GOD SAVE THE FIRM
Por Catalina Rincón-Bisbey*
En el episodio «Imbroglio» (Embrollo) de The Crown, Charles le cuenta a Camila Shand (más adelante Parker Bowles), mientras están acostados desnudos en una cama, que tuvo una epifanía durante el velorio de su tío el Duque de Windsor. Mientras Charles se la cuenta, y su voz se convierte en voice-over de lo que pasa en el velorio, la escena cambia y vemos cómo éste se despide uno por uno de cada miembro de su familia con un beso al compás de la música de suspenso que reafirma lo catastrófico de su realización. Charles se aleja mientras que ellos se alinean para verlo partir. Lentamente para y se da media vuelta para mirarlos una vez más mientras que su voz nos habla de cómo él veía a su tío. No como el gran traidor de la Monarquía, el Rey que no quiso ser, quien rescindió, sino como un hombre diferente a todos los que ahora lo miran. Así, un hombre más inteligente, más agudo e independiente, fiel a sí mismo. Ya completamente de pie frente a su familia, se observan. Ellos —con la reina en el centro, rodeada de su esposo, hija, tío político, hermana y cuñado, madre— lo miran con frialdad, mientras que Charles —solo, aislado— los observa con la cabeza agachada y mirada melancólica. La mirada que hemos interpretado a lo largo de los años en el Charles de verdad como expresión de su pusilanimidad. Justo ahí, Charles el narrador nos dice que su familia se unió en contra de su tío por no ser como ellos. Y es en ese momento, mientras ellos lo miran con esa mirada que él reconoce como horrible, que finalmente le cuenta a su amante su epifanía: él estaba reemplazando a su tío. En esta temporada de la serie, Charles encarna el gran drama inglés que no es más que tener conciencia de su propio sino —ser un outsider—.
The Crown es un drama sobre el poder, no tanto porque cuente la relación entre la monarquía constitucional y el sistema parlamentario, sino porque cuenta las tensiones, las dinámicas jerárquicas y de exclusión de la familia real, siendo Charles, como lo muestra esa escena, su víctima directa y más obvia. Esas tensiones y dinámicas son medulares a la constitución de la familia moderna y, pese a la ficcionalidad de la serie, nos pueden brindar algunas ideas sobre la monarquía real y sobre por qué sigue operando hoy en día. ¿Qué más típico de la familia que una madre imposible de satisfacer, que un tío exiliado del núcleo familiar porque cuestiona sus valores obsoletos, que una hermana siempre compitiendo por atención, que un joven marginado por tener ideas propias o por ser diferente? De ahí podemos responder al por qué nos interesa ver la historia de los Windsor en la serie y a comenzar a pensar en por qué la monarquía inglesa sigue operando en pleno siglo XXI, cuando es un remanente del mundo religioso medieval, de las colonizaciones y de la desigualdad de esos sistemas. En otras palabras, cuando parece ser un sistema anti–moderno. Pero si hay algo en lo que la serie nos ha educado es en entender que las apariencias son solo eso.
La serie hace énfasis permanente en la función socio–política de la monarquía y de la reina que no es otra cosa que no hacer nada. Se propone en la serie el hacer nada como lo más difícil de llevar a cabo porque consiste en no tomar partido, en ser siempre neutrales, en ejecutar una caterva de protocolos y rituales, en encarnar valores familiares y sociales para garantizar la estabilidad económica, política y social del país. La nada de la monarquía es el todo de su nación y de ahí que se siga justificando su existencia y que se enfatice en que lo que hacen ellos con los impuestos que la gente paga para su manutención sea para servir al país. Y su nada no sería el todo nacional si su función socio–política no fuera lo que simboliza: su propia estabilidad como familia. El ideal, para ser precisos, de la estabilidad familiar. Los sistemas de exclusión no son lo único medular de la familia moderna; también lo es la ficción y el anhelo de la familia perfecta, unida, perdurable, armónica, estable. En esa contradicción ontológica ha operado la familia real en la serie. Por un lado, sabemos que su rol social es generar admiración en la gente por ser una familia «elegida», es proporcionar eso de lo que la gente del común carece en sus vidas, llámeselo felicidad, sofisticación, ideal. De ahí que la ficción del matrimonio de cuento de hadas entre Diana y Charles fuera un paliativo lo suficientemente fuerte y estabilizador como para contrarrestar lo que Margaret Thatcher le estaba haciendo al país. Por otro lado, sabemos que ese ideal de estabilidad se ha visto amenazado varias veces por los escándalos que su disfuncionalidad familiar ha generado: una princesa Margaret alcohólica y suicida, un príncipe Philip mujeriego e infiel, la infidelidad constante de Charles a Diana con Camila, y consecuentemente los divorcios inevitables, etc. Y claro está que si el ideal de tener una familia estable como cabeza de estado, líder, es lo que garantiza la identidad nacional inglesa, pues seguramente tendremos monarquía para largo —aun con un tipo tan poco carismático como Charles como cabeza de estado—.
