Invitado Cronopio

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Yo era la maraña inevitable, debido a su desmedida fornicación, era el hijo dañado de nacimiento, el hijo soportado por padre tanto como si lo amara, pero que madre trataba como a un intruso, era el hijo de padre sin fuerza, sin poder y el hijo de madre amenazadora, muérgana. Muérgana, linda palabra, la aprendí en Valledupar, hace muchos años, es una mezcla de insulto y caricia para quien la recibe, para quien la ofrece es un sonido vigoroso e íntimo, sacado de la tierra o de un cañahuate o de la brisa. Mis largos e inacabados años son una combinación de mi risa estrepitosa y de absoluta soledad, gana la última aunque la primera insiste en repetirse.

Finalmente llegué a Yoknapatawpha, ya el mundo estaba teñido de psychedelic colors, psychedelic sounds, mi armónica que había parado en Memphis a escuchar la voz negra de Elvis, ahora peleaba por quedarse al lado de la guitarra de Sunshine Superman. Me dejé permear, lo confieso, pero también entendí a Elvis cuando gritaba desesperado en su mundo fármaco «el LSD va cambiar todo». Le temía a la estridencia, pero nunca lo opacó.

Dios, si yo hubiera tenido ese movimiento de caderas el mundo hubiera olvidado mi joroba.

Me embutí de LSD para escuchar desde adentro Legend of a Girl Child Linda, esa era mi preferida de Donovan, seca, cadente, con un dejo que yo intenté en mi armónica muchas veces, pero sólo lo conseguí cuando una mota de suficiente calibre me trajo de nuevo la figura de Aura, manzana podrida. Me fui en esa mota lejos, muy lejos, hasta donde me encontré de cara a mí mismo, lleno de defectos, limpio y árido, venían a mí la brisa, el rio como un cosquilleo, el olor de los campos de algodón, el whisky de madre, seguí caminando hacia adentro, el afuera me esperaba, el vuelo, el vuelo fue simple, fue mi destino, lleno de florecitas amarillas, de dormilonas, de suaves colores de azul desvanecido por nubes caprichosas, las montañas bajitas donde remontaba como terca hormiga, también fui bumble-bee pesado y zumbador. Fui todos esos jorobados de mi adentro, pedí auxilio para no irme del otro lado de la montaña y seguí zumbando tan volátil hasta el piso, me aferré al piso de barro de la cabaña que antes había pertenecido a los Compson, allí desperté al otro día, con la boca llena de un suave espumarajo dulcete y al final amargo.
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El LSD fue por muchas veces mi prismático, descubrí colores como el azul torbellino, un color que no llega a los ojos por la luz, por el contrario, sale de los ojos, no sé, no sé bien cómo es el color azul torbellino, a veces he creído verlo en las hortensias del Parque de la Independencia, cuando después de llover por la mañana sale el sol hacia las once y media, justo en ese momento en que los rayos del sol empiezan a pararse bien verticales y se encuentran con el agua para hacerla estallar. Pero no estoy seguro de nada. No olvido esa primera vez de LSD, música en mi alma, las veces siguientes ya no sentí lo mismo, pero me entraban unas ganas enormes de abrazar a todos en pleno vuelo y salía a buscarlos, casi no quiero recordar cómo me iba en esas andanzas, cuando retornaba de mi viaje azul torbellino, tenía el cuerpo en jirones, yo abrazaba con mis brazos y a mi me abrazaban con piedras, con bastones, con golpes de trapo mojado.

Que nadie piense que me agarraba la tristeza por el desprecio, yo los había despreciado desde siempre a todos.

Me desperté ahí, en el piso, todavía debía quitarme los olores y llegar al comedor antes de que partiera el camión con destino final al Sutpen’s Hundred, insistían en llamarlo así pese a no ser ni mínimamente la plantación espléndida de antes, ni siquiera quedaba una mota de algodón para recoger, en cambio estaba sembrado de simple maíz para exportarle a los países del tercer mundo, como decían los dueños. El maíz crece hermoso en Yoknapatawpha, también el algodón, pero el maíz de Sutpen’s Hundred es especial, hay también unas hectáreas de maíz envainado, una de las clases más antiguas proveniente de América del Sur, esa clase necesita tierra baja y fuerte, tierra cultivada y luego puesta a descansar por un buen tiempo. Pero a mí todo esto terminó importándome un pito, yo estaba realmente interesado entonces por saber la vida del gran Thomas Sutpen, ese nombre siempre me pareció respetable en todas las leyendas, y la búsqueda del origen de ese respeto me llevó a sus descendientes, fue así como llegué a conocerlos, por cierto eran solo dos, los nietos de Clytie Sutpen, cuya madre negra mezcló para ella su suerte al darle unas caderas redondas de fama inusitada, reproducidas con mucha mayor perfección en su nieta Alice. Jim Thomas, el nieto, moreno de ojos azules rasgados, ostenta una mirada desafiante, supongo es herencia del viejo Sutpen, pero en el fondo es un loser. Los dos nietos, hombre y mujer cargaban con Sutpen’s Hundred como único vigor, convencidos de un pasado suficiente para lavar un nombre que dejó mujeres abandonadas, esclavas usadas, apellidos honorables hechos polvo, más de un incendio y de una muerte de dueño desvelada.

