Invitado Cronopio

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LYCRA

Por Juan Manuel Candal*

Cada vez es más difícil sacar una fotografía con la cámara digital o incluso con el móvil sin que la gente se dé cuenta. La tecnología ha despertado a un mundo que estaba de siesta. Antes, cuando salía a cazar imágenes artísticas para mi blog, la gente se creía que uno estaba leyendo un SMS, o que buscaba señal. Se podía apuntar, retratar y adueñarse de una porción del aura de esa señora que lleva el vestido floreado y el pelo canoso. O el ciego que pide afuera de la estación de subtes. Esos eran los buenos tiempos. Cuando todavía se podía ser una mosca en medio de la urbe.

Una cosa lleva a la otra. Buscando el retrato perfecto de un esbirro buenoide terminé encontrando, casi por casualidad, la sensación de vergonzoso placer al mirar un cuerpo de mujer que se había colado en la última caza. No se trataba de curvas espectaculares, de bocas sinuosas o culos lobotómicos. Era la luz del día delineando el suave roce de la tela sobre la piel, enfundándola, encendiéndola. La seda, el raso. Y la reina de todos los géneros: la lycra.

Claro que ya había descubierto mi laica pasión por la lycra mucho tiempo atrás, durante mi primer noviazgo, cuando tenía 17 o 18 años. Mi chica era bajita, menuda, aunque tenía, en proporción al resto de su cuerpo, un decente par de tetas. Solía vestir jeans (ropa de albañiles, plomeros y electricistas, ¡válgame Dios!) y remeras de algodón más bien al cuerpo. El algodón es engañoso: se ve bien desde lejos, sobre todo en colores fuertes, pero en el cuerpo a cuerpo, incluso antes de la aburrida sensación que le otorga al tacto, se puede ver ese hilado burdo, llamado de lo rústico y desalentador. Depositar la palma de mi mano sobre unos pechos, por perfectos que estos sean, sobre tejidos tan agrestes y ordinarios me predispone mal, al punto de que puedo perder la erección que minutos antes un beso salivoso y desaforado había conseguido desatar.

Mi primera novia no sólo usaba prendas de algodón, sino que, como ya conté, también gustaba de gastar dinerales en jeans de marca. Un jean, por ajustado que esté, deforma y enyesa la beatífica curva por donde debieran deslizarse manos, miembros y lenguas. Hay gente que se excita lamiendo un culo enfundado en un jean. Yo no. La sensación erótica que tan intenso paseo podría provocar con otros tejidos se transforma en una pesadilla signada por la sensación de llevarse a la boca una lija. Por eso me ocupé de, ganada la confianza y con un incipiente amor ya cimentado, empezar a acompañarla a comprarse ropa. La pasión según los hilados: la hacían sentir demasiado expuesta, a mi chica; pero un pantalón de raso que envuelve perfectamente el más imperfecto contorno implica una voluntad erótica indiscutible. Una tarde la convencí de probarse uno en la tienda de mi afición y también una remera negra de lycra que tenía un estampado sobre el pecho que decía en letras brillantes Nature. Apenas verla era la invitación a entrar al probador y embestirla en ese espacio confinado, con gusto a prisión. Pero a la vez, negarme ese placer era el placer mismo.

Una mañana, poco tiempo después, al marcharse de casa para ir a la universidad, olvidó su remerita en el suelo. Todavía desnudo, la tomé con la mano izquierda y comencé a acariciarla. Luego envolví mi miembro erecto, mástil duro y vigoroso en la potencia del ensueño infinito, y comencé a masturbarme lentamente, sintiendo el roce de la tela y la rigidez de mi mano. Podía olvidarme de todo, yaciendo sumiso en la cama. De repente en mi cabeza flotaban imágenes de ella, y de otras, y de su hermana, de primas (suyas, mías), de vecinas, de sus hijas, compañeras de estudio, secretarias de trabajo. Cada mujer a la que había visto en los últimos tiempos. Más hermosas que mi novia o mucho menos, eso no importaba, todo estaba en su lugar: las prendas cumplían con la liturgia visual. Luego, mantener el ritmo y dejarse llevar, como una larga improvisación de jazz que va alcanzando su clímax. El roce, el roce, el roce.
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Mi terapeuta me preguntó una vez qué pasaba cuando mi pareja (ya entonces otra, sin grandes dones, pero muy adepta a los tejidos suaves) se sacaba la ropa. Siempre prefería que eso no pasara: solamente el mínimo necesario para la penetración, y a veces ni siquiera (lo que implicaba enojos y cuestionamientos, pero me había vuelto un verdadero as de la complacencia con los dedos y la lengua, lo cual me valía amnistías de todo tipo y olvidos garantizados). Pero en todo caso, la ropa interior también podía ser sedosa y estimulante. No era casualidad que me encargara sistemáticamente de regalarle a mis parejas conjuntos íntimos. Ellas lo tomaban como un cumplido, y lo era: ¿de qué otra manera podían mantenerme interesado? ¿Y si ella se desnuda?, preguntaba el inquisidor. Sí, no me dejaba salida. Un pedazo de carne es siempre un pedazo de carne. Si nos quitáramos la piel, no seríamos más que revoltijos de sangre, fibra y músculo. La piel retiene todo de forma prolija, pero no es bella, no es rasante, es invariablemente imperfecta. En la piel está la naturaleza. En la belleza de una remerita azul marino de lycra ha intervenido la mano del hombre.

