ESTACIÓN STOCKTON
Por Francisco Sánchez Jimenez*
La calle, la mía, era una verdadera porquería. Ya se ha perdido entre otras igual a una gran bestia enferma que va huyendo y entreverándose en busca de la muerte, me digo, aunque más bien se trata de una fuga inútil o algo semejante pero de todas formas sí sórdida y cada vez más deteriorada por esa lepra corrosiva que descascaraba su piel y dejaba al descubierto toda clase de tejidos, obscenas interioridades y laceradas vertientes donde el polvo y la ceniza fueran el humus de la piedra y de ellos surgiera ese olor a óxido y agua podrida discurriendo oculta entre meandros de hierro, ladrillo y ceniza.
Nací en un edificio que conformaba un ángulo obtuso y cerraba el barrio por la parte norte. La construcción donde se hallaba el apartamento de mis padres semejaba una pared límite separando la larga callejuela, su derivación hacia el occidente, y la avenida trece, en la cual se elevaban seis bloques elegantes y otras tantas casas de estilo inglés que aún conservaban cierta majestuosidad, la cual se iba convirtiendo en decadente. Y, en efecto, era una frontera que deslindaba dos mundos distintos y antagónicos. Por una ventana estrecha, entre el zaguán y la cocina, podía verse ese tramo de la realidad, es decir, la territorialidad que parecía pertenecer a seres de otro planeta que como tales me despertaban una inmensa curiosidad.
Era capaz de estarme horas seguidas atisbando desde acá el allá e imaginarme a alguien —un chico de mi edad o una de esas delicadas y doradas niñas que alcanzaba a entrever en los jardines de las casas — también apostado en su ventana para mirar hacia donde me afincaba, hasta cuando oía a mi madre por cuarta o quinta vez apremiándome para alguna tarea, de esas odiosas que me robaban el tiempo de la ensoñación y me llevaban a abominar cuanto me rodeaba, incluso a ella, a mis hermanos y a mi padre, a él con más ahínco porque no convenía que se mantuviera en ese pasmo de la vida que sellaba su boca y fijaba su mirada en el vacío. No recuerdo su voz y sí los gestos acompañando sus monosílabos que subrayaban más el silencio que el sonido. Era una furia interna e inefable impidiéndole seguir su propio pensamiento y verbalizarlo, pero su mirada desbordaba esos límites y todos sabíamos traducir cada matiz que de ellos escapaban igual a chispas de un fuego frío.
Quizá se parecía a Dios, me decía, aunque no requería de tal comparación porque en verdad poseía todos los poderes y no precisaba de dictar órdenes pues había bastado que alguna vez, en un tiempo remoto, hubiera señalado las disciplinas, fijado las normas, para que en lo sucesivo se acataran y cada uno de nosotros las obedeciéramos, a veces resistiendo e intentando incumplir, arrostrando con ello el castigo que se producía por conducto de mi madre quien le era leal, en la medida de lo posible, y ejecutaba las penas con fidelidad de verdugo bien pagado.
Pero quiero es hablar del lugar donde viví mi infancia y algo de mi juventud. Una pocilga que en estricto sentido no podía otorgar lo que la palabra vivir indica. Un lugar pequeño, oscuro y siempre oliendo a algo similar a restos de comida y habitación por donde jamás ha ingresado algún viento renovador. Es que nos atrincherábamos en las dos y media habitaciones como si estuviéramos en una zona de guerra. No es un símil exagerado pues entre nosotros reproducíamos lo que acontecía en mayor grado a lo largo y ancho del país, el cual posee también rasgos de pocilga del tercer o cuarto mundo.
En la media habitación dormía. Allí me aseguraba algunos momentos de soledad y barajaba mis pensamientos y afectos de manera cotidiana, en fin como hacemos todas las criaturas cualquiera sea el lugar donde nos hallemos. El espacio había sido robado a un pasillo y a parte del cuarto de mis padres mediante la construcción de dos tabiques de madera gruesa conseguidos por el atorrante de mi hermano mayor con quien nos cruzábamos permanentemente injurias. Era reconfortante el odio que nos profesábamos pues nos mantenía en continuo entrenamiento. Somos soldados en ejercicio, se excusaba él cuando de las groserías pasaba a los golpes, ocasión en la cual siempre salía vencedor por ser más fuerte y cruel. Sin embargo, en otras oportunidades pude hacerle daño y salir victorioso. Aprendí entonces que si se entra en combate es para resistir hasta la muerte. Ni un paso atrás fue mi divisa, la cual más o menos he cumplido.