Alice y Jim Thomas eran para los más jóvenes el hazmerreír de Yoknapatawpha, si pasaban por cualquier calle en su buick sentían las rechiflas y las burlas de cualquiera. Cuando terminaba mis labores del maíz, en las cuales invertía casi siete horas al día sin descanso, iba a la casa de los Sutpen, igual ya no eran Sutpen pero de allí venían. Era una vieja casa cuyo dueño anterior fue Quintín Compson junto con sus hijos y sus nietos, ahora ellos la tenían porque se quedó sin dueños un buen día, cuando un incendio devoró gran parte de la construcción, atrapando en su interior a Lissy, Bobby y Carson. Se fueron a vivir allí sin mayores explicaciones, porque en este pueblo puede pasar cualquier cosa en relación con los Compson, los Coldfield, los Sutpen y nadie levanta la voz, es un miedo ancestral, como si gritarles, exigirles, señalarlos o whatever, los fuera a borrar del mapa y les hiciera perder a todos la esencia, la propia y la del conjunto del pueblo, como si fuera un pueblo de papel, un pueblo escrito, una escritura como el sueño de un idiota. Yo sí les grité, los injurié, los maldije y también los amé.

En fin, luego de casi cuarenta años desde la última cosecha de algodón con ganancias, y de infinitos papeles, sucesiones y pleitos por la tierra en que la descendencia Sutpen perdió hasta el último metro de tierra, le entregaron a Mary Tennesse unos pocos dólares y ese buick, entonces nuevo. Ese auto le sirvió para recorrer casi a diario las distancias necesarias entre un pueblo y otro, donde iba con la esperanza de encontrar un esposo capaz de hacerse cargo de ella y de sus dos hijos huérfanos, pues Clytie se había encargado personalmente de dejar sin respiración al marido de Mary la misma tarde en que lo encontró con las manos en las caderas de una rubia, compartiendo el mismo pitillo sumergido en una malteada de fresa en la East Adams street. Nadie dijo nada, era Clytie Sutpen.

Iba muy temprano por la mañana a desayunar en la cocina de jornaleros, como ciento cuarenta hombres dormíamos entonces en Sutpen’s Hundred. La mansión aún conservaba su perfecto mármol traído de Europa por capricho del arquitecto francés a quien se le encargó el diseño. Todo eso me lo contaba la vieja Mimi, una negra descendiente de esclavos, sirvienta de los Sutpen. Me decía también que el viejo Thomas pasó muchos años durmiendo solo en la mansión aún sin terminar y que cuando consiguió a su esposa Elena Coldfield, entonces la casa adquirió cada cosa de las requeridas por el buen gusto de la pareja para ser la mejor casa, no sólo del pueblo, del que estaba un poco distante, sino de la región. Era una casa orgullosa decía Mimi, pero las ventanas nunca cerraron bien, la madera se soplaba sin explicación aparente, lo cual permitía a los esclavos utilizarlas por las noches como puertas de escape. Salían a media noche para regresar sólo al filo del día, eran unas noches largas donde se reunían muchos hombres negros de diferentes haciendas para bailar y cantar de manera incontrolable. Volvían a sus ancestros, al África de sus padres y madres, a los orixas que sacaban de dentro para pedir fuerza y soportar la vida, la vida de la que no eran amos, la vida empeñada en mil barcos por todas las costas de esta América, tan distante de ser un buen mundo. De inmediato esta nueva tierra minó cualquier esperanza, los exiló de sí mismos y frente a sus hermanos los dejó sin nombre, pues ser negro era ser esclavo, era pertenecer a un pozo con miles más, donde cualquier mirada era igual a otra, y debía en todo caso estar dirigida al suelo. Cantar en la noche era sacar la vida negra, era encarnar los orixas, volver al orden, era rescatar el espíritu que viajaba por los mares y traía la sal de la vida, el fuego ardía entonces a orillas de los ríos y era borrado con el agua que chorreaba de las faldas de las mujeres, borrado para que no quedara rastro del regocijo, para espantar el alma negra pura del aire de los blancos.

