SABIDURÍA DE COCINERAS TRADICIONALES
Por: Andrea Calle*
Las cocineras, mujeres que tienen magia en las manos, hablan a través de los sabores y de las texturas de sus preparaciones. Y son esas voces, silenciadas por siglos, las que hoy reclaman un espacio a la hora de abordar la identidad y la cultura de un país como Colombia.
El ensayista norteamericano Hayden White citado por Juan José Hoyos en «Escribiendo Historias, arte y oficio de narrar en el periodismo» (2003), sostiene que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de verdad conserva en la memoria son los relatos. «Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca».
Para Juan Manuel Delgado, como dice en su libro «Métodos y técnicas cualitativas de investigación en ciencias sociales» (1998), abordar las historias de vida como herramientas de la investigación, es reconocer la importancia que tienen los relatos en la elaboración y trasmisión de la memoria, su sabiduría práctica, en la medida que dan cuenta de las formas de vida de una comunidad en un período concreto. A través de estos relatos se capturan sentidos de la vida social que no se pueden detectar con facilidad en los procesos investigativos de índole formal y documental.
Por su parte el sociólogo Jack Goody, citado por Massimo Montanari en «La comida como cultura» (2004), sostiene que sólo los países de gran tradición escrita pueden desarrollar un tipo de literatura técnica, un tratado culinario que permita catalogar las prácticas y costumbres de sus cocinas. Señala además, que el desarrollo de una memoria escrita de cocina, posibilita el crecimiento de conocimientos que no están al alcance en las sociedades de tradición oral.
«La cocina escrita permite codificar, en un repertorio establecido y reconocido, las prácticas y las técnicas elaboradas en una determinada sociedad. La cocina oral teóricamente está destinada, a largo plazo a no dejar huella de sí misma».
Pese a que, siguiendo a Goody, son las sociedades con tradición escrita, que recopilan sus recetarios, las que tienen el privilegio de conservar el legado de sus cocinas, también es cierto que los textos son producidos por y para las élites sociales dominantes, dejando por fuera toda la información de las clases subordinadas, a las que sólo se puede acceder a través de la oralidad. Recaen aquí los compiladores del tema de la gastronomía, en la misma equivocación que se nota en la historia en general, que escrita por los triunfadores y poderosos, termina mostrando sólo una óptica cerrada y poco equitativa de los acontecimientos, dando como resultado un tono sesgado en el que sólo unos pocos se sienten representados.
Es cierto que la historia de nuestra cocina colombiana, habla del paladar de los obispos y los altos mandos de la Iglesia, de los gustos de los colonizadores y de señores servidos por esclavos. También de mesas ataviadas al mejor estilo europeo, mientras señoras de la alta sociedad aprendían en Francia, los trucos que luego agregaban a sus recetas. Pero no sólo los ricos y poderosos dan cuenta del desarrollo de la cocina con el paso del tiempo. Esos esclavos que guardaron sus sabores africanos mientras servían a sus dueños, los campesinos, expertos en técnicas de conservación para las largas faenas de caza o de siembra, las cocineras populares, matronas que alimentaron a varias generaciones, también son testigos fidedignos de una larga tradición culinaria que refleja la identidad y el desarrollo de cualquier cultura.
Sólo a través del reconocimiento de las voces marginadas, que dan cuenta de historias que no tienen ningún lugar en los archivos oficiales ni en los grandes libros de Historia, porque se considera que no revisten mayor importancia, se puede reconstruir la cultura oral y popular de los pueblos.
¿Quién entonces, sino las cocineras, esas que guardan como tesoros recetas ancestrales en su cabeza y las reproducen generosas con fiel cuidado en plazas de mercado, fogones campesinos y en platos únicos, son portadoras de una sabiduría tradicional acerca de la alimentación? ¿Quién sino ellas para entregar información invaluable a la búsqueda del investigador?
Es justo allí, en esa voz de sabiduría tan poderosa y a la vez tan frágil por la constante amenaza de su desaparición, donde el narrador perspicaz sabe que tiene que buscar, al reconocer con respeto y admiración, el conocimiento que sólo da la experiencia. Este narrador reconoce su función de convertir en tradición escrita todo un cúmulo de conocimientos que hasta ahora pertenecían sólo al campo de la oralidad. Entonces es necesario que sus habilidades afloren para establecer una relación fructífera con estas matronas portadoras de los relatos. Sus historias de vida, se configuran como elemento central de la historia oral, y son la llave sin réplica para acceder a un conocimiento que de no ser reseñado, puede morir con ellas.
La relación del narrador entrevistador con estas portadoras es de vital importancia para asegurar el éxito o el fracaso del proceso. Según Delgado, recoger los relatos es participar en la elaboración de una memoria, una construcción mutua en la que no sólo participa el entrevistado. Nada más humano que la alimentación y sus prácticas. Para el periodista, participar en esta reconstrucción, implica el fortalecimiento de una memoria colectiva de eso que somos, un reconocimiento de nuestra identidad y el fortalecimiento de la diferencia como elemento principal de cada cultura.
¿Cómo pretender entonces que sean los profesionales ajenos a las cocinas o los documentos oficiales compiladores de cocinas de alta alcurnia, muchas veces carentes de todo sabor y experiencia, los que den cuenta de nuestras prácticas gastronómicas? Sólo las cocineras, esas negras poseedoras del don del sabor del Pacífico y del Caribe, indígenas del Amazonas que cocinan en cuclillas y al tiempo crían hijos y hacen historia; esas mujeres, campesinas aguerridas, madres solteras, conocedoras del campo y sus secretos, mujeres fuertes que parecen sin cansancio y que al tiempo, inconscientes del valor de su experiencia, son las fuentes más confiables para cualquier investigador interesado en indagar los rasgos más representativos de la cultura de Colombia.
El verbo narrar tiene la misma raíz que conocer y ambos términos, como lo indica Juan José Hoyos en su libro ya citado, tienen origen en la palabra ‘gna’ que quiere decir conocimiento. Las historias de vida de las portadoras de la tradición oral, subvaloradas hasta el cansancio, hablan de espacios ajenos a los masivos medios de comunicación y a los comunicados oficiales, por tanto rescatar estos testimonios, significa para el narrador investigador, recuperar el pasado y las historias marginales, la memoria y finalmente la historia desconocida y poco reconocida de un país como el nuestro.
Sólo a través de las historias de vida podemos saber quiénes somos realmente, porque es allí donde se encuentra las verdaderas pistas de una identidad desdibujada por los drásticos cambios de la globalización. Como dice el reconocido antropólogo Julián Estrada, en Colombia «después de doscientos años, somos lo que comemos», y muchas de las pistas de esa identidad perdida están en la memoria de las cocineras populares. Es hora de empezar a escucharlas.