FRANCISCO DE ALDANA: CAPITÁN Y POETA. VIVIR ENTRE LA ESPADA Y LA PLUMA
Por John Jaime Estrada González*
Manrique, Garcilaso y Aldana; hombres de armas y poetas. Asimismo, listos para hundir la espada, hasta donde llegue, al enemigo. Tal como vivieron, al poder encantatorio de sus versos sumaron la efusión de sangre en el campo de batalla. El nacimiento de Aldana y las circunstancias de su muerte aún estimulan la fantasía. Disputan los estudiosos entre su origen extremeño o italiano. Las biografías repiten que murió en la batalla de Alcazarquivir (al noroeste de Marruecos) peleando con denuedo a favor del rey de Portugal Don Sebastián, primo de Felipe II, quien lo apoyó con tropas y hombres; uno de ellos, Aldana, apodado el «divino capitán». Derrotados por los otomanos, acaso pudieron recuperar el cadáver del rey Don Sebastián. No es difícil suponer, ante la vacancia al trono portugués, que Felipe II se coronara también rey de Portugal e ibérico. La cercanía a la corte actuaba como una oclusión a la falsa disyuntiva retórica de «las armas o las letras». Se defendía la monarquía con la espada y se cantaba al amor con la pluma. ¡Cómo nos cuesta comprender que después de traspasar con la espada en batalla, se regrese a casa y se escriban sonetos de amor!
Francisco de Aldana (1537–1578) pasó su niñez y juventud en Italia. Estuvo educado en el círculo del humanista Benedetto Varchi. Este fue un continuador de la academia platónica en Florencia. En aquella atmósfera conoció desde Horacio y Ovidio hasta Ariosto, Sannazaro, Garcilaso y Boscán. Los nacionalismos que buscan acomodar sus conveniencias, no cejan al exhibir construcciones verbales que reivindiquen al divino capitán Aldana como español. Como bien lo podemos leer en la historia, se trataba de La Roma española 1500–1700; remitimos la obra del investigador Thomas J. Dandelet que analiza y explica la presencia de la monarquía española en la sede papal.
La confluencia intelectual de la época se sostuvo por la impronta de la obra completa de Platón traducida al latín. Este período fue también un estímulo que revivificaba y fortalecía teóricamente, las variadas concepciones del neoplatonismo. Pese a la escolástica que trató, en gran parte, de desterritorializarlo; no lo consiguió, al contrario, estaba ahora más estudiado que en los siglos precedentes. Ya no era solo asunto de filósofos o teólogos, sino en mayor grado, de poetas y artistas; esa fue la atmósfera en la que se educó Aldana. Es necesario agregar que no sólo se estimuló la lectura de la vertiente platónica, sino del saber preexistente al filósofo: el hermetismo, los oráculos, los misterios órficos, etc. Como bien sabemos, tales saberes y creencias lograron trasvasarse a la Edad Media, aunque en menor grado, precisamente porque los intelectuales nunca dejaron de referirse a ellos y educaron generaciones en la lectura de algunos de sus contenidos. Aunque para pocos la intelegibilidad de la fe cristiana era filosóficamente algo claro; para otros, en cambio, no era así y muchísimo menos para el creyente común y corriente, siempre distante de tales disquisiciones. ¡Era impensable cualquier variedad del ateísmo! Por ello las pruebas de la existencia de Dios se dirigieron a los creyentes de las universidades. Fue un período de abundantes disputas y en él confluyeron los fermentos de conflictos no resueltos, incluso desde los orígenes del cristianismo.
Ahí estaba la inquisición para aquel entonces, ya financiada completamente por la corona española. Era muy difícil que un poeta escapara a sus interrogatorios, aunque pocos de ellos fueron condenados. Aldana, embebido en el emanatismo neoplatónico, fue fiel a los dogmas cristianos y en sus propios versos hizo doxología de su fe.
