Literatura Cronopio

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gato encerrado

GATO ENCERRADO

Por María Nieves Gorosito*

Fue en septiembre, lo recuerdo bien porque era primavera y, según me había explicado mi mamá, esta estación del año es la peor época para los que sufren de alergias. También, porque fue el mes en que salió a la venta el álbum de figuritas del mundial; aquella tarde habíamos ido a comprarlo al quiosco con papá. Al regresar a casa mamá nos esperaba con una noticia: Michi, el gato de mi abuela, vendría a vivir con nosotros. A la nona los pelos del animal la hacían verse como enferma todo el tiempo; vivía estornudando. Su alergia había empeorado mucho; la pobre apenas si podía respirar. Hubo que tomar una decisión drástica, sobre todo para mi papá que durante aquellos días era dueño de un mal humor insoportable. Tenía una deuda enorme. No era la hipoteca de la casa, era peor. La deuda era con mi mamá y los quehaceres domésticos que había dejado acumular.

—A mí, dejame con los perros. Los gatos me dan desconfianza —argumentó mi papá. —Encima, es negro; traen mala suerte.
— No seas supersticioso. Pero que te pensás, que el bicho te va robar o te va a comer mientras estés dormido… es un gato, nada más. Pobre, está solito —lo quiso convencer mi mamá.