Debo aceptar que el vagabundo se esmeró en la construcción de mi cuarto, quizá porque semejaba un nicho de cementerio o celda de penado. A mi vista tenía el techo, con su gruesa capa de grasa y el mapa de la lenta derruición del cielorraso. Este cambiaba de piel cada vez por otra peor. Pensaba cuándo llegaría un momento en que se pondría tan delgado que podría ver el cielo y ser calado por las lluvias habituales de esta tierra fría no escogida por mí y a la que he aprendido a soportar. Mi nombre está íntimamente relacionado con el lugar porque es tan absurdo que sólo en esa calle podría pasar inadvertido: Homero Láudano Cordero, nombre y apellidos que podrían justificar cualquiera de los pensamientos de venganza que ocuparon mi cabeza desde el momento en que entendí su absurdo. Un rechazo visceral a ser objeto de ridículo y un intuitivo sentido estético, me permitieron sentir cómo el azar puede construir un desafuero y señalar a sus autores: mis padres. Pero no había forma de conseguir una explicación al respecto con ellos. Él enfundado en su supremo silencio. Mi madre prodigando evasivas y expresiones irónicas, cuando no violentas, con tal desprecio que uno terminaba por aceptar la existencia de una razón profunda para que nos administraran nombres de pila y apodos y nos otorgaran todos sus sentimientos negativos igual a divinidades vengativas.
El atorrante llegó a afirmar, mediante un momento de supremo análisis —lo cual demostraba cómo a veces poseía atisbos de inteligencia— que habiéndose ellos conocido dentro de ese cajón rectangular del barrio o cinco mil quinientos cincuenta metros cuadrados —donde funcionaban tres talleres de mecánica, ocho tiendas de abarrotes y licores, habitantes de siempre, empleados menores del Estado, vendedores callejeros, huéspedes ocasionales e inmigrantes de todas las provincias del país, mas una casa de lenocinio, es decir, una legión promiscua— todo lo encontraban natural, como los terremotos, la bomba atómica, las mentiras de políticos y prelados de las tres iglesias que rodeaban la calle. Es que en la ciudad hay más iglesias que prostíbulos, decía mi madre haciendo eco de lo que se suponía pensaba mi padre, situación que no había contribuido nada a favor de las buenas costumbres, maneras civilizadas y armonía social.
El lugar se llamaba calle del Bosquejo y Buitrón. En piedra tallada sobre la esquina principal, letra gótica, se leía la confluencia del absurdo que tales nominativos designaban. Sin faltar durante los 18 años que allí viví se dejó de limpiar dicha lápida y de remarcar las ominosas letras. Nadie estaba enterado del porqué de tales nombres así cada uno tenía su versión, o sea, las cinco mil quinientas personas que habitaban entre su confluencia. Era, en fin, una miserable calle de marginales pero fiel representación de la de la ciudad de que hacía parte. Aunque para mí como si fuera una isla rodeada de ruidos y cemento por todos sus lados, es decir, de un mar muerto, intransitable e inhóspito. De esos contornos llegaban datos de su existencia, los cuales, en estricto sentido, me parecían ilusiones, ecos de algo poderoso pero sobre todo irreal.
________
* Francisco Sánchez Jiménez, Bogotá. Egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia. Libros: Imaginarios, relatos 1.978, Ediciones Alcaraván. Novela Sala Capitular, Editorial Planeta, Bogotá. Premio Nacional de Novela, Punch S.A., 1.984. Libro de cuentos Primas Personas, Edición Colcultura, 1.992. Premio Nacional de libro de cuentos, Instituto Colombiano de Cultura. Antología «Nuevo cuento colombiano 1.975–1.995», Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1ra. Edición, 1.997. «Crítica y Ficción», ensayos con otros autores, Editorial Magisterio y Cámara del Libro, Bogotá, junio de 1.998. Antología Cuentistas Bogotanos, Editorial Panamericana, Bogotá, septiembre de 1.999. Novela Travesías de un diletante, Editorial Fundación Tomás Moro, Bogotá, octubre de 1.999. Relatos «Libro del olvido», Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2002. Antología El cuento hispanoamericano actual, Universidad de Sofía, Bulgaria, 2002. Poesía «Antología», Edición Departamento de Literatura, Universidad Nacional, octubre 2004. Fantasía y Verdad, ensayos varios autores, Universidad Nacional de Colombia, 2005. R.H. Moreno Durán, In memoriam, varios autores, Alfaguara, 2006. «Palabra Capital, Bogotá develada», varios autores, Editorial Mondadori, 2007, «Cuentistas Bogotanos», Antología, Común Presencia Editores, 2008.
El presente relato hace parte de su novela «Estación Stockton» publicada por Ediciones B.