MARXISMO, POLÍTICA Y COMUNIDAD POLÍTICA: DE LA MUERTE DE LA POLÍTICA A LA DEMOCRACIA
Por Mauricio Uribe López*
MARX Y EL INDIVIDUALISMO ÉTICO
En la primera fase de la sociedad comunista, aquella que recién surge de la entraña capitalista –afirma Marx en su Crítica del Programa de Gotha- el «derecho burgués» aún está presente. No en la forma de garantía a la propiedad privada de los medios de producción, abolida por la dictadura del proletariado, sino en términos de la correspondencia entre la cantidad de trabajo certificada a cada individuo y la canasta de artículos de consumo que éste puede retirar. Si dos individuos «certifican» la misma cantidad de trabajo, recibirán la misma cantidad de artículos sin importar ni el respectivo tamaño de sus familias, ni las diferencias en sus condiciones de salud, ni en las de sus hijos, ni sus edades.
El derecho burgués se hace presente a través de dos principios socialistas que son, dice Lenin, «ya una realidad»: i) «el que no trabaja no come» y ii) «a igual cantidad de trabajo, igual cantidad de productos». Ambos principios mantienen su impronta burguesa por dos razones: Porque tratan de forma igual a individuos distintos y porque si unos trabajan más, entonces «obtienen de hecho más que otros, unos son más ricos que otros» (Marx, citado por Lenin, 1917:57).
Ambos defectos de la primera fase de la sociedad comunista, a la que se suele llamar socialismo –aclara Lenin– son inevitables hasta que no se extinga el Estado. Dado que aún las sábanas de los capitalistas están calientes, «otras normas, fuera de las del ‘derecho burgués’, no existen. Y, por tanto, persiste todavía la necesidad del Estado, que, velando por la propiedad común sobre los medios de producción, vele también por la igualdad del trabajo y por la igualdad en la distribución de los productos» (Lenin, 1917:58). Si desaparece la necesidad de reprimir a los remanentes del capitalismo, entonces desaparecería el Estado y habría libertad. Es en ese momento, que corresponde a la fase superior del comunismo (o a la sociedad comunista propiamente dicha), cuando podría realizarse la justicia.
«Cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad de la vida; cuando con el desarrollo múltiple de los individuos, crezcan también las fuerzas productivas y fluyan con todo su caudal los manantiales de la riqueza colectiva; sólo entonces… la sociedad podrá escribir en sus banderas ‘de cada uno, según su capacidad; a cada uno, según sus necesidades’» (Marx, citado por Lenin, 1917:58).
En la sociedad comunista en pleno, los individuos pueden emanciparse del círculo estrecho de actividades que les es impuesto por la división del trabajo. Es la sociedad comunista la que realmente hace posible que
«yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos» (Marx, Engels, 1846:34).
De manera que la motivación básica de la revolución no sería la destrucción de la individualidad en pos de un frío paraíso colectivista. Al contrario, al planteamiento de Marx subyace un profundo individualismo ético y su preocupación por la justicia y la diversidad de los seres humanos no es muy diferente de la planteada en la actualidad por Amartya Sen. La crítica de Sen a Rawls, en la que paradójicamente el economista critica el fetichismo del filósofo, tiene que ver justo con el hecho de que para el primero, el criterio de los bienes sociales primarios planteado por el segundo, no toma suficientemente en serio la diversidad de los seres humanos (Sen, 1990).
LA EXTINCIÓN DEL ESTADO Y LA MUERTE DE LA POLÍTICA
Las dificultades del marxismo con respecto al individualismo ético aparecen cuando se plantea que éste es un resultado final y no una restricción. Un fin y no un principio. Cuando se advierte que una vez el proletariado se constituye en clase dominante, necesita del Estado para reprimir a los remanentes del capitalismo. Como lo planteara Lenin (1917:54) con toda claridad: «la dictadura del proletariado implica una serie de restricciones puestas a la libertad de los opresores, de los explotadores, de los capitalistas. Debemos reprimir a éstos, para liberar a la humanidad de la esclavitud asalariada, hay que vencer por la fuerza su resistencia, y es evidente que allí donde hay represión, donde hay violencia no hay libertad ni democracia» [1].
