LA SOLEDAD DE LA MEDIA TORTUGA
Por Eccehomo Cetina Rodríguez*
Los ocupantes de la camioneta se quedaron mirando a través del parabrisas, a un hombre vestido de camuflado con un fusil en posición de disparo, que venía corriendo desde el fondo de la carretera a su encuentro. «La guerrilla», les dijo Ingrid Betancourt, quien viajaba en el puesto del copiloto, a sus acompañantes. Entre ellos se encontraba Alain Keler, un fotógrafo francés, que apenas vio al guerrillero saltó sin pensarlo del carro en movimiento y empezó a disparar su cámara.
No tome fotos, no tome fotos, le gritó el hombre sin dejar de correr, pero el reportero gráfico de la revista francesa Marie Claire seguía disparando su cámara sin darse cuenta de que la camioneta de Ingrid y sus tres acompañantes ya se había detenido. Apáguela, le dijo casi al oído al conductor otro guerrillero que salió del monte por el costado. El hombre, quien cargaba en la espalda un morral grande y compacto, alzó la voz de repente: ¡Que deje de tomar fotos! ¿es que no me oyó? Ingrid, por favor, dígale al francés que no tome más fotos, le pidió el conductor a la candidata presidencial que viajaba a su lado, en la silla del copiloto. «Ne prendez pas des photos», le gritó Ingrid al reportero con más molestia que miedo. El hombre, de complexión recia y atlética, se incorporó y dejó de disparar la cámara. Según la pantalla digital, la cual había alcanzado a ver por última vez al escuchar la orden de Ingrid, había hecho treintiséis exposiciones en quince segundos. Disculpe, señor, le dijo el conductor al guerrillero que no se había apartado de su ventana, es que el tipo no entiende español.
Alain Keler, quien había estado una semana antes haciendo fotografías a varias superestrellas de cine en sus mansiones de Marbella, en España, entre ellas a una modelo que revelaría el más guardado secreto de su belleza, se encontraba ahora en medio de la selva de El Caguán, en el suroriente de Colombia, petrificado a la orilla de una carretera, bajo un sol de agujas y frente a seis guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), armados hasta los dientes y dispuestos a que nadie se pasara por la faja ninguna de sus órdenes.
Los dos guerrilleros, el que llegaba corriendo y el que ordenó apagar la camioneta, echaron un vistazo entre curioso y hostil al interior del vehículo y analizaron con la astucia de las fieras que husmean a su presa uno a uno los rostros de quienes acompañaban a Ingrid Betancourt. Su amiga y compañera de fórmula a la vicepresidencia, un camarógrafo de la campaña, un conductor y el fotógrafo francés conformaban la comitiva de la líder política que se aventuró al corazón de una selva plagada de guerrilleros en un carro militar y sin escoltas.
Entreguen los celulares, rápido, les exigió uno de los rebeldes. Todos buscaron en los bolsillos y maletines los teléfonos y fueron entregándolos uno a uno. Mauricio, el camarógrafo no tenía celular. Con que no tiene celular, dijo el guerrillero, y ¿eso qué es? Una cámara de televisión, señor, contestó cada vez más alterado el camarógrafo. ¿Y qué está esperando para entregarla?, replicó con sarcasmo el subversivo. El camarógrafo entregó temblando su herramienta y fue incapaz de sostener la mirada al guerrillero. Ahora quítenle esa tela blanca a la camioneta y arranquen esas banderas, rápido. Al oír la orden, el conductor de Ingrid saltó a la carretera y, junto a otros dos guerrilleros que llegaron al lugar, empezó a arrancar la tela con que había envuelto una hora antes la camioneta Nissan de doble cabina, tratando de ocultar que se trataba de un vehículo de uno de los departamentos de seguridad estatal. Vengan, hablemos, le pidió la candidata al guerrillero del morral compacto. No, no, cállese, le respondió el hombre, volteando la cara, molesto. Venga, pero hablemos, insistió Ingrid sin mucha convicción. Dije que se calle, concluyó el guerrillero, mientras caminaba hasta plantárseles frente a la camioneta, donde empezó a mascullar algunas palabras con otro subversivo.
