FOTOGRAFÍAS DE TRANSEÚNTES EN JUNÍN
Por Federico Medina Cano*
«Había comprado nuevos álbumes para volver
a colocar en ellos las mismas fotografías y
recortes de periódicos, para que quedara más
bonito, mejor… (Claro que él) comprendía que
era su modo de mantener vivo un tiempo más
feliz, pero algún día tendría que darse cuenta
de que ya hacía años que aquello había
quedado atrás»
(Camila Läckberg)
Desde su descubrimiento la fotografía ha formado parte de la existencia del hombre, de su cotidianidad, de la vida en familia, de los ritos sociales, de las diferentes actividades en las que ha participado como sujeto, de su vida en comunidad, de su actividad laboral (de la transformación que ha realizado de la naturaleza y del medio ambiente). Las fotografías «certifican, ilustran, confirman o informan» sobre el entorno y el espacio inmediato en que el sujeto se desenvuelve, sobre las condiciones sociales y materiales que le rodean (Sánchez, p. 291). Son dispositivos diseñados parar recordar, para recrear lo ocurrido. Con el registro detallado que realiza de los hechos, reúne informaciones y datos que le ayudan a los sujetos a armar su identidad, a comprender de dónde proviene, a formarse una idea de cómo fue la época en que vivió, cuáles eran las costumbres y las prácticas sociales que les antecedieron.
No es un mensaje superficial. Detrás del realismo que anima la fotografía, de su literalidad (busca plasmar lo que está frente a la cámara), es un mensaje que connota, que encierra una serie de significados no explícitos. Es un dispositivo anclado en la cultura. No es un registro mecánico de la realidad, es una imagen que con lo que sugiere de forma sutil o fragmentariamente, permite reconstruir la visión propia de la época, el horizonte de expectativas de quien la realiza. La fotografía permite evaluar los modos de ver propios de una época, las prioridades. No todo se consigna o se reúne en la imagen. Cuando un sujeto toma una foto realiza una elección, responde a una pregunta: qué es digno de fotografiarse, qué no es importante y necesario, qué elementos se pueden omitir [1]. En la creación del escenario en el que se desenvuelve el sujeto fotografiado, en la disposición del cuerpo, en la forma como este aparece, el fotógrafo «muestra» los objetos y los espacios que para él y el grupo social al que pertenece tienen significado y valor, los que deben conservarse para la posterioridad.
«Las fotografías son el resultado de una manera, forma o modo de ver el mundo» (Moreno–Gómez, 2021, p. 150). El ver es una práctica social, que está determinada por el contexto en el que está situado el sujeto, por las condiciones sociales y culturales que le rodean. Es una actividad en la que entran en juego los parámetros culturales y estéticos existentes, las concepciones que la sociedad tiene del mundo y su representación, la ideología dominante, el capital cultural que posee el sujeto, sus valores y principios [2].
Las fotografías de transeúntes son un tipo de fotografía eminentemente urbana, que tiene como escenario la ciudad, que registra el ir y venir de sus habitantes, su deambular (de su residencia a su lugar de trabajo, y a la inversa, del entorno familiar a los lugares donde se abastece y obtiene lo que necesita, a los sitios donde se divierte y socializa con otros) (ver fotos de transeúntes en la galería). Y aunque su objetivo no es sociológico, le ofrece al peatón una imagen reciente y viva por fuera de la pose acartonada y atemporal de la foto de estudio. Le proporciona una imagen del mundo moderno y actual en el que el sujeto se desenvuelve, de los ideales de progreso y desarrollo que caracterizan la época reciente. Son un documento que permite leer en detalle la vida de las ciudades. Al fotografiar al peatón que deambulaba por la ciudad, aporta información importante para reconstruir la condición de los espacios públicos, la arquitectura, el patrimonio y la vida de las ciudades, para rehacer la dinámica y la circulación de las personas, la forma como se apropiaron los diferentes grupos sociales de la ciudad. Son parte de la memoria visual de la ciudad: son un documento que le permite al investigador acercarse a las condiciones materiales de la cultura, al sentido imperante del cuerpo, a los valores estéticos dominantes, a los códigos que determinaban el vestuario (el vestido formal e informal) y la moda.
