Invitado Cronopio

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Psycho

GRAMMATICAL PSYCHO

Por Jorge Aristizabal Gáfaro*

«Babel fue como una segunda caída,
en algunos aspectos tan desoladora como la original».
(George Seteiner)

I

Al hecho espantoso de que la cabeza de Oriana Caicedo apareciera en una bolsa de basura arrojada en un pastizal, se sumaba una mutilación atroz: le habían arrancado la lengua. En los días sucesivos, los demás miembros del cuerpo —con huellas de demencial tortura— fueron asomando entre periódicos en diversos puntos de la ciudad. Bastó con que Oriana fuera una reconocida reportera y que su familia tuviera antecedentes progresistas, para que las autoridades se aferraran a la primera hipótesis: la violenta retaliación del narco–paramilitarismo por sus denuncias.

Cuando semanas después, fueron hallados los miembros del senador Sergio Piedrahíta, ya nadie se acordaba de la comunicadora. Acaso porque los ajustes de cuentas son frecuentes en la industria criminal y quizás porque en Bogotá no hay semana sin primicia espeluznante, ni la prensa tuvo tiempo ni las autoridades, agudeza para relacionar los casos. El asesinato, señaló una fuente fidedigna, obedeció a una vendetta entre narcotraficantes.

De Lola Zárate nunca se encontró la cabeza. Era una actriz en decadencia a raíz de sus adicciones y el escándalo de sus romances, por lo que su muerte se atribuyó, según los medios, a «razones pasionales». La confesión de un admirador que la acosaba dio para cerrar el caso, de modo que jamás se le relacionó con los anteriores ni con el que pasadas tres semanas volvió a desperezar a la opinión.

Tan honesto como glamoroso, Tulio Santos Prisco era un admirado columnista, pero su empeño en movilizar a la ciudadanía en contra del secuestro, hizo concluir que lo había asesinado la guerrilla.

En su momento, cada una de aquellas muertes generó el repudio y las protestas de trámite, pero pronto, hechos más y menos escabrosos terminaron sepultándolas en la impunidad. A nadie se le ocurrió que pudieran estar relacionadas, pues más allá de que las víctimas hubiesen sido personas conocidas y de que sus cuerpos aparecieran desmembrados, no existía nada que las vinculara. Sin embargo, lo que había daba para sentir escalofrío: enlazaban la malvada serie de un psicópata.

II

A todos nos aqueja algún grado de susceptibilidad en relación con el lenguaje. En ocasiones y sin saber por qué, palabras, expresiones y maneras de hablar, no precisamente impropias o procaces, nos parecen detestables y nos hacen detestar a quien las usa. En otras ocasiones, sabemos que es el sonido, el significado o ciertas connotaciones la causa de aversión, pero esto, lejos de aplacarla, la exacerba. Desde luego, también existen situaciones en que el fastidio es justificado: escuchar, por ejemplo, a un compatriota que habla lenguas extranjeras movido por la estupidez o la arrogancia hace que faltas que pudieran ser inocuas, sean en verdad imperdonables. ¡Y qué decir de los absurdos y de los errores ortográficos, gramaticales o de pronunciación cometidos en nuestro idioma! Quizás se les acepten a quienes carecen de recursos, pero si vienen de personas con influencia o privilegios resultan ofensivos.

Naturalmente, la referida susceptibilidad es mayor entre conocedores: filólogos, gramáticos y otros estudiosos que no pueden reprimir su disgusto ni el impulso de corregir textos y autores manchados por el descuido y la ignorancia. Es cierto que tales entendidos disfrutan del goce de cazar gazapos, goce perverso ligado a la venganza y que se eleva cuanto más encumbrada es la persona responsable. Por desgracia, cuando tal impulso deriva en obsesión, se pierde gusto y el menor contacto con la radio, la prensa, la televisión e incluso con los libros es la peor de las torturas. Si este llega a ser el caso, las reacciones ya no son el desdén o la ironía, sino la furia, una furia que será aceptable, porque entre las furias que un error verbal pueda desatar, no ha existido, no existe, ni existirá nunca una tan apocalíptica como la de Miguel Rufino Bello.