El conductor de la candidata volvió a subirse al vehículo. En ese momento, un jeep Toyota, cuatro por cuatro, de la Cruz Roja Internacional que apareció en el camino poco antes del asalto guerrillero y que se mantuvo a unos cien metros de la camioneta en la que viajaba Ingrid Betancourt, empezó a dar vuelta por orden del mandacallar del grupo. Los asistentes humanitarios tenían que regresar por donde habían llegado. Al pasar al lado de la camioneta de la candidata presidencial, el jeep paró un instante, de tal forma que los conductores pudieron haber intercambiado algunas palabras. Pero lo único que se le ocurrió al chofer de la candidata, en vista del mutismo de los miembros de la Cruz Roja, fue reclinarse con un exagerado esfuerzo hacia atrás para que los efectivos internacionales pudieran darse cuenta de que su copiloto era nadie más ni nadie menos que Ingrid Betancourt Pulecio, candidata a la presidencia de Colombia para el periodo 2002 a 2006.
No se preocupe Adaír, que no va a pasar nada, le dijo Ingrid a su conductor, calmémonos todos que esta gente no nos puede hacer nada, terminó la candidata del Partido Verde Oxígeno mostrando una serenidad inusitada en semejante situación, mientras el resto de la comitiva, su amiga Clara Rojas, el camarógrafo y el fotógrafo francés, mostraban con claridad las primeras señales del pavor en las caras.
El jefe guerrillero se acercó a la ventana de Ingrid y recostó el brazo derecho en la puerta, de tal forma que, como tenía el fusil colgando de su hombro, la boca del arma apuntaba a la cabeza de la candidata presidencial. Acercó la cabeza y preguntó: ¿Quién es ese?, y señaló al francés; él es un fotógrafo francés, respondió Ingrid sin apartar la vista de los ojos del guerrillero; ¿y quién es ese?, volvió a interrogar esta vez señalando con la boca; él es el camarógrafo de mi campaña; ¿y esa?; ella, respondió Ingrid un poco alterada, trabaja conmigo en mi campaña, es mi vicepresidenta; ¡ah!, exclamó el rebelde mirando al conductor, mientras se apartaba de la ventana en silencio. Adaír sintió miedo de que el hombre no hubiera preguntado por su identidad, pero se calmó con una evidencia obvia: él era el conductor de la campaña y punto.
Arranque y déle derecho, le ordenó el mandamás al conductor. Nos dejan ir, pensó Adaír, y casi sonriendo prendió la camioneta y la echó a andar por el camino fragoso. Más despacio, vaya a veinte, escuchó una voz que le gritaba desde afuera. Un bus atravesado en el camino con un letrero siniestro de bus bomba empezó a preocupar a todos en la camioneta pues a pesar de que se acercaban el bus seguía en su sitio y ningún guerrillero daba la orden de parar.
Oye, Ingrid, ¿Es que ese bus no va a moverse de ahí?, le preguntó Adaír a su jefa. Silencio. Todos habían cerrado los ojos al sentir que la camioneta a ocho metros del bus se dirigía hacia una embestida irremediable, cuando se oyó por fin la voz. ¡Pare!, ordenó el guerrillero del morral antes de que la camioneta se estrellara. Échela para atrás, es que no ve que es un bus bomba, no joda, regañó el alzado en armas al conductor, quien había pensado minutos antes con cierta ingenuidad que los guerrilleros retirarían el bus para que ellos pudieran irse.