Esa visión del Estado como aparato represivo, bien en manos de los capitalistas o bien en manos del proletariado, ha tenido un impacto profundo y duradero sobre la relación del marxismo con el Estado, la política, y la democracia.
La perspectiva teleológica de la extinción del Estado y el advenimiento de una sociedad comunista en la que la escasez es desterrada, y con ella los conflictos distributivos, ha generado hondas fisuras al interior del marxismo así como una actitud ambigua de la izquierda con respecto al Estado [2].
Lenin acusa en El Estado y la Revolución a todos aquellos que «con una fraseología casi socialista» hacen una incorrecta interpretación de la idea marxista sobre la extinción del Estado. No se trata, según Lenin, ni de la abolición del Estado como pregonaban los anarquistas, ni de aceptar que el colapso del Estado llegue por sí sólo antes de la revolución y la dictadura del proletariado. Sostiene que el Estado se extingue pero sólo en la fase superior de la sociedad comunista, una vez la dictadura del proletariado ha logrado su cometido de eliminar a los capitalistas y levantar una sociedad sin clases.
Si se debe esperar a que el Estado se extinga o si por el contrario hay que ponerlo primero al servicio del proletariado para qué la dictadura de éste genere las condiciones que hagan posible su extinción, fue un tema que había dividido a la Segunda Internacional, en vísperas de la Primera Guerra Mundial.
Una línea, la de Karl Kautsky, parecía partidaria de esperar la extinción. La otra línea con Rosa Luxemburgo a la cabeza, recalcaba la importancia de la acción colectiva. Ese debate marca la distinción entre lo que Gouldner (1983) llama «los dos marxismos»: el marxismo científico o determinista y el marxismo crítico o voluntarista. Ambos hunden sus raíces en dos ideas centrales de Marx:
1) «No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia» (Marx, Engels, 1846:26).
2) La conciencia comunista obviamente nace entre el proletariado por ser la «clase condenada a soportar todos los inconvenientes» pero, «puede llegar a formarse entre las otras clases, al contemplar la posición en que se halla colocada esta» (Marx, Engels, 1846:81).
Ambas ideas expresan la tensión y la dualidad agencia-estructura presente en las ciencias sociales en general. En este caso, si hay que esperar a que las condiciones de la vida evolucionen, no hay que apresurarse a tomar el Estado. Al contrario, se puede ir erosionando paulatinamente al interior del Estado burgués el dominio de la propia burguesía, sin esperar un mayor margen de acción en poco tiempo y sin asumir posiciones abiertamente antagónicas. Tal vez podría afirmarse que el «reformismo» pudo haber florecido más entre quienes esperaban a que la historia marcara el ritmo.
Si se atribuye un peso mucho mayor a la agencia que a la estructura, entonces las vanguardias que contemplan la posición del proletariado tienen la responsabilidad de empujar al tren de la historia hacia la extinción del Estado, haciendo una parada en la estación de la dictadura del proletariado. En esa estación, lo que era democracia para una minoría insignificante «democracia para los ricos», se convierte en «democratismo para el pueblo» (Lenin).
Entre quienes privilegian la acción colectiva, la toma de poder del Estado significa convertir un aparato represivo, «la junta que administra los negocios de la clase burguesa» (Marx El Manifiesto Comunista citado por Lechner, 1985:89), en una máquina que en manos del proletariado, reprima los vestigios del capitalismo y abra paso a la sociedad comunista, con lo cual, la política muere.
Lo paradójico de esta secuencia es que precisamente la perspectiva que reivindica la acción política conduce a la muerte de la política. En el Estado burgués no hay espacio sino para la política revolucionaria y luego, la emancipación comunista conduce al fin de la política.
En la realidad, las revoluciones triunfantes que condujeron a Estados socialistas, al haber concebido al Estado como aparato al servicio de la clase dominante, y no poder llevar a cabo la extinción del mismo, hicieron de esta utopía «una ideología justificatoria, que oculta la persistencia de relaciones jerárquicas de subordinación y sometimiento» (Lechner, 1985:82).