Son también retratos de familia. Aunque no fueron realizadas por fotógrafos profesionales, para las personas que no tenían cámara o una foto de estudio, esta fotografía tal vez era su única fotografía y buscaban con esta suplir la necesidad de un retrato, de una imagen para la posteridad. Muchas de ellas terminaron en portarretratos o expuestas en la parte más visible de la casa, vigilando y protegiendo a las generaciones venideras. Otras, en el mundo privado de sus afectos, en las billeteras y los álbumes familiares.
LA DEMOCRATIZACIÓN DE LA FOTOGRAFÍA
En sus comienzos la fotografía no era una actividad que convocaba a todos los públicos. Empezó como un pasatiempo de aristócratas y clases privilegiadas. Y solo en el siglo XX se convirtió en un medio de comunicación y un gran negocio. Antes de que el carrete fuera inventado, el uso de la cámara (el tomarse una foto o poseer un álbum) era una práctica social restringida a la que solo tenían acceso un grupo limitado de personas. Era una tarea que demandaba una gran habilidad y un equipo fotográfico de alto costo; y estaba en manos de profesionales. Solo accedían a ella los que disponían de un excedente para invertir en bienes suntuarios.
La fotografía era «un medio de autorreconocimiento y de prestigio» para las clases hegemónicas. Era uno de los mecanismos de que disponían para reproducir las diferencias sociales y estéticas, para perpetuar sus valores sociales, culturales y simbólicos, y transmitir sus patrones del gusto.
El proceso de popularización de la fotografía, el acceso a la población mayoritaria, tomó forma cuando se dieron tres acontecimientos: dos hechos importantes en el campo de la técnica, y uno en la forma como el fotógrafo realizaba su labor. Los logros en la configuración técnica y material del aparato acercaron la cámara al público masivo. La publicidad se encargó de llamar la atención sobre la «nueva cámara» mostrándola como una consecuencia de la ciencia, de la tecnología al servicio del hombre, y un símbolo de modernización; resaltando lo sencillo que es su uso, subrayando los beneficios que trae la fotografía en la historia de la familia, en la consolidación del grupo familiar, y en el mundo profesional. En la vida familiar las instantáneas «captan los acontecimiento felices de hoy (la navidad en familia) y los convierten en tesoros del mañana. Y a través de los años conservan los recuerdos vivos y palpitantes» (ver publicidad 1 en la galería). Y en el mundo profesional es una herramienta que facilita el desempeño del especialista (la publicidad trae dos ejemplos: el periodismo y la medicina. En los medios gráficos las fotografías son una herramienta que permite destacar las noticias y entender lo que está ocurriendo en la realidad. Y la medicina es un dispositivo necesario para el diagnóstico de la enfermedad) (ver publicidad 3 en la galería).
Primero, las empresas productoras de material fotográfico sacaron al mercado, en reemplazo de la placa de vidrio rígida que utilizaban las cámaras, la película de celuloide. El celuloide era un material transparente, flexible y dócil, de alta sensibilidad que podía envolverse en un carrete e incorporarse a la mecánica de la cámara como otra pieza más. Con este descubrimiento George Eastman desarrolló un prototipo de cámara compacto, de precio moderado, de gran calidad óptica (con un mecanismo incorporado de enfoque, eficiente y preciso, y un dispositivo para controlar la cantidad de luz y el tiempo de exposición), bajo peso, que podía transportarse con facilidad y no requería de ningún otro aditamento.
Segundo, los laboratorios separan la toma fotográfica del proceso de revelado, liberan al operador de la cámara del proceso de «hacer» la fotografía (del revelado en el cuarto oscuro y la ampliación) [3]. Las campañas publicitarias de los principales laboratorios se montan sobre esta promesa: «Apunta y dispara». «Usted aprieta el botón y nosotros hacemos el resto».