Pero lo que sucedió entonces incrementó el desconcierto de la comitiva, pues todos empezaron a descubrir que estaban atravesando una línea sin retorno. El hombre del morral, quien parecía el más resuelto del grupo por su arrogancia al dar las órdenes, se plantó en el costado derecho de la vía, pegado a la parte trasera del bus, cerca de la cuneta cubierta de yesca y matorrales espinosos. Métase por aquí, le gritó al conductor. ¿Que qué? este tipo está loco, Íngrid, le comentó entre dientes el conductor a su jefa. Haga lo que dice, Adaír, y hágalo lo mejor posible, le reconvino Ingrid. A Adaír Lamprea empezaron a temblarle los pies sobre el embrague y el acelerador de manera insoportable, cuando una y otra vez tenía que dar reversa y volver a empezar en su intento de meter la camioneta por el angosto espacio de la cuneta hasta cruzar al otro lado de la carretera sin tocar al bus bomba. ¡Pare!, gritó el mandamás con una cara de terror que dejó a los ocupantes del vehículo sin aliento. En ese momento, Adaír, quien mantuvo su mirada entre las manos y la boca del guerrillero guía y el letrero de bus bomba, miró a la izquierda y descubrió que al espejo retrovisor lo separaba del bus sólo el ancho de una caja de fósforos. Vuelva a empezar. Otra vez para atrás. Bajo la sombra la temperatura superaba los treintitrés grados centígrados, pero adentro de la camioneta hacía frío. El silencio era apenas roto por los sollozos incontenibles de Mauricio, el camarógrafo, o por la perorata de aquí no va a pasar nada de Ingrid Betancourt. Entretanto, la camioneta iba deslizándose entre el bus y la cuneta. Ahí viene, así, así, déle, déle, indicaba el guerrillero con un tono de voz amortiguado por el esfuerzo de la situación; pero sólo cuando la camioneta salió por fin al otro lado, el hombre volvió a recuperar la voz de mando. Listo, ya está, apáguela.
Todos volvieron a respirar mejor. Pero ahí, en frente de ellos, y perpendicular al vehículo atravesado en la carretera, había otro bus, seguramente con otro grafito siniestro de bus bomba. También dice bus bomba, habló por primera vez, luego de una hora de mutismo, Clara Rojas, la candidata a la vicepresidencia de Ingrid Betancourt. Aquel dice bus bomba y ahora éste dice bus bomba, agrega preocupado Adaír, entonces, ahora sí nos jodimos. Silencio.
Capricornio uno a Capricornio dos… Capricornio uno a Capricornio dos…, alcanzaron a oír todos dentro de la camioneta, mientras descubrían que el hombre del morral compacto trataba de hacer contacto con su base gracias al radioteléfono que esta vez se descubría un poco en su espalda. El subversivo repitió con impaciencia la operación pero sólo lograba por toda respuesta; insoportables chirridos metálicos. Capricornio uno a Capricornio dos… Capricornio uno a Capricornio dos…, insistía el guerrillero, mientras Ingrid y sus acompañantes se miraban con una creciente tensión. Pero la respuesta en el radioteléfono era la misma: monótonas crepitaciones. Capri… adelante Capricornio uno… Capricornio dos para informar que la tenemos, ¡La tenemos! ¿Cuántos individuos son Capricornio uno?… Son cinco en total, adelante, Capricornio dos… Pues sigan con la operación, siga Capricornio uno… Entendido, informe, informe entonces que ya la tenemos, que de esta no se salva, cambio.
Venga, hombre, hablemos, le suplicó Ingrid al hombre del radioteléfono. El subversivo del radio contesta con un ademán desdeñoso que desconcierta a todos en la cabina. Adaír mira por el retrovisor. De pronto, las voces de una discusión se alzaron en aquel paraje. Ingrid y sus acompañantes se miraron con expectación, tratando de afinar el oído. Se trataba del mandamás discutiendo con una mujer, a la cual habían sobrepasado segundos antes de la emboscada guerrillera con la camioneta de Ingrid, e igual que ellos había sido retenida. La aldeana, obstinada en continuar su camino, se negó a obedecer la orden de regresar por donde había llegado. Entonces, a gritos, el guerrillero del radioteléfono la despojó de la motocicleta, le quitó las llaves e hizo que la llevaran a un lado de la carretera. Échenle candela a la moto.
Adaír, pegado al retrovisor, empieza a narrarles a todos lo que está ocurriendo, pues ninguno se atreve a mirar hacia atrás. Algo le van a hacer a esa mujer, Ingrid, debemos intervenir, le susurró Adaír a la candidata. Ingrid sacó la cabeza por la ventana: Venga, hombre, hablemos, ¿Qué es lo que está pasando? Volvió a decirle la candidata presidencial al jefe guerrillero, quien no se tomó la molestia de contestarle y en dos zancadas alcanzó la parte trasera del vehículo y se ubicó justo al lado del depósito de gasolina. ¿Qué van a hacer esos manes, Ingrid?, preguntó Adaír sin recibir respuesta.