Ahora, del ideal y la admiración no viven las naciones y aunque la serie no se enfoque en esto, es cierto que si la familia real sigue operando es porque eso que simboliza e inspira se ha hecho ganancia. Dinero. Opuesto a lo que es común creer, la monarquía no vive solamente de los impuestos que pagan los británicos (ingleses, irlandeses del norte, escoceses y galeses) por su manutención y por lo que se la resiente con justa razón. Como cualquier familia moderna, sus miembros producen. Su trabajo es inusual y no encaja en el tipo de labores que tenemos que hacer en la clase media occidental para garantizar nuestra subsistencia y de ahí que pensemos que no hacen nada —acá la nada en su sentido literal, no político—. Su labor es ser diplomáticos de su país y figuras públicas; es perpetuar la idea de sí mismos como ideal, como símbolo de la estabilidad nacional. Mostrarse como familia estable e ideal ha demostrado que el trabajo de hacer nada es uno de los más rentables del Reino Unido. Y seguramente es uno de los trabajos más difíciles por la falta de libertad casi que absoluta que tienen de ser otra cosa que lo que el sino de la cuna les otorgó. Otra ironía del poder: tener para carecer. La monarquía se ha convertido en una firma que genera dinero. Mucho dinero. No solo para ellos como familia, sino también para el país y sus países asociados. De ahí que de vez en cuando se tengan que sacrificar a algunos de sus miembros en pro del negocio familiar. Dentro de su paquete de inversiones hay finca raíz, en la bolsa, propiedades en el campo, castillos, caballos, joyas, venta de derechos de exclusividad de transmisión de eventos (como bodas) a los medios de comunicación, tours por sus países asociados, presentaciones, etc., que no solo les están llenando los bolsillos a la firma, sino que también les genera dinero a esas industrias.
La monarquía, como firma, muestra que ha sabido adaptarse eficazmente al capitalismo avanzado de los mercados globales. Capitalismo que comienza, precisamente, en sus colonias no solo con la explotación de recursos naturales y humanos, sino también con la comercialización de productos y de valores, de privilegios, de símbolos e ideales. Capitalismo que ellos lideraban en el siglo XIX y que fue eclipsado por una de sus antiguas colonias, los EEUU. Y es acá, en el capitalismo más avanzado del siglo XXI y en el papel que Britannia ha tenido en su desarrollo que nos damos cuenta de que nuestro mundo tan occidental y moderno no es tan diferente al medieval de donde viene la monarquía. La desigualdad económica sigue sosteniéndose en la misma dinámica: unos pocos acaparando todos los recursos y el capital gracias al sistema de explotación que se los facilita. Así Charles, no el de la ficción de la serie sino el que tomó la silla de la reina hace unos pocos días, nunca encarnó el gran drama inglés —esta complejidad de su carácter parece reservada únicamente a la ficción—. Charles encarna más bien el oportunismo de los que pueden vivir décadas y décadas en castillos opulentos rodeados de sirvientes y lujos desmedidos sin el más mínimo pudor ni remordimiento por los que no tienen lo suficiente para sostener a sus familias. Entre la monarquía británica de hace seiscientos, o de hoy en día, y el uno por ciento de los EEUU no hay más diferencia que los títulos nobiliarios y la ficción de la meritocracia.
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El Cronopio del pueblo es un espacio accesible para pensar las culturas, las artes y las sociedades desde una perspectiva migratoria, multicultural y bilingüe con una sensibilidad cronopia y una organización fama.
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*Catalina Rincón-Bisbey tiene un pregrado en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia, una maestría en Estudios Hispanos y un doctorado en Literatura y Cultura Latinoamericanas de Tulane University. Es profesora de español, literatura y cultura en North Shore Country Day School y Northeastern Illinois University. Ha publicado en revistas culturales como Contratiempo, El Beisman y Cronopio, así como en revistas literarias como Periodico de Libros y en revistas académicas como Chasqui y Catedral Tomada.