Y, tercero, los fotógrafos salieron del estudio fotográfico, con sus convenciones, técnicas y manejo del cuerpo (con la pose rígida y la puesta en escena), a la calle, en búsqueda de otros públicos. En un primer momento en búsqueda de un público socialmente más amplio (que encontraron en las clases medias de comerciantes, artesanos y agricultores que buscaban perpetuarse por medio de la imagen), y, posteriormente, de un público masivo. En las primeras décadas del siglo XX no todas las poblaciones disponían de un fotógrafo. El estudio fotográfico estaba en las grandes ciudades y en las poblaciones rurales que tenían un mayor número de habitantes. Para responder a la demanda estaba el fotógrafo ambulante. Este con su cámara de cajón, su atrezo (un escenario sencillo que se podía montar y desmontar rápidamente) y un laboratorio portátil, recorría las ferias, mercados y eventos. Y posteriormente con la cámara compacta salió a los centros urbanos, en las zonas por las que circulaban grandes públicos, en búsqueda del hombre de la calle. Su estrategia: mostrarle al gran público «qué bien se ve» en la imagen fotográfica (incitarlo a comparar la calidad y fidelidad de la nueva representación, de la nueva imagen que le ofrecía la cámara, con las representaciones anteriores [ver publicidad 3 en la galería]).
LOS «FOTOCINEROS»
Esta tradición de fotógrafos callejeros que andaban a la caza de los transeúntes se remonta en Colombia a finales de la década de los 40 y comienzos de los 50, y permaneció hasta finales de los 70. A esta práctica comercial se le llamó fotocinería y a los fotógrafos se les llamaba popularmente fotocineros [4]. Estos fotógrafos utilizaban película de 35mm que se empleaba en la industria cinematográfica y dos tipos de cámaras: la cámara Leica, inicialmente (la primera cámara que usó el formato de 35mm. Eran cámaras de gran calidad que podían soportar el ajetreo de tomar más de 1000 fotos diarias); y en la década del 60 incorporaron a su trabajo cámaras Olympus Trip (fabricadas en el Japón), que tenían una particularidad que las hacía muy rentable: dividía el formato de la película fotográfica a la mitad, y tomaba el doble de fotos por rollo. Estos no tenían estudio, un lugar fijo a donde el público debía acudir. Salieron a las calles y buscaron a sus clientes, en las calles principales, en el centro de la ciudad, en las zonas de mayor contenido simbólico y de mayor circulación de público.
El centro en Medellín fue por muchos años el espacio en el que ocurrían los acontecimientos más importantes que tenían que ver con la historia de la ciudad. Era el sector de mayor pertenencia e identidad poblacional de toda la ciudad, de mayor contenido simbólico. Era un área nodal. Era un sector que reunía una gran masa de públicos, por su equipamiento y lo que ofrecía como centro de servicios. Tradicionalmente en el centro estaban las oficinas administrativas de la ciudad, los lugares en los cuales estaba concentrado el poder y desde los cuales se ejercía: la alcaldía y la gobernación. En él se hallaban los principales establecimientos asociados con el mundo de los negocios y del dinero, como con la circulación de capitales. En sus calles estaban los almacenes y los comercios exclusivos y de marca. Entre el parque Bolívar, la plazuela Nutibara y el parque Berrío se encontraban los pasajes comerciales más importantes, los mejores almacenes de vestuario y calzado, y las joyerías.
En el centro de Medellín estaba consignada la historia oficial. En los nombres de las calles y el conjunto de estatuas que, ubicadas en los parques, se festejaba y se le rendía homenaje a los próceres, como se recordaban los principales momentos de la gesta emancipadora. Además en él estaban ubicados los lugares de culto más importantes de la ciudad (la Catedral Metropolitana, la iglesia de La Candelaria, La Veracruz y la iglesia de San José, como los lugares donde se administraba todo lo relacionado con la actividad religiosa —La Curia Arquidiocesana y el palacio arzobispal—). En esta zona estaban los hoteles más importantes —el Hotel Europa y el Hotel Nutibara—, el Teatro Junín, el Club Unión, la repostería «El Astor» y los mejores restaurantes. Esta concurrencia de funciones le daba un valor adicional que la diferenciaba de otros sectores de la ciudad.