III

Graduado en español y filología clásica y con una maestría en lingüística hispánica, Miguel Rufino Bello es un erudito en asuntos del lenguaje. Su tenacidad y conocimiento lo tienen desde hace un lustro ocupado en la obra que lo hará inmortal: Historia de las aberraciones fonéticas y gramaticales en la comunidad hispanohablante desde el siglo XVII. Se trata de un descomunal proyecto que lo aparta del vivir común, pero que a la vez, y pese a las apariencias, lo convierte en aristócrata: tan exquisito como un marqués, tan productivo como un vampiro.

Vive de Lorenza Pacheco, su mujer, quien dirige en el mercado de Las Nieves la fama heredada de una familia de carniceros, de la que era amiga la madre del lingüista. Libre de las necesidades y de las cuentas de la casa, él puede darse sin apuro a sus pesquisas: de lunes a sábado, pasa las mañanas examinando diarios y revistas; por la tarde, va a las bibliotecas a llenar sus fichas y por la noche, en la sala de su casa y sin apartarse de sus hijos, padece el inmisericorde zapping de las faltas que hieren mortalmente el idioma.

Puesto que su mujer llega muy tarde, sólo la ve un rato del domingo, cuando cumple el compromiso de ir a recogerla. Nunca le ha colaborado en el negocio, pues —¡ni más faltaba!— es un intelectual. Sin embargo, mientras ella cuadra cuentas, él experimenta deleite en aquel escenario de baldosas blancas, filos acerados, astillas de huesos y carnes destazadas, ya que de ello obtiene ideas para lo que sucede en sus dominios.

Porque los posee: en la casa que heredó a la muerte de su madre, ubicada en una esquina de la Plaza España, en el centro de Bogotá. Es una vieja construcción de la que aleja a su familia con el argumento de que allí tiene su estudio, el lugar donde trabaja en sus investigaciones. Así, cuando sus hijos no van al colegio o cuando Lorenza se enferma o sufre algún accidente que la recluye en el hogar, él alega que está en lo álgido de sus indagaciones y huye a su laboratorio donde se encierra durante lapsos que no interrumpe hasta que la falta de dinero lo fuerza a volver con la mujer.

Desde luego, para los tíos y primos de Lorenza, el sujeto es un parásito. Pero según ella, perfecto: no fuma, no bebe, no la insulta ni maltrata; es cariñoso con los niños y aunque habla poco y se ausenta con frecuencia, las razones son siempre de estudio, pues es un hombre preparado, infinitamente más culto que ella, una humilde hija de carniceros que da gracias por haber sido su elegida.

De faldas jamás ha habido un lío, aunque no por vocación, como cree Lorenza, sino porque Miguel Rufino es un sujeto tímido, corto de palabras y de presencia imperceptible. Tiene una calvicie franciscana, unos ojos pequeños como cortados con cuchilla y un choque extraño entre sus facciones de niño y sus dientes podridos. Viste trajes de paño oscuro, cuyas mangas dejan ver los puños de la camisa y las medias blancas que usa con zapatos de empeine descubierto, según el estilo español aparecido en los 80.

Sé que a muchas las tiene matadas —les replicó Lorenza a sus tías una vez—. Pero yo no lo mantengo porque sea buen mozo y elegante, sino porque el pobre no consigue empleo.

Lo primero sería cierto; lo segundo, dudoso y lo tercero, un hecho, pues en verdad, Miguel Rufino sí ha querido colocarse. Pero no es fácil hallarle sitio a su perfil…

En alguna ocasión, un profesor del Instituto C&C lo presentó al editor de cierto diario, donde tendría una columna para comentar los errores que envilecen la publicidad de las empresas. El primer día, pasó dieciocho horas intentando escribir el segundo párrafo de un artículo de tres que al final no alcanzó a entrar en la edición. La jornada siguiente, cuando concluyó el artículo, explicó que apenas estaba «calentando la mano» y aseguró que lograría «rapidez y contundencia». Al editor no le hizo gracia que se tardara tanto en impugnar la falta de una tilde, pero aceptó que se ocupara de un anuncio de bizcochos. Por la mañana, sin embargo, cuando lo vio llegar con el fardel de libros para su argumentación, corrió a decirle que lo sentía, pero que en vez de la columna de gazapos, iría otra sobre el cuidado de mascotas.