ACCIÓN POLÍTICA Y HEGEMÓNICA
La concepción teleológica de la acción política (la idea de empujar el tren de la historia) no sólo conduce al fin de la política sino que tampoco deja espacio para la democracia: primero es el gobierno de los ricos, luego de la dictadura del proletariado, y finalmente, en una sociedad sin escasez y sin conflictos, una redundancia.
De ahí que tanto la concepción del Estado como de la democracia hubieran estado estrechamente asociadas en la perspectiva de la izquierda de vocación revolucionaria. Se trata de un enfoque, afirma Lechner (1985), que influenció a buena parte de los partidos de izquierda en América Latina. Estos planteaban una estrategia de «poder» y no una estrategia de «orden». Es decir, carecían –a juicio de Lechner- de una propuesta de unificación del cuerpo político. En otras palabras, su visión del Estado como aparato les impedía plantear una «idea de estado» (stateness) y por tanto, un proyecto de hegemonía capaz de realizar la operación de ser una parte y a la vez asumir el todo.
La noción de hegemonía, introducida por Gramsci como una cuña entre la democracia para el proletariado y la dictadura para la burguesía, recupera a la política en la acción política. Esta ya no se circunscribe exclusivamente a la estrategia del poder sino que remite «al momento del consenso». Ese momento apela a la noción hegeliana del «espíritu estatal». La idea de que el Estado es una formación histórica en función del espíritu concreto de un pueblo. El «espíritu estatal» surge de la construcción de hegemonía, ya que el «espíritu del partido» (el Príncipe moderno) es su fundamento. Ese «espíritu estatal» proviene –como para Hegel «el espíritu absoluto»– del «devenir» y es real:
En primer lugar, el «espíritu estatal» presupone la «continuidad», tanto hacia el pasado, o sea hacia la tradición, como hacia el porvenir. Es decir, presupone que cada acto es un momento de un proceso complejo, que ya comenzó y que continuará. La responsabilidad de este proceso, la de ser sus actores y de ser solidarios con fuerzas «desconocidas» materialmente, pero que se las siente activas y operantes y se las considera como si fuesen «materiales» y estuviesen físicamente presentes, se llama en ciertos casos «espíritu estatal» (Gramsci, 1980:27).
Es el «espíritu estatal» lo que se opone al estatismo, y en consecuencia su espacio vital no podría ser una máquina: el aparato de Estado. Su espacio vital es la comunidad política, la nación. Es en la comunidad política en la que se pueden plantear reivindicaciones y es ese el espacio de la acción política. Ésta ya no tiene como propósito empujar ningún tren sino construir transversalidades. Tal vez se pueda afirmar que en ese giro hegeliano de la izquierda dado por Gramsci, la política y la democracia encuentran una oportunidad en el marxismo. La apelación a la nación deja de ser patrimonio exclusivo de la derecha para convertirse en referente compartido de derechos y obligaciones.
Otra vía marxista, o post-marxista, de recuperación de lo político no es la de la nación sino la del «pueblo». En lugar del devenir de un «espíritu estatal,» es la articulación de demandas lo que brinda la clave de la unidad del cuerpo político representada por el pueblo. El plebs logra convertirse, a través de dicha articulación, en proyecto hegemónico como populus. Esa conversión es función asumida por la representación política, en la medida en que la representación es un acto de creación y dignificación de lo representado: «la construcción del pueblo sería imposible sin el funcionamiento de los mecanismos de representación» (Laclau, 2005:204).
DEMOCRACIA, NACIÓN Y PUEBLO
Al reformismo que busca cambios en el margen mientras espera la lenta marcha del tren de la historia se le opone, después de Gramcsi, ya no el voluntarismo que conduce al fin de la política, sino la construcción de la hegemonía. Tanto con la noción de comunidad política como espacio de inclusión en un mismo plano de derechos y obligaciones, es decir la nación, como con la función de la representación política como constructora del pueblo, la noción de hegemonía de Gramsci reivindica la posibilidad de eliminar la antinomia muchas veces sostenida por la izquierda entre marxismo y democracia. Si la búsqueda de la hegemonía desde proyectos de izquierda es un intento de construcción de un espacio compartido de inclusión, es entonces también un intento de construcción democrática.