Si hacemos un ejercicio pedagógico que logre más o menos dilucidar la posición intelectual que caracterizaba a ese grupo, llamados también «humanistas», podemos considerar que:
1. Se caracterizaban por ver al hombre en la inmensidad del universo que a la vez excedía la posibilidad de ser conocido. Frente a esta condición de asentimiento más valía meditar sobre él.
2. La unión con la divinidad era una actividad teúrgica y permitía la conexión con el conocimiento del pasado, así fuera muy lejano. Pero esta práctica no le era dada, literalmente, «al grueso menudo», era necesaria una preparación del espíritu a través de la razón. Todo lo cual suponía rituales iniciáticos en manos del teurgo.
3. La filosofía deviene teología y soteriología; pero para este acceso se pasa por períodos o etapas en las cuales se consigue la verdadera sabiduría. Lo cual supone que hay una falsa sabiduría. Allí entonces se avizora una fuente incesante de conflictos en los siglos posteriores, entre la falsa y la verdadera sabiduría.
Permítanme una digresión. Al leer con detenimiento las afirmaciones del párrafo anterior, quizá nos resulte comprensible constatar la potencia visiva de aquellos debates y concepciones del mundo que permearon desde la iglesia y las universidades hasta los cabildos catedralicios y un sinnúmero de cofradías y sociedades secretas. El prejuicio de que lo secreto es muy importante sigue en nuestras mentes. Por ello el cine, la novela ligera y una pléyade de «maestros» se adjuntan a los saberes de aquellas creencias en las cuales se creen ver las claves para la intelección hasta de un «cristianismo secreto», que es el que de verdad mueve todos los hilos y desde su mundo oculto crea el complot. Borges sabiamente aconsejaba a los intelectuales no burlarse de ellas, que es lo que siempre se hace, sino tratar de comprenderlas. Por ello resulta tan fácil hacerle creer a muchos que bajo los sótanos del Vaticano hay corredores oscuros y secretos, donde se dan citas los hombres (nunca hay una mujer) que manejan el mundo y conservan las copias de los libros que contienen los secretos para gobernarlo.
El poeta ya no cree en los dioses de los antiguos panteones; sin embargo, fascinan y recorren los textos como motivos líricos. Ese fue parcialmente el proceso de creación que caracterizó la poesía y pintura de aquella época. Hay una suerte de iluminación que juega todo el tiempo con el artista y el poeta. Tal como en su momento lo afirmó Cassirer: «Si uno coloca juntos los resultados de la investigación empírica, gradualmente emerge una imagen nueva del Renacimiento en la cual, piedad e impiedad, bien y mal, anhelo por el cielo y amor a esta tierra, están entretejidos y no con poca extensión, de una manera más compleja e infinita». (Cassirer, Ernest. The individual and the Cosmos. Mineola, NY: Dover, 1963, p. 5. Traducción nuestra).
En esta columna hemos elegido comentar algunos sonetos. Afirma el editor Raúl Ruiz: «En vida, Aldana solo publicó un soneto en italiano sobre la muerte de doña Leonor de Toledo, en respuesta a otro de Benedetto Varchi. Fue Cosme de Aldana, el que en 1589, da [a] luz en Milán un primer volumen de la obra poética de su hermano […] Con todo lo ya conocido puede establecerse que la obra completa de Aldana consta de 44 sonetos —más dos cuartetos de un soneto inacabado— más veinte composiciones en octavas, La Fábula de Foltonte —de 1214 versos sueltos— seis coplas, cuatro canciones y seis epístolas». (Aldana, Francisco. Sonetos. Raúl Ruiz (ed.). Madrid: Hiperion, 1984, p. 12. Todos los sonetos que citamos pertenecen a esta edición; en caso contrario, se cita la fuente). La segunda parte de sus obras apareció en 1591; y la tercera, en 1593. Hay una característica común a los escritores y poetas de los siglos XVI y XVII: una vez que mueren, sus obras quedan en manos de sus viudas, hermanos o protectores. Por incomprensión, o lo que sea, no las conservan bien; destruyen algunas, pierden otras y por ello es común que no encontremos un corpus completo de casi todos los creadores de aquella época. De allí que subsista la impresión de tratar siempre con obras incompletas.