Él resoplaba y hablaba entre dientes. En casa todos hacemos lo mismo cuando mamá nos reta, como una especie de costumbre familiar. Me pregunto si lo habremos aprendido de papá. Dijo: «nosepaqueirsigatoenzos», que quería decir: «no sé para qué discutir si ya estás acá, y con el gato en brazos». Sí, pareciera que dijo menos que lo que les traduje, pero es que cuando uno habla con bronca aprieta los dientes y las palabras salen más pegaditas. Los gatos son animales muy territoriales; mi papá, también. Ni se te ocurra, si venís a visitarme, tocar el control remoto del televisor ni ocupar el baño durante mucho tiempo. No lo mires con cara de perro bueno cuando está comiendo, no va a funcionar. No lo vas a conmover, porque tiene el vientre celoso. No importan los sentimientos ni los parentescos para él cuando de comida se trata. Mi mamá siempre dice que si nos llegamos a perder en la selva, él jamás quedaría a cargo del cuidado de la comida. Correríamos el riesgo de que se escapara con las provisiones de la familia. La verdad que, aunque mi papá tiene muchas virtudes, a mí tampoco me dejaría tranquilo que él cuidara de las reservas. Pero volvamos al gato, en realidad, su territorialidad hacía que escapara de su nuevo hogar en busca de la casa de mi abuela. La tristeza llevaba al felino a desaparecer durante días, aunque siempre volvía. Debo decir, también, que las miradas que le echaba mi papá no ayudaban en nada a que la mascota se sintiera a gusto en su nuevo hogar. Lo miraba igual que yo miro al plato cuando mi mamá nos da de comer tarta de brócoli. Yo lo había visto todo, yo sabía la verdad. Antes de que Michi desapareciera hubo entre ellos (el gato y mi papá) una guerra. Mi abuela siempre dice: «los animales se dan cuenta cuando no los querés, y te la hacen peor». Debe de ser así, porque el gato nos ignoraba a todos, menos a mi papá. Motivado por las ganas de alejarse del animal, decidió ponerse al día con las tareas del hogar. Siguió el orden de la lista que mi mamá había pegado con un imán en la heladera. Lo primero que hizo fue ir con el Leandro, que no es un señor, es una planta. Suena raro el nombre humano para la planta, pero si lo pensás: así como hay una Rosa, Jazmín o Margarita en versión humana, puede haber un Leandro en versión árbol. En fin, a esta planta le nacen flores preciosas, que pueden ser de color blanco o rosado; las de este, que estaba en mi patio, eran de color rosado. El problema era que crecía mucho y el espacio no era tan grande, entonces mi mamá le pidió a mi papá que lo podara. Las ramas como enormes gusanos se habían metido por la ventana de los dormitorios; hasta habían roto una de las persianas cuando mi mamá había intentado levantarla una mañana. Cuando vi a mi papá preparase para el trabajo, busqué mi libro para sentarme a leer cerca de él. Me gusta leer mientras los adultos trabajan a mi alrededor, porque hacen cosas muy graciosas y dicen malas palabras cuando se olvidan que estoy. Creo que, en un futuro, cuando sea escritor, todas esas historias me van a servir para mi libro que pensé podría llamarse «Manual de groserías para la vida adulta»; el Tomo 1 está destinado para mi abuelo Juan. «Este hombre tiene un doctorado en malas palabras», dice la nona. Comenzó a podar las ramas de abajo y fue subiendo sirviéndose de la escalera. La motosierra hacía un ruido insoportable, me tenía que esforzar mucho para mantener la concentración en lo que estaba leyendo. Hasta que escuché el maullido agudo del gato y, luego, lo vi saltar desde arriba de la planta para perderse en el interior de la casa, asustado. Mi papá se reía, pero le duró poco. Distraído cortó el cable de la motosierra y se escuchó una explosión. Cerré los ojos, no los quería abrir por miedo que al hacerlo descubriera que no quedaba nada de mi papá. Finalmente, primero abrí uno y luego el otro; por suerte, allí estaba. Parecía una estatua, estaba pálido por el susto y tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió comenzó a palparse el cuerpo para comprobar que estuviese completo. Yo les juro que lo que les voy a contar lo vi. El Michi había vuelto y miraba a mi papá con un gesto de quien jura venganza. Aunque, también, es verdad que todos los gatos miran así. Permaneció de este modo por unos segundos, se levantó y caminó airoso meneando la cola hacia dentro de la casa. Creo que mi papá vio lo mismo que yo, pero algo le preocupaba más que el gato y me dijo: «No le vas a contar a tu mamá», y con la tijera de mano terminó de cortar algunas ramas más finas que le habían quedado. Guardó todo y fue directo a la heladera para tachar la palabra «Leandro» de la lista maldita que lo acosaba desde hacía días. En el papel seguía la palabra «baño», entonces fui a leer al dormitorio de mi hermano. La cama me permitía ver a la distancia el bidet, dueño de la tuerca que había que ajustar. La cara de mi papá se ve muy chistosa cuando hace fuerza. Los ojos se le achinan, el rostro se tiñe de colorado y los dientes asoman en su boca empujándose unos con otros. Al poco tiempo que mi papá se arrodilló en el piso del baño para trabajar, Michi mojó sus patas en el charco de agua que se había acumulado cerca del bidet por la gotera. Una vez que se mojó bien, saltó sobre el lomo de mi papá dejándole sus huellas impresas en la remera, mientras él tiraba manotazos para sacárselo de encima. No conforme con eso, el gato fue ensuciando todo el piso con sus patitas. Yo lo miraba todo desde la habitación, parecía que a los dos los estuvieran filmando con dos videocámaras distintas. La que seguía al Michi parecía ir en cámara rápida, mientras que la que seguía a mi papá en cámara super lenta, parecía un perezoso enorme y enojado. En aquella ocasión pude anotar varias palabrotas más. Una vez que limpió el piso del baño y se cambió la remera, volvió al patio para limpiar las hojas de la pileta; a pocos metros, Michi descansaba sobre la mesada que estaba pegada al asador. Mi papá lo miró como si quisiera cocinarlo, y me di cuenta de que pasaría algo. Me senté en el piso a hacer que leía, porque a esa altura la historia que sucedía en la realidad se había vuelto mucho más divertida que la ficción. Cada tres hojas de los árboles que retiraba de la pileta con el saca bichos, le lanzaba una mirada al gato. Hasta que, cuando vio al animal bien relajado y con los ojos cerrados, hundió en el agua aquel enorme colador y lo levantó con fuerzas empapando al pobre animal. Michi dio un salto y se quedó quieto con el lomo encorvado; si no hubiera sido porque estaba empapado, los pelos del lomo se le hubiesen parado como un puerco espín; mi papá anotaba un punto en esta pelea absurda. Había llegado el momento de apuntalar la repisa en la pared que había comprado mi mamá para apoyar todos los adornitos, que, según mi papá, solo sirven para juntar tierra. Tomó el taladro y aún tenía la victoria dibujada en el rostro, pero le duraría muy poco. Mientras me servía un vaso con agua, vi a Michi agazaparse, como estudiando cada uno de los movimientos de su enemigo; algo se traía entre garras. Mi papá trazó con el lápiz una línea en la pared, sobre aquella colocaría el mueble, e hizo un agujero. Michi permanecía en el mismo lugar y la misma posición, al acecho, pero sin hacer nada. Lo mismo ocurrió con el segundo agujero que hizo el taladro; finalmente, terminó el trabajo. Y justo cuando comenzaba a sentir cierta desilusión al ver que no había sucedido nada; lo vi. El gato entró en escena con la cola en alto, cargaba en la boca la bolsa de tarugos que habían sobrado del trabajo de carpintería. Caminó hasta meterse debajo de la repisa recién amurada, provocando al hombre.

