propiamente feudal (…) Muy a menudo se trata de simples derechos de propiedad, frecuentemente rescatados de otras partes por burgueses. Resulta imposible reunirlos bajo el nombre de derechos feudales «sin despojar de todo sentido a la palabra feudal. Y lo mismo sucede lamentablemente en cuanto a cada uno de los tres órdenes reunidos en Versalles en la primavera de 1789. Ninguno nombra un conjunto de propiedades que dé un sentido social a su nombre. La clasificación de la nobleza, del clero y del Estado llano cesó de tener, mucho antes de 1789, «la menor relación» con las realidades sociales correspondientes» (Ibíd. 46)

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* Daniel García Roldán es profesor del curso Historia del arte prehispánico de la carrera en Historia del arte y del seminario Imagen y ciudad en la obra de Walter Benjamin, en la Maestría en Estética e Historia del Arte. Actualmente está vinculado al proyecto de investigación «Arte, memoria y política en Colombia: tres estudios de caso» y adelanta su tesis doctoral en historia titulada «Bogotá: escritura de la historia y espacios de la memoria: 1938-2012».

 

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