En pleno siglo XVI, tal como suelen afirmarlo los historiadores, el Mediterráneo sigue siendo un epicentro político cada vez más amenazante. Cuando en 1415 los portugueses se arriesgaron a poner el pie en Ceuta, al otro lado del estrecho, esto significó la secuencia de fases ofensivas y pactos que fueron mucho más que asuntos confesionales. Se estableció un centro lábil de motivos bélicos que en el siglo XX terminó con el dominio pleno de los ingleses sobre Gibraltar. Ese marco político caracterizó aquel período hacia el oeste de Europa.
Es solo elección personal traer a cuento los sonetos del «divino capitán». Dentro de las múltiples variantes, la del amor nos permitirá elijar algunos de ellos. Se trata del amor no como un sentimiento o la tiranía de una pasión. Tampoco Charitas; es también elaboración espiritual, pero no desprovista de corporeidad y en el ejercicio pleno de la razón. El lugar del poeta en el universo jerarquizado opera de manera descendente hasta su mano; de ella, en ese mismo orden, a la pluma, hasta llegar al escalón más bajo, la escritura:
Tras cuya creación, con tal propuesto
obra el cielo y el sol que aunque el gobierno
tengan de este de acá, bajo, indispuesto,
cuerpo mortal, sujeto al cuerpo eterno,
es Dios el obrador de aquello y de esto,
por quien es mozo abril, cano el invierno,
y obran así como esta mano agora
que obrando yo se dice ella obradora
Poema XXVII, vv. 89–96. Aldana, Francisco de. Poesías completas. José Larra Garrido (ed.) Madrid: Cátedra, 1985.
El último escalón retorna al principio de todo, la creación que viste de blanco al invierno y que la pluma del poeta llama cano; la primavera y la juventud que nombra el joven abril. El vate es un obrador; su lugar está fijo entre Dios y la escala jerárquica que vuelve a retomar a Dionisio «el Areopagita» y su concepción del ordenamiento jerárquico e inescrutable del universo.
Pensando en un soneto que envuelva los hilos tensores del amor, elegimos el X:
Hase movido, dama, una pasión
entre Venus, Amor y la Natura
sobre vuestra hermosísima figura;
en la cual todos tres tienen razón.
Buscan quién les absuelva esta quistión
con viva diligencia y suma cura,
y es tan alta, tan honda y tan oscura
que no hay quien della pueda solución.
Ponen estas querellas contra vos:
Venus, que le usurpáis su sacrificio,
Amor, que no lo conocéis por dios,
Natura dice, y jura por su oficio,
que de vuestra impresión nunca hizo dos
y que ingrata le sois del beneficio.
Entre Venus, Amor y la Natura hay una pasión. La «hermosísima figura» es deseo, ágape y unicidad humana, esto es por natura. Sobre este trípode se enardece la pasión. En las dos primeras líneas del segundo cuarteto buscan quién les resuelva de la mejor manera posible cuál de las tres tiene la verdad: si el deseo, el amor o la naturaleza. Estos versos lideran un ejercicio racional. El poeta no despoja la pasión, sólo quiere darle su lugar entre las tres que la han suscitado. Venus personifica el deseo que es verdadero. Ahora, si se consuma solo en pasión, perderá el amor que también es verdadero y no se alcanzará la dama en plenitud.
En el terceto final, la belleza, obra de la naturaleza, también es verdadera. Puesto que la dama no tiene igual, su belleza por naturaleza es única. Venus y natura mueven la pasión por «vuestra hermosísima figura». Deseo despertado por la belleza en un ser real; no es la amada inexistente de la imaginación poética. La figura hermosa es visual, dada a los sentidos. Amar esa dama no es amar el amor sino a ella misma.