Las masas, las muchedumbres en permanente movimiento y conmoción simbolizaban uno de los rasgos esenciales de la modernidad. Los centros urbanos reunían las masas, eran tanto un lugar de tránsito, un lugar de consumo, como el espacio propicio para la relación y el encuentro. En ellos los habitantes de la ciudad socializaban, se informaban y se expresaban. En Medellín, el centro fue, desde sus inicios, un ámbito común y de referencia, un sitio de encuentro de los habitantes de la ciudad. Era un espacio que favorecía la interacción, que invitaba a la lúdica y el disfrute, al juego social. En la dinámica que en él se generaba, se expresaba la condición de la ciudad como un espacio social.
La carrera Junín en casi toda su extensión (es una calle que va desde la Avenida la Playa hasta el Parque Bolívar) era el sitio que más gustaba y donde se apostaron el mayor número de fotógrafos. Era desde sus inicios una calle muy concurrida, por su equipamiento y los servicios que ofrecía. En ella se cruzaban los diferentes públicos que iban de un lado a otro de la ciudad, de sus viviendas a sus lugares de trabajo, o los que «bajan» (el término describe una relación topográfica: el centro de la ciudad está en la parte más baja. Es como un cono) al centro a «hacer vueltas» (esta actividad reúne desde el que va a consignar en un banco como al que está haciendo un trámite en un una oficina del Estado). Era un lugar que invitaba a la quietud y a la mirada desinteresada: era el espacio propicio para el flaneur. Era uno de los sitios estratégicos para practicar el ocio urbano, para detener el tiempo y deambular sin un propósito definido. Era el sitio para el paseante urbano curioso que ocupaba su tiempo de ocio en recorrer la ciudad, en «vitriniar», y contemplar las ofertas del mercado, en identificar las tendencias de la moda, y el uso de materiales refinados [5].
Otro grupo de estos fotógrafos salió a buscar a sus clientes a los paseos comerciales conectados y/o cercanos a la calle Junín, en la calle Boyacá (calle 51), en los costados de la antigua gobernación (calle 52), la carrera Carabobo (en los alrededores del Palacio Nacional) y la carrera Palacé (Vélez, 2009, p. 152) [6].
¿Cómo tomaban estas fotos y cómo llegaba el transeúnte a la foto final que exhibían en los álbumes familiares o en portarretratos? (una persona en el álbum familiar podía tener varias fotos de este tipo que se había tomado en momentos diferentes).
La dinámica era muy simple y, aunque no estaba pactada previamente, fue reafirmada con el tiempo por los peatones. Los fotógrafos era parte de la vida de la ciudad, eran parte del paisaje urbano, y su actividad no fue rechazada por los transeúntes. Las personas iban caminando cuando el fotógrafo las abordaba y sin su autorización tomaba la foto. En algunos casos lo máximo que se lograba era que la persona mirara a la cámara. Eran fotos rápidas, descuidadas, en ellas el fotógrafo empleaba poco tiempo. A veces no lograba que ellos se detuvieran. Tampoco eran fotos en las que el fotógrafo dejaba consignado su estilo. El fotógrafo no aportaba, ni modificaba el esquema establecido por la «empresa» que lo contrataba. Él simplemente seguía un formato que repetía en cada foto que tomaba. No iban firmadas (como la foto de estudio) con el nombre del fotógrafo o del estudio. El contrato entre el fotógrafo y el transeúnte estaba dado de antemano y no cambiaba. Ambos lo sabían y en el momento de la toma actuaban de acuerdo al papel que tenían asignado. El único mensaje personal era el que el transeúnte le agregaba en la parte de atrás con su letra. Allí dejaba consignada la fecha en la que fue tomada la fotografía y le agregaban algún apunte curioso o personal que identificaba la fotografía. Algunas se empelaban como una postal y se regalaban a sus amigos o parientes más cercanos (ver mensaje social en la galería).
