LOS HOMBRES NO CONTADOS
Por: Rafael Baena*
Supongo que estoyaquí por haber escrito ¡Vuelvan caras, carajo!, un libro sobre el coronel Juan José Rondón, héroe de la independencia poco biografiado y salvado del completo anonimato gracias a dos o tres acciones, de valor suicida que condujeron a la victoria al ejército libertador y a él le valieron el agradecimiento del generalato.
Como ya pronuncié la palabra anonimato, que creo es en el fondo el tema de este diálogo entre un novelista y un biógrafo, debo decir que el anonimato es el estado perfecto para mí, un reportero acostumbrado a estar cerca de, pero nunca en, pues hace ya dos años, cuando estaba en vísperas de publicar Tanta Sangre Vista, un amigo de poca fe me metió en la cabeza la idea de que escribir novelas era la forma más rápida de pasar del anonimato al desprestigio. Puede que no sea cierto, pero a mí tal sentencia me caló, no vayan a creer ustedes.
Mejor regreso al tema de los seres anónimos, los hombres de vidas no contadas que inevitablemente traen a mi mente, con el perdón de quienes abominan del fútbol, las historias de ciertos jugadores cuyo papel sobre la cancha no es muy vistoso pero sirve como espina dorsal de sus equipos y permite y propicia el brillo de las estrellas. Todo el mundo recuerda los pases del Pibe Valderrama –“cuchilladas” las llamaba César Luis Menotti–, pero pocos caen en la cuenta de que antes de cada servicio iluminado, algún jugador, probablemente Leonel Álvarez, había detenido un avance rival para recuperar el balón y entregárselo a su compañero para que se luciera.
Entremos de una vez por todas en el campo de la literatura y digamos que el tema que nos convoca bien podría ser la respuesta a ciertos versos de Darío Jaramillo Agudelo que se preguntan quién sería aquel cortesano adulador que por primera vez le dijo “sabio” a Alfonso X. La vida de este último es terreno para biógrafos, pero la del cortesano es un campo más apto para novelistas, en la medida en que les permite una mayor libertad de movimientos, al menos en principio.
Ejemplos hay muchos, pero el más reciente que recuerdo es Puertas de fuego, de Steven Pressfield, un catedrático universitario que decidió narrar la batalla de las Termópilas desde la óptica de un ilota que sobrevive para contar no sólo la forma en que Leónidas y sus 300 espartanos se opusieron a la marea persa, sino la ‘filosofía’ lacedemonia, el talante característico de una cultura que inventó el principio de vencer o morir.
Si algún día tengo tiempo, ‘fusilaré’ el método de Pressfield para contar la vida de aquel guerrero que, en la fortaleza de Masada, último foco de resistencia judía ante las legiones romanas, integró el grupo escogido que al cabo de tres años de sitio pasó a cuchillo a sus propios familiares y amigos sobrevivientes, y luego se dividió en parejas que fueron eliminándose hasta quedar sólo uno. Ese suicida que a lo mejor murió con una sonrisa en la boca, sabedor de que las tropas imperiales apenas encontrarían desolación y nadie contra quién descargar su ira y su frustración.
Pero hay heroísmos aún más anónimos, todavía más insignificantes pero no menos importantes desde el punto de vista (siempre) literario. Es más, escojamos dos personajes pertenecientes al género femenino, por lo general tan poco biografiado: María Teresa de Austria y Luisa de La Vallière compartieron alternativamente el lecho del mismo hombre, la primera como esposa y la segunda como amante: Luis XIV, nada menos que el Rey sol, el de “el Estado soy yo”, un individuo cuyas ínfulas eran directamente proporcionales a los malos olores que emanaba su cuerpo, sobre todo su boca, con los dientes picados y un aliento de muerte. Si estar a su lado ya debía ser un incordio, dormir con él se constituye en unos de los actos más injustamente ignorados de la historia de la realeza.
Y para consortes heroicos, nadie como Alberto de Sajonia, el esposo de Victoria I de Inglaterra. Ser esposo de una reina ya era de por sí bastante difícil, pero qué decir acerca de acostarse todas las noches, más que con una mujer, con un imperio. Así debió entenderlo la emperatriz cuando nombró el Royal Albert Hall en honor de quien mereció no sólo su respeto sino la admiración de todos sus súbditos.
Es que en materia de no contados incluso la realeza es un filón inagotable, como atestigua don Samuel Clemens, mejor conocido como Mark Twain, quien se metió de yanqui en la corte, no del Rey Arturo sino de Enrique VIII para contar en El príncipe y el mendigo la historia de cómo Eduardo, el enfermizo heredero del fundador de la iglesia anglicana, intercambió su identidad con la de un jovencito de clase baja que tenía su misma edad, un don nadie, un no contado…
… Un infante anónimo como los miles que según la leyenda integraron la llamada cruzada de los niños, una serie de acontecimientos de principios del siglo XIII que, juntos, dieron origen a una historia de esas que hoy llamamos con desparpajo ‘leyenda urbana’ para describir una creencia generalizada que todo el mundo da por cierta aunque nadie tenga una prueba fehaciente de su veracidad; una leyenda que al menos sirvió de estribo al autor de Vidas imaginarias para escribir La cruzada de los niños, que durante muchos años consideré un libro estrictamente fiel a los hechos.
Hablando de las ocho cruzadas de los católicos en pos de Jerusalén, hay en ellas vidas no contadas, o poco examinadas, que están al otro lado del espectro manejado a diario por la cultura occidental, pero que el escritor libanés Amin Maalouf, en su ensayo Las cruzadas vistas por los árabes, se encarga de traer al presente, como para que quede constancia de que en el oriente próximo, casi dos milenios después de Alejandro Magno, había una civilización sofisticadísima que la miopía occidental, a pesar del filosofo Avicena, convirtió en una masa de bárbaros, cuando en realidad ocurría todo lo contrario, como quedó consignado por el sultán Saladino en la batalla de Los Cuernos de Hattin.
En fin, es infinito el tema de aquellos seres anónimos excluidos de los libros de historia, pero no quiero cerrar este capítulo sin antes acariciar ante ustedes la idea de escribir, quizás algún día, la vida novelada de aquel primer cacique caribe que recibió a Colón sobre una playa a la que llamó San Salvador. Según el humorista uruguayo Tabaré Gómez, el europeo dijo: “Yo Colón, tú indio, yo descubrirte”. Al verle con golilla, un pesado relicario sobre el pecho, zapatos con hebillas doradas, pantimedias y el pelo cayéndole sobre los hombros, aquel soberano indígena, al que Tabaré sacó del anonimato en una caricatura, se despojó de toda majestad al responder: “Sí, señora”.
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*Rafael Baena. (Sincelejo, 1956) trabaja como coordinador editorial y editor gráfico de la revista Credencial. Ha sido redactor y reportero gráfico en el Diario del Caribe; en las desaparecidas revistas Antena y Cambio 16; en Cromos y en El Espectador; y en Noticias Uno, Teledeportes y el Noticiero de las Siete. Publicó su libro Tanta sangre vista, donde recrea el ambiente rural del siglo XIX en Colombia, con una narración rica en imágenes y descripciones.
buenísimo ese final.
Felicitaciones, muy interesante, es una forma muy amena de ver sucesos en la historia desde una perspectiva diferente pero agradable