¿Qué lugar ocupa el amor? Si la pasión está de él desprovista, es solo furor. Como ágape, participación con el otro, no puede carecer de sensorialidad natural. Es conociendo el amor, «que no lo conocéis por dios» que esta diligencia, «tan alta, tan honda y tan oscura» halla solución. Solo la concurrencia de Venus, Amor y Natura parece ser la respuesta. Pero con este acercamiento no agotamos el poema, puesto que los tres son necesarios, lo verdadero se encuentra siempre generando algún grado de desconcierto. La posibilidad de mantener un equilibrio entre fuerzas verdaderas no alcanza siempre su realización y por eso el amor humano está sujeto a contingencias.
Del soneto XI:
«yo tu siervo Damón, pobre cabrero,
más no pudiendo dar de mi ganado,
a tus aras, y altar santo y sagrado
ofrezco el corazón deste cordero».
Damón, pastor de sus poemas, invoca a Venus y Cupido en su holocausto; tal cual, en el mundo religioso del campo que recuerda antiguos rituales, o si se quiere hilar más delgado, el Antiguo Testamento. Pero es ofreciéndose a sí mismo, inmolándose, que la imagen alcanza plenitud al retomar el bestiario de Cristo que se ofreció a sí mismo como cordero. Sacrificio de amor, puro ágape que se funde con Venus en una imagen ya mítica en la literatura clásica. Los versos finales expresan lo pedido: «que el pecho helado y frío de mi hermosa pastora / enciendas todo en llama ardiente». Notemos la posición de los adjetivos «helado» y «frío» que hacen referencia al corazón de aquella, su centro por naturaleza. Pero por la gracia de Venus y Cupido este puede pasar del ardor a la consumación. Ella es el objeto de su pasión y sobre ella han descendido Venus y Cupido. Se ilumina el centro de su ser, «llama de amor viva», como lo diría en otra vertiente San Juan de La Cruz.
Otro tópico frecuente en los sonetos amorosos de Aldana tiene que ver con la jerarquización de los sentidos. En el soneto XIII nos dice: «por vuestros ojos juro Elisa mía». Lamenta la ausencia de la amada; la invoca y promete también cerrar los suyos para ir tras ella. No se trata de introducir elementos doctrinales sino de entrar en comunión con ella: «los ojos cierro y nuevo curso impongo». Otra ha de ser ahora su vida. No sólo es deseo erótico o el furor venusino; es ágape que busca con denuedo la presencia. Resulta bastante complejo a veces colegir del texto poético un discurso amoroso a la manera neoplatónica. Hay otras composiciones de Aldana que recogen también, en consonancia con su formación intelectual, trasuntos herméticos en los que los efluvios de amor y las evanescencias divinas se conjuntan para el conocimiento del mundo superior a este. Estos sonetos de amor retoman, hasta con nombre propio, el mundo poético pastoril; la idealización de un cierto sentimiento en consonancia con la constitución carnal de la naturaleza humana. En ellos el cuerpo contiene los atributos que llevan a amar. Se consuma el amor mientras que este consume la vida.
En el soneto XIV prosigue la meditación sobre la ausencia de la amada y le añade otra dimensión:
«Que si consiste en sola la presencia
nuestro vivir, de quien sin él nos tiene,
ausente, ¿quién sabrá que cosa es vida?»
Si el objeto amado lo tenemos, vivimos; pero si ha muerto, entonces ¿para qué vivimos? El amor es presencia del objeto amado, pero ¿para quién no? De lo contrario no es amor; amado y amada son totalidad. De nada vale vivir si no nos aman. De nada vale vivir si a quien se ama no lo tenemos.
En el soneto XV leemos una realización del credo amoroso a través del sueño. El pastor «en pacífico sueño transportado» ve que el hado le ha enviado la mujer que ama. La sigue soñando «y allá en el alma dio del caso aviso». El toque del ánima se comunica con el cuerpo y este participa del encuentro haciendo de él «casi un paraíso». Los amantes se encuentran y el amor acude; con ella su alma no está sola y ocupa en el cuerpo el amor pleno. Otra variación del tópico de Venus, el amor y la natura:
«por aquel paso en que me vi te juro
que el bien casi sintió el paraíso».