Después de tomar la foto le entregaban a la persona un pequeño volante con la dirección de local. No era propiamente un local. Tenían debajo de unas escalas, en el pasaje «Astoria», un sitio en el que atendían a las personas. Con este pasaba en los días siguientes a buscar en el archivo del estudio fotográfico (usualmente era una caja con carpetas) el contacto de la fotografía que le habían tomado (estos eran fotos pequeñas, sin ampliar que se sacaban directamente en el laboratorio. Eran del tamaño de los negativos). Cada foto traía en la parte de atrás dos textos: un código (impreso con un sello), con el que se identificaba el rollo en el que estaba el negativo de la fotografía (los rollos se archivaban y se codificaban para identificarlos) y, escrito con lapicero, el nombre del estudio fotográfico (ver códigos de reconocimiento en la galería). Cuando la persona escogía su foto–contacto le pedía al empleado que se la ampliara —a tamaño billetera (9×12 cms), postal (13×18 cms), o a un tamaño mayor (20×25 cms)— (Vélez, 2009, p. 154). Luego con un «contrato» más formal, y seguramente pagando por adelantado una cantidad, venía en los próximos días a reclamarla. Y, a diferencia de la foto contacto (que tenían un marco negro por el proceso de revelado), estas tenían un marco blanco (al que le podía dar una forma especial con el dispositivo que las cortaban). En algunos de estos laboratorios le ofrecían la posibilidad de retocarlas, de corregir los defectos y las zonas borrosas por un dinero adicional (ver ampliación en la galería).
Posteriormente las fotos en blanco y negro fueron remplazadas por diapositivas que vendían con un visor para verlas. El visor lo llamaban «telescopio». Era un objeto muy simple y manual que disponía de un lente de aumento y permitía ver la diapositiva orientándola hacia una fuente de luz. Por su tamaño se podía manipular muy fácilmente y llevar en la cartera (uno o varios). Y además se podía utilizar como llavero.
La forma de contacto con el cliente variaba. Cuando tomaban la foto (a veces solo hacían que la habían tomado) detenían a la persona y le mostraban «telescopios» con diapositivas para que tomaran la decisión de comprarla. Si se mostraban interesados le pedían que se devolviera sobre sus pasos y caminaran de nuevo hacia ellos, para tomar realmente la foto.
La sintaxis de la fotografía (el orden de los elementos en la imagen y el manejo del espacio) variaba muy poco. Era una estructura que conocían tanto fotógrafos como los clientes y que generalmente no se ponía en duda. No eran fotos en grupo, eran fotografías de individuos, generalmente solos. El centro de la imagen lo ocupaba el sujeto que caminaba (estaba situado en un eje vertical que atravesaba la imagen). Si venía acompañado, las otras personas podían estar completas o cortadas. Si era un grupo familiar trataban de reunirlos a todos: si eran niños pequeños, la mamá o el papá los llevaban la mano (y el sujeto principal se desplazaba a un lado). Generalmente no miraba a la cámara, estaba concentrado en caminar y tenía la mirada puesta en un punto distante. El fotógrafo lo tomaba de sorpresa, sin esperar la aprobación del cliente. Eran sujetos en movimiento. «Cada fotografía de un fotocinero capta un gesto accidental, una sonrisa tímida, un brillo de sorpresa en los ojos, un parpadeo de coquetería, un ceño fruncido, un rechinar de dientes. Algunos gestos no apuntan a la cámara, se pierden en los bordes inasibles de la imagen; otros se enfrentan al destino eterno en el que han sido capturados. Muchos transeúntes siguieron de largo sin avistar la cámara… La mayoría de las fotos son de guapas y altivas mujeres paisas de los años sesenta, con vestidos de una o dos piezas, en ocasiones con gafas oscuras, grandes… Otras son de hombres apurados… hay bebés llorones, niños juguetones, lolitas sonrojadas, comerciantes convencidos, esposos celosos. Las fotos se prestan para estos juegos inocentes, para estas conjeturas abandonadas. En cada foto caben múltiples vidas de cada persona, lo que era en ese momento, lo que quería ser, lo que no sería» (Bejarano, 2018, p. 14)
El retrato fotográfico expresaba el culto al individualismo. En él el deseo de afirmación del individuo y el deseo de reconocimiento social encontraron el medio más importante para transmitirse y consolidarse. La fotografía, basándose en el principio de fidelidad (en su función documental) era el medio ideal e incuestionable para exaltar todo aquello que a la vista de los demás, dignificaba a la persona. Le proporcionaba al sujeto una imagen personal acorde con sus requerimientos de clase y en correspondencia con el imaginario social de la época; le facilitaba una presencia pública a la vez que confirmaba su inscripción en los conjuntos sociales de los que formaba parte.