—Dame eso —lo increpó mi papá.
—Miau, miau —contestó el gato; que supongo habrá querido decir «no, no», porque no se lo dio.

Mi papá se agachó para quitárselos y su cabeza quedó a diez centímetros del ángulo filoso de la repisa. Puedo jurar que vi al gato medir con la mirada la distancia que había desde la cabeza de su contrincante hasta la repisa, para calcular el salto que debería dar y provocarle un gran golpe con el vértice del mueble. Tuve la oportunidad de sumar otras diez palabrotas más; mi papá, a esas alturas, ya estaba a cincuenta palabras de sacarle el primer puesto a mi abuelo. La herida del golpe se abría camino desde el hueso frontal hasta el occipital de la pelada. El mueble no quedó limpio, conservaba en su ángulo filoso, los únicos tres pelos que mi papá había logrado retener pasados sus cuarenta años. Lanzaba fuego por los ojos, pero se pasó un algodón con alcohol por la herida y siguió con sus tareas. Todos sus movimientos estaban contaminados por la ira, llevaba la cortadora de césped al vuelo, mientras hablaba entre dientes masticando la bronca. Como la atmósfera estaba bastante densa yo tomé un poco más de distancia y me quedé dentro de la casa, espiando desde la ventana de la cocina. Michi lo miraba, inalcanzable, desde uno de los tapiales del patio, mientras mi papá convertía yuyos muy largos en una alfombra verde y prolija como la de las canchas de golf. Al finalizar la tarea apagó la máquina para vaciar la bolsa con todo el pasto acumulado. El gato creyó que tenía el lugar despejado para bajar y hacer sus necesidades. Ni lerdo ni perezoso en materia de venganza, mi papá encendió la ruidosa cortadora a escasos centímetros de Michi; el pobre dio un salto y atravesó la casa a la velocidad de la luz; perdiéndose. Yo era el único testigo de lo que había sucedido y no era algo tan fácil de explicar; ¿quién me iba a creer que había sido una guerra? Mi papá no era un santo, pero Michi había sido parte del problema también. No era del todo inocente.

—Y… ¿no hay novedades? ¿Nadie lo vio? —preguntaba todos los días mi mamá, preocupada.
—Nada —decía mi hermano, ajeno a todo lo que había pasado. Desconocía que había gato encerrado en el tema de la desaparición.
—No —decía mi papá e inmediatamente me miraba fijo. —Nada —decía yo, sosteniéndole la mirada.

Lo bueno es que durante esos días en que Michi estuvo desaparecido logré completar el álbum del mundial, porque todos los días mi papá pasaba a dejarme seis paquetes de figuritas en mi habitación. Una tarde mi hermano llegó a casa con malas noticias. El clima se tiñó de muerte y los tres (mamá, papá y mi hermano) fueron a reconocer el cuerpo sobre la morgue improvisada de la calle. A mí no me dejaban acercar para que no tuviera pesadillas en la noche. Ellos caminaban a su alrededor y expresaban su conmoción: «era un destino cantado», «seguro que lo mató un perro», «pobre bestia». Parecían no tener dudas de que era Michi. Creo que allí sucedió el error, cuando los familiares del muerto se convirtieron en sepultureros. Mi papá lo metió en una bolsa negra de residuos, mi hermano cavó una fosa donde enterrarlo en el patio. Michi fue sepultado en cuestión de minutos, pero fue aún más corta su estadía en el cielo. Al día siguiente, durante el desayuno, mi papá no lograba llevar la taza de café a la boca. Señalaba, tembloroso, con su dedo índice en dirección al patio e intentaba decirnos algo, pero el balbuceo era inentendible como si se estuviera ahogando en una pileta de asombro. Sus ojos más abiertos de lo normal le mostraban lo imposible: el gato de mi abuela le pedía tregua desde el otro lado de la ventana de la cocina.

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* María Nieves Gorosito es escritora argentina (San Jorge, Santa Fe). Tiene estudios de licenciatura en letras y en Psicología. Ha sido columnista en espacios como Una ventana al psicoanálisis y Pulsos, con publicación de artículos y cuentos. También ha escrito en las Revistas Topía y Siete Artes de Argentina. Publicó el libro de ensayos «El fenómeno Queen desde la mirada del psicoanálisis vincular», Editorial Alción, Córdoba, Argentina (2019). Su novela «Panambi» saldrá publicada por Selecta de Penguin Random House en el mes de abril de 2022.

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