El adverbio «casi» cumple la función de decir qué poco faltó para ello. El sueño sigue siendo ilusión, engaño de los sentidos. En el sueño es el cuerpo el que reposa, no el alma, que nunca duerme y por ella avista el amor. La enunciación del paraíso como un locus amoenus, típico de la poesía pastoril no remite a ningún edén: es el campo en todo su esplendor y armonía, un espacio que cobra vida únicamente en el poema.
Es importante recordar que en el neoplatonismo el amor requiere de los dos elementos: cuerpo material y alma espiritual. Contrariamente, en el platonismo el amor se realiza cuando está desprovisto de materia; es forma pura y no compromete los sentidos. Así la belleza animada por Venus es falsa, por ser un producto mental originado en el mundo sensorial. El amor es la contemplación de las ideas puras, no una experiencia sensible, provista de temporalidad y contingencia. Por ello en esa variante no hay tristeza, desconsuelo, dolor —todo lo que constituye el pathos del amor en la vida—; y la leemos en la literatura o la contemplamos en las artes.
En el soneto XVI, el pastor Damón llora la muerte de su amigo. Damón no teme perder su ganado si con ello lo pudiera volver a tener cerca. Este motivo lo encontramos en las Églogas de Virgilio. El tono es delicado y tierno, acompañado de una descripción sencilla de su estado: lamenta y llora la ausencia de quien lo acompañara en sus faenas. De nuevo, el amor no se equipara con cuanto bien se tenga. La amistad está en la misma gradería del amor, pero en un escalón diferente. En este aspecto los neoplatónicos continúan el cultivo de la amistad como uno de los más grandes cometidos entre iguales. Este componente, entre iguales, fue motivo de largos discursos apoyados en De amicitia de Cicerón. Sabemos que fue uno de los textos más difundidos desde la antigüedad hasta la llamada Edad Moderna. Su valoración estoica de la amistad caracterizó la formación de la academia florentina. La amistad alcanzó un carácter discursivo que, visto desde hoy en día, suscita reflexiones. Por ser concepciones discursivas anteriores al cristianismo, amar intensamente al amigo con despojo de sí mismo, fue un principio que reconocieron en la patrística como inspirado por Dios y de allí incorporado a la predicación eclesiástica. En párrafos anteriores nos hemos referido al hecho de que en la naturaleza los seres son únicos; esto acentúa la pérdida, un amigo es irremplazable. Esta concepción está en las antípodas de lo que hoy se denomina «contactos». El lamento en el poema termina con un dejo de melancolía; también un motivo poético y artístico que siguió extendiéndose durante el llamado Siglo de Oro y alcanzó obras magistrales.
En el soneto XVII, Damón se dirige a la amada que está «triste, rendida, muerta, helada y fría». Tal acumulación de adjetivos en un solo verso no deja de sorprender. Todos ellos se reducen a la pátina de la muerte y hacen que el pastor exclame:
«¡Oh pecho duro, oh alma dura y llena
de mil durezas! ¿Dónde vas huyendo?»
El encabalgamiento de los versos aumenta su carácter discursivo. El pastor, en su llanto, traslada al pecho de la amada la dureza de los sólidos y en tal sustantivación la multiplica en mil, con lo cual acrecienta los motivos de su desasosiego. En su condición de lego, Damón le interroga, sólo quiere saber a dónde va al partir. Si hacemos una breve comparación con el soneto XVI, el pastor en su tristeza no increpa al amigo, lo lamenta al perderlo. En cambio, de la amada muerta es inaceptable su pecho duro. Su alma dura no detiene al pastor, quiere ir tras ella. Es clara la pasión de amor por la amada frente al amor invaluable del amigo a quien quisiera retener, aún al costo de su haber, pero no acompañarlo tras la muerte. Al amigo lo quiere recuperar, lo echa de menos en sus faenas diarias, lo ama y disfruta su compañía en el mundo agrícola del campo. Tras la amada quiere ir a donde ha partido y permanecer con ella eternamente.