El rostro y el cuerpo en tanto formas presentables o representables eran para la fotografía los aspectos esenciales en la individualidad [7]. Para el retrato de estudio la zona visual más importante era el rostro, y en ese elemento hacía énfasis el fotógrafo. Buscaba captar las especificidades del rostro, subrayar los rasgos físicos que diferenciaban al sujeto y lo identificaban. Todos los elementos contribuían a este fin, desde la gestualidad y la pose, hasta el vestido, el peinado y los accesorios que llevaba. La foto del sujeto representaba, de un lado, el orden social y los privilegios a través de las poses y la indumentaria, y, de otro, era un medio para evidenciar el carácter o la personalidad del retratado con cierto sentido artístico. En la fotografía callejera el centro visual era el cuerpo. El fotógrafo hacía un paneo completo del cuerpo, y registraba la forma como el sujeto «aparecía» ante los demás, como iba vestido (vestía formalmente para ir al trabajo o hacer alguna gestión en la ciudad) y como se desplazaba (la gestualidad propia del caminar). El entorno siempre era el mismo (la dinámica urbana, las personas caminando, la ciudad, sus calles, los establecimientos comerciales, los rótulos de los almacenes). No era una imagen prefabricada, diseñada con anterioridad. La gestualidad era descuidada. El sujeto actuaba ignorando al fotógrafo, su juicio y sus recomendaciones.
CONCLUSIONES
Al popularizarse la técnica, los fotógrafos profesionales perdieron el monopolio y sólo se recurría a ellos en circunstancias concretas, especialmente para dejar testimonio de los ritos de iniciación social: bautizos, primeras comuniones, cumpleaños (la celebración de los quince años), graduaciones, matrimonios y aniversarios (ver ritos de iniciación en la galería). En estas celebraciones, parte del rito lo constituía la presencia del fotógrafo, quien con su trabajo dignificaba el momento y daba fe de lo celebrado.
Los fotógrafos ambulantes con la posibilidad que tenían los peatones de adquirir una cámara fotográfica, y tomar ellos sus propias fotografías, fueron perdiendo mercado y la mayoría de ellos desaparecieron. Pero la crisis de este modelo de comercialización no supuso la desaparición de los fotógrafos ambulantes. Algunos de ellos sobrevivieron bajo otras modalidades que aunque no eran tan promisorias abrían otro campo de acción y de nuevos públicos. La fotografía escolar (que se realizaba en guarderías, preescolares y colegios) (ver fotografía escolar en la galería) que tenía un público cautivo y el respaldo de las instituciones, y la fotografía para documentos públicos (las instituciones estatales y académicas les confiaba esa labor y legitimaba su trabajo como el único válido) fueron algunas de estas tendencias. En este proceso los laboratorios cambiaron de razón social o crearon una nueva empresa, para que el público no los asociara con el oficio anterior.
Del fotógrafo de estudio quedó como un sobreviviente en el mundo popular el fotógrafo de cajón. Este se ubicó en las ferias y celebraciones, y sus retratos eran un espectáculo de circo. Su equipo se redujo a un cajón dotado de un pequeño lente y una manga de tela negra, que funciona como una cámara. En el proceso de revelado y manipulación de la fotografía, la cámara se desempeñaba como un cuarto oscuro que le permitía, desde el exterior revelar la fotografía e intervenirla. Y como un medio de promocionar su trabajo tenía, debajo de la cámara, un muestrario del mismo. En el piso ubicaba una ponchera (recipiente ancho) con fijador, para retocar el trabajo, y cerrar el proceso de revelado. De este elemento proviene el término «poncherazo» con el que se conoce no solo estas fotografías, sino la fotografía de documentos en algunas regiones del país.