Tome, échenle candela, volvió a ordenar el mandacallar a uno de sus secuaces, señalando el tanque de gasolina de la camioneta. Nos van a quemar vivos, se lamentó el camarógrafo. El guerrillero metió un trapo por la garganta del depósito y lo sacó empapado de combustible y fue a cumplir el encargo. Pasó por la cuneta franqueada a duras penas minutos antes por la Nissan. Arrojó la mecha encendida sobre la motocicleta y emprendió la carrera otra vez por la cuneta. Y una explosión, acompañada de gritos y lamentos, invadió el paraje que hasta hacía poco era arropado por un interminable silencio. Los cinco secuestrados voltearon a mirar. Son los cazas militares que bombardean a los guerrilleros, pensó Adaír. La guerra es una mierda, gritó Ingrid.
De inmediato se oyó una especie de alarido. Aggg, mi pierna, mi pierna. Y apareció entre la yesca el emisario saltando sobre su pierna izquierda, mientras se quejaba agarrándose la derecha. ¡Hijueputa! ¡¿Qué pasó?, hijueputa, ¿Qué pasó?! Saltó el mandamás para socorrer al herido que empezaba a boquear, dejando un ancho rastro de sangre. Adaír, alertó Ingrid, prenda la camioneta que a ese hombre hay que llevarlo a un centro médico antes de que se muera. Afuera, el guerrillero mal herido se retorcía, mientras el hombre del morral intentaba incorporarlo en medio de alaridos y contraórdenes. ¡Se va a morir!, gritó la candidata sacando la cabeza por la ventana, ¡súbanlo al carro, por favor, que nosotros lo llevamos al hospital! Ingrid y Adaír iban a abrir la puerta de la camioneta cuando descubrieron que el mandacallar permanecía aturdido con la cabeza del herido en sus piernas.
Mire, compadre, le advirtió Adaír, si usted no monta a ese hombre a la camioneta, entonces, nos bajamos y lo montamos nosotros. El guerrillero alzó la cara que empezaba a cubrir una espesa nata de sangre y los miró estupefacto y sólo reaccionó al ver que la candidata secuestrada alcanzó a poner la punta del pie en la carretera. ¡no, gritó, no se bajen que toda esta mierda está minada! ¡Quieta, Íngrid!, alertó desesperado Adaír. Ambos se dejaron caer exhaustos dentro de la cabina. Ayúdenme a subirlo al platón de la camioneta, pidió el mandamás a sus cuatro hombres, pero cuando intentaron levantar al malherido, uno de los guerrilleros se quedó con una parte de la pierna derecha de su compañero en sus manos ¡Hijueputa!, exclamó retrocediendo, ¡perdió la pierna! a ver, a subirlo con verraquera, animó a sus compañeros el único hombre que vio minutos antes cómo la mina enterrada por ellos mismos explotaba bajo los pies del guerrillero en una erupción volcánica de tornillos, vidrios, tuercas y otros desperdicios metálicos letales que mutilaron su pierna y laceraron su cuerpo.
Al guerrillero le amarraron trapos en la pierna con el fin de pararle la hemorragia y fue tendido en el platón como si se tratara de una res muerta. Cuatro hombres en posición de ataque subieron con él, incluido el mandacallar, mientras que un último, por orden de aquel, fue a sentarse en la cabina con la comitiva, detrás de la silla del conductor. ¿Para dónde agarro, dígame para dónde cojo?, preguntó Adaír. Siga derecho, respondió el guerrillero que despedía un humor a sudor y sangre. Mire —rompió Ingrid— no importa lo que ustedes quieran hacer con nosotros, pero a este hombre hay que salvarle la vida primero. El guerrillero calló embargado por la actitud de quien no le interesa oír nada.