En el soneto XVIII, «el divino capitán» parte de una pregunta para establecer una disputa. Se dirige a Damón porque quiere saber la causa por la cual al amarse dos seres se produce llanto y suspiro de vez en cuando. Su inquirir va desde el platonismo puro, puesto que para tal concepción del mundo, el amor está desprovisto de esos avatares; en otras palabras, libre de la posibilidad de algún sufrimiento. En otra vía, el amor en el neoplatonismo, según algunas variables, es unión con el Uno, principio de todo, pero no solo con un dios. Por tanto, participa de lo sensorial y lo espiritual. Damón, obviamente, no puede responder a su pregunta, pero no por su ignorancia, sino porque es presa del amor y en tal estado no puede dar cuenta de él.
El pastor encarna (este verbo posee todo el peso) la pérdida de lo racional cuando se envuelve en el mundo sensorial. No se explica el amor cuando se está enamorado; un discurso racional solo consigue un juicio parcial de lo que no es completamente racional. Este es el caso. ¿Qué queremos decir con ello?: mostrar como Aldana, posiblemente como ejercicio poético, introduce una técnica medieval de demostración muy común en los debates legales y filosóficos: el caso. El derecho consuetudinario sentaba la base para la aplicación de la ley; en el debate moral, para sentar la prueba de una acción. Damón al estar enamorado no puede dar cuenta de ello. Así, ¿cómo puede causar llanto y dolor algo que es verdadero? Esa sería la pregunta de un platonista, pues la exclusión en los términos es evidente. Pero igualmente verdadero es que Damón no puede responder porque también su amor es verdadero. Con lo cual el caso, explícito en el pastor, comprueba la condición de la razón cuando se ama. Lo que posteriormente Pascal sintetizara en una frase: «el corazón tiene razones que la razón no entiende».
En el caso del soneto XVIII, Aldana aúna de nuevo dolor y llanto al amor. Puesto que en el amor es partícipe el mundo sensorial, hay lágrimas. El dolor del alma, en cambio, no tiene límites fijos, como lo cantó Miguel Hernández siglos después: «no hay extensión más grande que mi herida». ¿Qué pudo pretender Aldana con este caso? Nos atrevemos a conjeturar que lo ya dicho en el soneto con el que dimos comienzo a esta reflexión: el amor no es un acto exclusivamente espiritual; cuerpo y alma son partícipes de él, pero a niveles diferentes. En los sonetos el llanto expresa ese aspecto mortal y deleznable que hace parte de la naturaleza corpórea y no depende de la bondad o malignidad humana. No es el dolor una cuestión moral, producto de una conducta; la muerte, la ausencia temporal, el anhelo, etc., son connaturales a la condición humana. Lo corruptible del ser humano estaba contrastado para los neoplatónicos en la existencia de lo eterno; con lo cual el alma continuaba viviendo y a ese mundo le apuntaron desde los comienzos los neoplatónicos en todas sus variaciones intelectuales. Es preciso recordar que Aldana no fue un neoplatónico estricto, muchos de sus poemas también se apoyan en las enseñanzas del Corpus hermeticus, difundido en diversas traducciones en esta época. Muchas de sus variaciones léxicas y hasta sus principios, atrajeron poetas como Fray Luis de León y San Juan de la Cruz. En efecto, las doctrinas de Hermes Trismegisto bifurcaron las creencias mitológicas semíticas y griegas abriendo el mundo de la espiritualidad egipcia, que por muchos siglos había sido denegada, ex profeso. Esto tiene su explicación en los textos de la Patrística que repudiaron aquel pueblo que provocó la ira de Dios y por eso les infligió castigos que no tienen parangón en la historia cristiana.
En el soneto XIX, «el divino capitán» retoma la figura mítica de Galatea y de manera dialogal Tirsis, metamorfoseado en río la increpa:
«Agora, ya cruel, no puedes verme;
¿cuál nueva sinrazón, cuál accidente,
nueva tigre cruel, nueva serpiente,
te hacen contra mí sin defenderme?»