En la actualidad el fenómeno del retrato no ha perdido valor, ni se ha detenido. En la actualidad con las nuevas tecnologías y la fotografía digital hay un resurgir de este género y de nuevos formatos como la selfie. Hacerse un retrato es cada día más barato e inmediato, y no requiere de un profesional. Cualquiera puede hacerse una selfie. Sabe cómo hacerlo. Los teléfonos celulares funcionan como un álbum, son depósitos de estas imágenes. El riesgo con este dispositivo, que por el volumen y la inmediatez como se realizan, es que la fotografía pierde valor y brilla muy fugazmente. Los retratos ya no circulan impresos. Se comparten digitalmente por el Facebook y la red de amigos en WhatsApp.
NOTAS
[1] «Cada vez que miramos una fotografía somos conscientes, aunque sea débilmente, de que el fotógrafo escogió esta vista entre una infinidad. Eso es cierto incluso para la más despreocupada instantánea familiar» (Berger, 2006, p. ).
[2] «…se trata simplemente de las observaciones personales que la autora envió por e–mail a su familia y a sus amigos en Medellín, así como las fotos que tomó para ilustrar su experiencia… Estamos ante un retrato múltiple de la vida cotidiana… Mucho se ha hablado de las diferencias que existen entre la escritura femenina y masculina. Pues bien lo que sigue sólo lo pudo escribir una mujer. Esperamos que los lectores lo aprecien. A nosotros tanto los microrrelatos como las fotos nos parecen extraordinarios» (Hoyos, Andrés. En: Aguirre, 2006, p. 15, 16).
[3] «Inicialmente la cámara se compraba con la película ya cargada; cuando se acababa la película de 100 fotogramas, la cámara entera se enviaba a Kodak para su procesado y sustitución» (Slater, 2006, p. 144).
[4] Vélez, G. (2009, p. 150) y Moreno–Gómez construyen una interpretación de la palabra en el contexto en que apareció.
[5] Pero Junín no fue siempre así. Durante la historia de la ciudad, ha cambiado de forma y usos. En sus comienzos por la carrera Junín transitaban vehículos que no impedían el ir y venir de los transeúntes (sus aceras eran amplias y espaciosas). En los años setenta se convirtió en un pasaje peatonal y se cerró el paso de vehículos de la Avenida la Playa hasta Caracas.
[6] En el conjunto de estas empresas había dos laboratorios que llevaban la iniciativa, marcaron un estilo y se impusieron sobre los demás: Foto Lujo y Foto legal. Los otros laboratorios (Foto técnica, Foto Mar, Foto Real, Foto París, Foto Nueva, Foto Nacional, Foto Moderna, Foto Az, Foto México, Foto 1) que aparecieron posteriormente, copiaron la propuesta inicial sin agregarle nada o sin modificarla (Vélez, 2009, p. 153, 152).
[7] Son «el lugar donde se fundamenta el sentimiento mismo de lo otro y de lo semejante, de la pertenencia a una comunidad de semejantes y de la dificultad de relación con el prójimo» (Aumont, 1998: 29).
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*Federico Medina Cano. Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana y Magíster en Artes y ciencias de Washington University (St. Louis Missouri). Docente de cátedra de la Facultad de Comunicación Social de la UPB en Medellín Colombia. Ha publicado los siguientes libros: La práctica artística, el lenguaje y el poder (1987), Demiurgo y Hermes (1999), Comunicación, consumo y ciudad (1era edición: 2003 / edición ampliada: 2015), y Comunicación, deporte y ciudad (2005), La mirada semiótica. La huella del hombre en los objetos (2009). Y en compañía con otros autores: La telenovela: el milagro del amor (1989) y Comunicación, turismo y ciudad (2015).