Apenas habían avanzado cien metros cuando encontraron una enorme barricada en la carretera. ¿Dígame por dónde cojo, por la izquierda o por la derecha?, inquirió Adaír al guerrillero, mientras movía la cabrilla para un lado y para otro acentuando su pregunta. Coja por la izquierda, de una, porque ese pedazo también está minado, respondió el subversivo. El paso por el campo minado lo hicieron con una frialdad y un ánimo de suicidas irrevocables, como si el peligro los hubiera convencido de que vivían sus últimos minutos.
La camioneta transitó una carretera destapada y polvorienta que se prolongaba hasta desaparecer en el corazón de la selva. El conductor trataba de esquivar los huecos y desniveles del terreno para reducir el padecimiento del guerrillero herido, quien gritaba cada vez que la camioneta era cimbroneada por la escarpa. Pero cuando bajaba la velocidad y sorteaba los baches, el mandamás golpeaba con indolencia el techo de la cabina reclamando más celeridad. Hágale, hágale —decía— Dios mío, que no se muera, que no se muera, repetía Ingrid cada diez minutos, pero después empezó a hacerlo como si estuviera rezando un rosario pues dejó de sentir los lamentos del herido. El francés seguía inmóvil detrás de la silla de Ingrid, con su mochila sobre las piernas. A su lado iba el camarógrafo con las manos entrelazadas, dándose golpecitos en su boca y llorando a intervalos; luego estaba Clara Rojas, con un semblante serio que por momentos daba la impresión de estar haciendo cuentas y no de ir conmovida por los acontecimientos del secuestro; junto a ella iba el guerrillero y su fusil inclinado casi con ternura sobre el muslo y sobre el arma unas manos increíbles, anchas y gruesas, como los pies de un enano.
¡Está muerto —dijo Ingrid—, el muchacho se murió! Y trató de mirar hacia el platón donde venía el moribundo, pero el golpe sobre el techo de la cabina la asustó. Pare, mandó el guerrillero. Adaír frenó con indolencia y las llantas alcanzaron a deslizarse sobre las piedras y el polvo. El hombre del radioteléfono saltó. Capricornio uno a Capricornio dos… Uno de los tres subversivos que permanecían de pie en el platón de la camioneta, se inclinó para inspeccionar el estado de la pierna mutilada y al tratar de reforzar el torniquete para controlar la hemorragia que iba dejando un rastro sanguinolento sobre la vía, la compresa se rompió y la sangre en surtidor fue a estrellarse contra el pecho del guerrillero. ¡Mierda, se zafó el torniquete, rápido, rápido, ayúdenme que se nos va a desangrar el compañero! Dos hombres taparon el muñón con sus dos manos, mientras el otro rompía con un cuchillo varias tiras de una toalla vieja. ¡Eso, así, apriétela duro!, exclamaban los hombres mientras intentaban amarrar los trapos en la herida del moribundo, quien abría y cerraba los ojos en un gesto de paroxismo extremo.
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* Primera mitad: Ingrid Betancourt. Tomado del libro Crónicas: del diablo a Ingrid de Eccehomo Cetina de Ediciones B.
* Eccehomo Cetina Rodríguez es comunicador social y periodista la de Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Nació en Valledupar (César, Colombia). Su especialidad han sido las crónicas y reportajes de profundidad desde que realizó sus prácticas universitarias en el periódico El Tiempo, en la edición dominical y en la Unidad Investigativa de dicho diario. Allí realizó sus primeras denuncias contra las prácticas corruptas dentro de Ferrovías, la oficina estatal que maneja los antiguos ferrocarriles nacionales. Hizo televisión entre 1991 y 1994 con el programa La Clave, donde fue editor de investigaciones, y fue subdirector del programa de televisión Estilos de Vida entre 1995 y 1996. Desde esa fecha hasta 1998 fue director de las Crónicas Radiales de Fin de Siglo en la Cadena Hispanoamericana de Noticias, Radionet. Entre 1994 y 1997 publicó dos libros periodísticos con Planeta. El primero de ellos, Jaque a la Reina, revela las conexiones de las mafias del narcotráfico con los reinados de belleza del país. Trabajo para el Canal Caracol. Labora actualmente para el Canal RCN. En ambos medios ha dado conocer exquisitas crónicas sobre la vida nacional, que le han valido el reconocimiento de la crítica y de sus colegas.