Si lo anterior es cierto, entonces el individualismo ético subyacente al ideal de la sociedad comunista de Marx recupera la fuerza que había sido opacada por la utopía de la extinción del Estado y la estación represiva de la dictadura proletaria. La construcción de la comunidad política, de la nación como espacio de inclusión aún en el plano simbólico, tiene en América Latina, y especialmente en algunos países, un sentido de urgencia [3]. No hay manera de construir espacio para la justicia y para la atención de las diferencias entre las personas en los términos planteados por Marx y Sen, si no hay primero un piso compartido de igualdad, un sentido compartido de pertenencia a la misma comunidad política. El otro camino, el de la representación que construye al pueblo, puede conllevar el riesgo de que en un momento dado, el representante sustituya en el discurso el «nosotros» por el «yo» (Armony, 2007).
NOTAS
[1] En ese sentido el pensamiento leninista comparte la misma perspectiva teleológica del utilitarismo: el sacrificio de unos resulta plenamente justificable en aras de aumentar la felicidad de muchos.
[2] Esa ambigüedad ha sido altamente visible en América Latina en donde, luego de denunciar al Estado como aparato de dominación, se pasó a defenderlo frente al desmonte promovido por las políticas de corte mercadocéntrico. Esa defensa es a la larga una prueba empírica de que la noción del Estado como aparato de dominación no tomaba en consideración la existencia de espacios «ganados» al interior del mismo Estado.
[3] «¿Quién podría negar la estrecha vinculación de esta perspectiva de análisis con la situación de América Latina? Ni una clase dominante autónoma, ni un Estado fuerte en condiciones de asumir con la plenitud de sus atributos la constitución nacional. Esta fue, pero aún no ha dejado de ser, la condición general de los países latinoamericanos –con todas sus diferencias específicas- a los que más de siglo y medio de vida no les ha permitido conquistar su estabilidad política, la normalización de su vida económica, el enraizamiento profundo en la conciencia popular de sus instituciones representativas, la moralización de sus costumbres civiles, la democratización de su espíritu público» (Aricó:2005:147,148)
REFERENCIAS
Aricó, José (2005), La Cola del Diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI.
Armony, Victor (2007), The Civic Left and the Demand for Social Citizenship, prepared for the Workshop on «Left Turns? Progressive Parties, Insurgent Movements, and Alternative Politics in Latin America», University of British Columbia, mayo 25-27.
Gouldner, Alvin (1983). Los dos marxismos Madrid, Alianza.
Gramsci, Antonio (1980), Notas sobre Maquiavelo, sobre Política y Sobre el Estado Moderno, Madrid, Ediciones Nueva Visión.
Lechner Norbert (1985), «Aparato de Estado y Forma de Estado», en: Julio Labastida et. al., Hegemonía y Alternativas políticas en América Latina, Siglo XXI, UNAM, México D.F., pp. 81-111.
Lenin, Vladimir (1917), El Estado y la Revolución, https://www.espartaco.cjb.net
Laclau, Ernersto (2005), La Razón Populista, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2006.
Marx, Carlos y Federico Engels (1846), La Ideología Alemana, Montevideo, Ediciones Pueblos Unidos, 1968.
Sen, Amartya (1990), «Justicia, Medios contra Libertades», A. Sen, Bienestar, Justicia y Mercado, Barcelona, Paidós, UAB, 1997, pp.109-121.
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* Mauricio Uribe López es Doctor en Ciencia Política de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales Flacso México. Ha sido profesor del Cider de la Universidad de los Andes, Investigador Asociado del Informe de Desarrollo Humano para Colombia y Oficial del Área de Paz y Desarrollo Humano de la Oficina del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en Colombia. Actualmente es profesor del Departamento de Gobierno y Ciencias Políticas de la Universidad EAFIT (Medellín, Colombia).