Mis parejas no duraban demasiado. Nadie se siente a salvo en el terreno de lo desconocido mucho tiempo: por muy erótica que pudiera resultar la insinuación de un jueguito inusual, tarde o temprano la que estaba de paso empezaba a sentirse distante. De mí; de lo que ocurría en mi cabeza, de las visiones que yo estaba guardándome para mis veladas de sumisión sin testigos. Aun así, mientras duraba la relación, siempre intentaba mantener mi nuevo, mi renovado registro fotográfico. Vestidas, se sentían seguras —y en realidad, eran más vulnerables que nunca—. Luego se quitaban la ropa, creyendo que me hacían un homenaje, y yo perdía interés pero las fotografiaba igual para no rebajar su estúpido sentido de la autoestima. Sobra decir cuáles son las fotos que guardo.

Mi terapeuta dice que es un fetiche relacionado con un recuerdo infantil al que llegamos mediante un sueño. Allí había una tía a la que visitaba seguido de niño. Ella había pasado los 50 años pero se vestía toda apretujada y como era voluptuosa naturalmente, yo quedaba algo atrapado cuando me sentaba sobre su falda. Había enviudado algún tiempo antes y todos sabían —aunque yo no entendía bien qué implicaba— que bebía excesivamente. A veces me acariciaba de un modo que dejaba de ser tierno, que empezaba a orillar otro impulso, uno que apenas reconocía, pero que me ponía tenso y me llenaba de miedo. Entonces paraba, y eso era todavía peor. Mi cabeza: reposada sobre sus tetotas enfundadas en algún suave tejido lila. Su cuerpo: algo avejentado pero eternamente joven en aquellos colores, dóciles géneros que magnetizaban mi deseo de tocar, de descubrir, de palpar y refregar y friccionar y besar y chupar y aferrarme a ellos con la claridad nebulosa de un cuerpo que empieza a convertirse en el de un adolescente y sin embargo todavía es conducido por el anárquico entendimiento de alguien que no hacía mucho veía dibujos animados de robots y héroes míticos en el tubo.

Ella también dejaba la televisión prendida, de fondo. Novelones de tarde y programas de chimentos. Y todo mi cuerpo reposado, mientras su mano se detenía sobre mi estómago. A veces me decía que era un nene y me estaba quedando dormido. ¿Se está quedando dormido el nene?, preguntaba con voz histriónica, y me agarraba la entrepierna con fuerza por un momento. Luego me soltaba. ¿Sigue dormido el nene? Y volvía a agarrarme. Y cuando, humillado y discordante, esperaba el próximo asalto, ella me soltaba a un costado con un beso húmedo en la frente.

¿Es ese el sueño, o el recuerdo infantil? Ahora se me desdibuja. Un recuerdo y un sueño son permutables si el eco permanece el tiempo suficiente en algún rincón de la mente. Nunca había contado nada al respecto hasta que llegó mi terapeuta. Me relaja que no me juzgue, que no me quiera curar. Según él, lo importante es entender lo que me pasa, y después de todo, no existe hombre o mujer que no guarde alguna perversión en el cajón del nadie–nunca–sabrá. Si me quieren, podrán entenderme y aceptarlo como una excentricidad. Quizás sea bueno buscar gente con gustos parecidos, hoy en día con las redes sociales no es tan difícil.
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Mientras, tengo las fotos. Generosos conjuntos de píxeles que amplían detalles morbosos y se pasean por mi ordenador como pasarela privada en una barra de Ibiza. Cuando salgo por la calle, vuelvo con mi botín de culos calzados en mallas y piernas en raso. Cuerpos enfundados en lycra: tetas en rojo furia con brazos trigueños, panzas verdes sobre muslos grises abrillantados que desdoblan la caricia de la luz. Incluso en las casa de ropa interior, fotografío los avisos en los que se destaca la seda y su promesa de bondad celestial.