En otra ocasión, una prestigiosa editorial le encomendó apoyar a uno de los cronistas más vendidos por su olfato y valentía acusadora. Esta vez, Miguel Rufino haría la corrección de estilo de un libro primicia que revelaría uno de los escándalos de corrupción política más sórdidos. Seis meses después, cuando llegó con las pruebas corregidas, no sólo los culpables ya habían sido exonerados, sino que el autor había demandado a la editorial y publicado con otro sello la denuncia que para entonces no tuvo interés.

Por último, se vinculó como catedrático a una facultad de periodismo. Pasado un par de meses, el decano lo llamó —no quiso escribirle por precaución— para rogarle que no volviera. Los estudiantes eran los únicos culpables de que llevaran nueve semanas atascados con el gerundio y merecían, cómo no, que él, en su celo formativo, les hubiese dado aquellas «bofetadillas» y aplicado sus «cariñosos correctivos», pero la universidad enfrentaba demandas por «brutalidad pedagógica» y era su obligación como decano apartar al profesor de tales líos.

Semejantes reveses, atribuibles a la ignorancia, el afán comercial y la falta de escrúpulos en el manejo del idioma, cercenaron los propósitos profesionales de Miguel Rufino Bello, revelándole que definitivamente lo suyo era el heroísmo solitario y silencioso del que emergerían los cinco volúmenes de su Historia de las aberraciones fonéticas y gramaticales en la comunidad hispanohablante desde el siglo XVII. Proyecto descomunal que además de erudición, exigía el impulso de uranio y la fluidez de escritura que le faltó, por ejemplo, al querer ironizar sobre un anuncio de bizcochos.

IV

Siendo el idioma la materia del tratado, era el idioma la razón de su bloqueo. Y si le era casi imposible superarlo, era porque su obsesivo cuidado del idioma procedía de una nada saludable infancia. La madre, una vendedora de frutas en el mercado de Las Nieves, lo dejaba al cuidado de dos viejas solteronas que tenían un colegio en La Candelaria y que se autoproclamaban poetisas. Las señoritas Montesinos educarían al muchacho a cambio de que él hiciera los mandados, lavara cocina, patio y baños y brillara el piso de los seis salones que por la mañana se usaban para la primaria y por la tarde, para el bachillerato.

Era más bien un sirviente, pero se destacó como el mejor alumno en las áreas de español y literatura, al ver en la rectitud con las palabras la vía única para huir del ámbito ensordecedor y asfixiante de la madre. Después de la venta, la señora bebía cerveza con los zorreros, verduleras y carniceros de la plaza y llegaba a golpearlo e insultarlo con las más sucias groserías. Y los domingos, para rematar, lo llevaba de las orejas para que cargara bultos y vendiera las frutas en aquel horrible mundo en que la suciedad y la hediondez se fundían con la procacidad gritada a voz en cuello.

Al margen de por qué Miguel Rufino incubó tan voraz tenia de odio, el hecho es que odiaba a la madre y las plazas de mercado; odiaba la cerveza, la fritanga y las cantinas; odiaba a los zorreros, las verduleras y los carniceros; odiaba los tangos, las rancheras y los vallenatos; odiaba a las señoritas Montesinos ya no por su habla —eran poetisas—, sino por su crueldad. «La letra con sangre entra», repetían; odiaba la universidad, pues no entendía cómo profesores y estudiantes podían ser tan mal hablados y escribir con tan mala ortografía. Odiaba el Instituto C&C, porque allí tenía rivales ingleses y alemanes disciplinados como él, pero que ofendían el castellano con la tosquedad de sus acentos. Por supuesto, abominaba la ciudad por su ruido, su población vociferante, sus muros insultantes, sus avenidas infestadas de ignorancia, sus músicas de obscena estupidez y sus radios, diarios y pantallas estridentes en las que nadie tenía respeto o siquiera compasión por la lengua de Cervantes.