En el diálogo, los epítetos nos conducen al mito del paraíso perdido en el cual la amada se ha tornado cruel, serpentiva; pero ella se defiende:
«¡Ay Tirsis mío,
si más que estos dos ojos no te quiero,
que pierda yo la luz que en ellos tengo!»
Cada quien ama como ama y razones tiene para amar como ama. Cada amante justifica su manera de amar y la encuentra verdadera. Lara Garrido, editor de Aldana, encuentra este poema artificioso, a la manera de los ejercicios poéticos que se hacían en el círculo del humanista Varchi. Es su criterio que en los poemas y la prosa de Aldana encontramos con frecuencia sus trabajos de aprendizaje. De igual manera se extiende a los pintores y los artistas, a los cuales se les daba un tema para trabajar. Una técnica de aprendizaje que recorrió las academias y que en España floreció particularmente en los parnasos y demás academias escolares. Estamos muy lejos del yo desgarrado y onírico del romanticismo. Más que muchos ejercicios poéticos, los vates intentaban darle vida poética a los principios filosóficos y teológicos en los cuales se estaban formado todos los intelectuales de su época.
En el soneto XX, Tirsis y Galatea ya de amor avenidos, se entregan al juego y gozan su mutuo amor. Se acarician, se besan y el poeta exclama ante tal encuentro: «hace suplir con obras mi deseo». Aldana no deja de lado la concepción del amor como un proceso ascensional. De lo lúdico se pasa a lo erótico. El objeto de amor se aviva en cada encuentro, estando así encadenado en la dinámica presencia–ausencia. Pero el poeta añade la nostalgia como un paliativo: querer tener de nuevo lo que se ha tenido en la evocación, sentir la ausencia de quien se ama. Si pudiéramos comprehender estos términos en una antropología filosófica, sería algo así como encontrar en la carencia el valor exacto de lo que se ha tenido y mantenerla precisamente en el topos vital que en sus carencias, se ha constituido la vida.
En el soneto XXI, continúa el diálogo entre Galatea y Tirsis:
«¿Ya te vas Tirsis? Ya me voy luz mía».
En los versos finales se cierra el encuentro:
«Tirsis, adiós. Adiós, mi Galatea.
¡Tirsis adiós! Adiós, luz de mis ojos.
¡Oh lástima! ¡Oh piedad, sola en el mundo!»
De nuevo, Lara Garrido, editor de Aldana, sigue insistiendo en las formas artificiosas de estos diálogos poéticos. Para él no son más que academicismos; ejercicios técnicos de cierta preceptiva literaria que ya se había impuesto a los escolares desde la educación básica. No niego los criterios de Lara Garrido, aunque nos parece que en el verso XXI del poeta subyace el temor mórbido que genera la separación de los amantes. Puesto que una pareja para amarse, de alguna manera se sustrae de la sociedad para ganar intimidad y conseguir unidad de reciprocidades. Esto es la constitución de una instancia íntima, no referida, como hoy pudiera significar, la genitalidad. Se trata de confidencias, cuitas; los hilos sutiles que aíslan dos seres de la sociedad para estar en ella como pareja. La pareja, tal como aparece en la literatura contemporánea, está muy lejos de aquellas elaboraciones textuales. Además, la relación de pareja no se rige por legislación alguna, con lo cual escapa a una definición propiamente dicha o al cumplimiento de unos mandatos vinieren de donde vinieren. Pero hasta la relación amorosa ha cambiado con el paso no de los años, sino de los siglos.
Los sonetos de Aldana contrastan con la leyenda de su muerte en el campo de batalla. Espada en mano, como capitán que era, se enfrentó a los enemigos del imperio. Después de la derrota en la llanura de Alcazarquivir no se supo más del poeta que mataba con la espada y con su pluma dejaba morir de amor a los pastores en la placidez del mundo bello del campo. Se trataba de un mundo pastoril (que solo existió en la literatura) en el cual también había música, canto, danza y amor puro como lo vimos en sus sonetos.
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). Es PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».