Pasé dos años en España, donde nadie pregunta mucho, porque preguntar es admitir alguna inseguridad y los madrileños quieren coronarse como primera República del Sexo Libre. Para mi sorpresa, tanta facilidad empezó a aburrirme. Había desaparecido la caza: ya no era un vampiro nocturno en busca de mi próxima víctima, sino apenas una voz suave al oído de la catwoman de turno.

Cuando volví, mi colección ya rondaba las 13.000 fotos. Retomé la terapia y tal vez el cambio de aire me haya venido bien: volví a disfrutar la histeria argentina. Cada día elijo y me masturbo pensando en alguna, pero una es todas, y necesito berrear que la amo, que amo a esa mujer, sea cual fuere, porque amo tocarlas, amo frotarlas, restregarme en mis bóxers de microfibra contra sus cuerpos imaginarios y apreciar la suavidad de la ausencia, el abismo del derroche. Tengo varias prendas que utilizo para amplificar la sensación. Me toco mientras unos labios carnosos me susurran al oído, y otra chica le lame los muslos revestidos a la primera. Y entre mis piernas una mujer enmascarada me come y otra me pasea sus tetas enfundadas en Nature sobre mi cara.

Nunca le cuento el proceso a mi terapeuta. Es algo demasiado complicado de hablar. Pienso que no me entendería. Aunque él siempre me dice que hable, que está para eso, para escucharme, no para juzgar. Lo dice casi siempre elegante, con su camisa blanca y su pantalón de vestir, pero el último jueves se excusó por haberse volcado café y apareció con una camiseta negra, deportiva, tal vez polyester. Nunca había reparado en el buen porte de mi terapeuta. De repente me sentí un poco torpe. Tuve que dejar la sesión antes de tiempo.

No volveré a terapia. Aquella noche, entre raso, lycra y seda, se filtró un instante de polyester que me aterró al punto de llevarme a acabar aún más explosivamente que nunca. Al final, y lo digo con temor y temblor, esto no hace más que confirmar mi teoría: debajo de las ropas, somos todos, al fin y al cabo, un pedazo de carne. Células moribundas e imperfectas por siempre contenidas por el amor puro, precioso e impalpable de los más deseables hilados que la humanidad, en su esplendor, ha logrado entretejer.
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* Juan Manuel Candal nació en Buenos Aires, Argentina, 1976. Se licenció como director y guionista de cine en 2001. Hizo también un posgrado en Guión Cinematográfico. Ganó dos veces el festival de la Universidad del Cine de Buenos Aires con proyectos de cortometrajes en 16mm (1999 y 2001) y en 2003 filmó una película independiente titulada La extraña naturaleza del amor. En 2004 fue finalista de un concurso de largometraje iberoamericano organizado por una productora de Miami. Ha hecho varios talleres literarios en modo paralelo entre 1997 y 2009. En 2010 fundó la revista literaria online Otro Cielo, que co-dirigió hasta 2012, escribiendo columnas y entrevistando a varios de los escritores latinoamericanos más prominentes. También en 2010 se convirtió en editor de contenidos del área de Literatura del portal Leedor.com. Colabora con reseñas y artículos frecuentemente en el periódico uruguayo La Diaria y la revista argentina Próxima. En 2011 fundó una editorial independiente, Reina Negra, cuyos primeros libros fueron tiradas cortas en papel y luego abrió una línea de e-books gratuitos con varios formatos de descarga. Como escritor publicó en 2009 su primer volumen de cuentos, Yo robé tu nombre (La Colmena), en 2011 Siempre tendremos Venezuela (Reina Negra), que contiene 5 cuentos interrelacionados, y en 2012, su novela Mundo Porno (Interzona) y un libro de formato digital recopilando artículos escritos entre 2006 y 2012 titulado Rosas para Stalin. También en 2012 formará parte de la antología Hasta acá llegamos —cuentos del fin del mundo, selección de Fernando Barrientos de próxima publicación por Editorial El Cuervo (Bolivia). Ha publicado, en los últimos años, cuentos en otras antologías locales y en Revista Próxima, Esto no es una revista literaria, Axxon, Revista Ágora, Narrativas, El puñal, Pasajes, Los Noveles y la revista eslovena Mentor, entre otras.

1 COMENTARIO

  1. La textura es fundamental en el erotismo, y Candal nos hace incursionar en sus delicias y su complejo entramado. Su estilo, como la seda, se deja acariciar y acaricia . Me gusta, por supuesto, como al protagonista la eléctrica lycra .

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