A las mujeres no sólo las aborrecía: les atribuía la morbidez verdosa de sus dientes. Cuando las señoritas Montesinos estaban de humor y él había escrito sin faltas un dictado, lo dejaban subir a sus habitaciones, le ofrendaban elegías y sonetos, se los declamaban con voces trémulas, falsetes y vibratos y fingiendo ser presas del éxtasis, blanqueaban los ojos, se subían las enaguas y se tendían para que les lamiera la entrepierna.

Con espasmos de angustia y asco, el muchacho no veía pizca de sentido en semejante bacanal de cuartetos y tercetos, de hexámetros y alejandrinos, pero por instantes, por brevísimos momentos, creía que aquellos versos eran música, sonidos hermosísimos investidos de una magia con poder para endulzar el olor y el sabor inmundo que le hacía arder la lengua.

Lo que no supo jamás fue que la magia procedía de su boca de diez años y no de las disparatadas rimas de dos señoritas de sesenta. Por eso tampoco comprendió por qué luego de arquearse y de gritar poseídas de un temblor como de susto, en fin, por qué después de acariciarle la cabeza, de mirarlo con ojos extraviados, de llamarlo «Divinísimo Narciso muisca» y de estar a punto de besarlo, recobraban su voz de guacamaya y lo arrojaban a puntapiés gritándole que fuera a despercudir los baños.

Por todo aquello, cuando su graduación en filología coincidió con el deceso de la madre, regresó al mercado de Las Nieves para comprometerse con Lorenza, a quien desposó con el acuerdo de que ella sostendría la casa para que él pudiera culminar sus estudios de postgrado. Lorenza hablaba como hablaba todo el mundo en el mercado de Las Nieves, pero tenía cara bonita y era risueña, picarona y en ocasiones tímida. Había dejado de ser adolescente, pero lo parecía por su piel limpia, su cuerpo rozagante y sus movimientos decididos. Llegó virgen a la boda —permanecería así dos años más— y aportó a manera de dote una casa en La Perseverancia, adonde se fueron a vivir con Brígida Pacheco, una hermana de la novia que se ocupaba de atenderlos.

Aparte de las formalidades, Lorenza siempre estuvo loca por Miguel Rufino. Desde niña, porque lo veía pasar frente a la fama lloroso e indefenso, y después del casamiento, porque lo veía elegante, estudioso y apacible, inmerso siempre en un silencio de templanza como suelen parecer los santos. Por eso la abnegación con que asumió el negocio que heredó de uno de sus tíos; por eso la generosidad con que le daba regalos y dinero y por eso la dichosa devoción con que le compró un automóvil Renault 12 color naranja, cuando él se quejó de lo espantoso que era ir en bus soportando mendigos, vendedores y choferes maldicientes…
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* Jorge Aristizabal Gáfaro es escritor bogotano, profesor e investigador en las áreas de literatura, comunicación, lingüística y semiótica. Ha sido Premio Nacional de Literatura, IDCT, y finalista del Concurso Juan Rulfo, RFI. En su producción literaria figuran: El espía de la lluvia (novela). Caracas, Mondadori, 2008; Cuentos de escalofrío. Bogotá, Panamericana Editorial, 2008; Análisis literario de La Metamorfosis de Kafka. Bogotá, Panamericana Editorial, 2002; El pawlatsche de Kafka. Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, 2001; Contemporáneos del porvenir. Editor René Rebetez. Bogotá, Espasa, 1999 y El altar siniestro. Bogotá, Letra Escarlata, 1999.

2 COMENTARIOS

  1. impresionante!… este tipo sabe escribir, de hecho me dejo super asombrada. Esa manera de describir asesinatos un tanto aterradores…. ¡wow!. me quito el sombrero, con esto se demuestra que Colombia tiene un talento de mil amores.

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