Hijo seguramente de algún orixa era Jackson Jr., otro infortunado, necio y juguetón. Se daba mañas para quedarse con el desayuno de los demás, cualquier porción le era insuficiente, le ganaba a mi gula, su hambre insaciable me hacía terminar dejándole a veces un pedazo de buen tocino, media tortilla de maíz o cualquier otra cosa. Al final de la jornada volvíamos a casa en medio de tirones de orejas, puñetazos y pellizcos, juego de hermanos, porque durante esos meses Jackson Jr. fue mi hermanito, el que nunca tuve,
será que un hermano mío hubiera salido más chueco que yo
no, yo soy el mejor imposible,
mi chuequera es única, inmejorable, inalcanzable,
soy el rey de los chuecos intérpretes de armónica,
soy el sordo anónimo del blues del gran sur,
soy un silbido atascado del negrísimo Little Walter.

Todo esto se lo decía a Jr. mientras él reía incontenible, las lágrimas mojaban su cara de niño regordeto y bruto. Por las noches yo le hablaba de mis andanzas entre Missouri, Tennesse y Georgia, también leía el libro de madre en voz alta para hacerlo tener otra idea del mundo, y no solo aquella en que las manos se llenan de granos de maíz, de motas de algodón, de pepas de soja, donde los platos se llenan con la comida de los demás, donde la idea más cercana del amor es una palmada en la mejilla de las manos de Mimi al regreso de la jornada, un mundo donde los días son todos iguales y los domingos no se siente el vacío. Jr. me recordaba esa idea de mi mundo hace unos años, cuando el porche del café triste era la extensión de mi vastedad. Le contaba todas esas cosas para hacerle entender que más vale tener cayos en los pies por andar como un vagabundo en la búsqueda de la suerte, de la propia suerte.
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Por Alice y Jim Thomas dejé de frecuentar el comedor al caer la tarde, cuando regresábamos de la planta de enlatados, trataba de quitarme el sudor en una ducha rápida para ir a reparar el buick. Había sido una promesa hecha a los hermanos, pues por alguna rara compasión anclada en mi alma, no podía soportar verlos empujar el carro por las calles del pueblo, mientras la gente a su lado aprovechaba para decirles mil frases ofensivas y por completo ajenas a sus verdaderas vidas. Sin embargo, ahora lo pienso, me molestaba realmente la habilidad de algunos muchachos para cogerle las piernas a Alice mientras la silbaban morbosamente. Yo era el único con derecho a hacer eso, el único. Llegaba a las cinco y treinta a diario, por el camino compraba dulces o cualquier cosa para compartir con ellos, no quería aparecer como un invitado obligado a compartir su comida por el hecho de reparar el carro, quería hacerlos sentir que podían contar conmigo más allá de ese simple hecho. Pasaba entonces con los hermanos alrededor de dos horas diarias mientras intentábamos cuadrar el motor, la suspensión, bajar una y otra vez el motor porque quedaba algo que ajustar, cuadrar las marchas, en fin, el alma del auto se develaba mientras iba tomando cada día su forma original y luego entonces, debíamos dedicarnos a las latas y a sacar cuanto golpe había sufrido todos estos años; no hubieran sido tantos si Mary Tennesse hubiese guardado más compostura frente a sus irrefrenables deseos sexuales. Ella debía ser exquisita.

Con el tiempo prefería pasar mis noches en la vieja casa Compson. Con el pretexto de cualquier bujía me quedaba metido en el motor del buick, era como meterme en Alice, en su dulce carne tersa peach, ella no lo sabía, pero cuando ya se había dormido y se encontraba en su cama desentendida del mundo, desentendida de mí, yo dejaba el buick y abría su puerta, entonces me quedaba a sus pies, sobre un suave tapete rosa, a veces dormía un poco, pero generalmente me bastaba con sentir su respiración y aspirar para mí todos sus perfumes, hacía maromas para llegar a su aliento sin tocarla, su pelo castaño, sus brazos largos, delgados, perfectos para el abrazo de la pasión donde rompería mi corazón irremediable.
Alice boca de botón de rosa
llena de rocío de mil colores
si yo pudiera darte un beso
un beso belfo de mi boca belfa azucarada con babas de paso de caracol
si yo pudiera darte la vuelta con mis brazos
y llevarte a mi pecho
y hacerte respirar allí mi olorcito de piggy
si yo pudiera, Alice, pegar nuestros ombligos
y llevarte a caballito en mi joroba.

Quería llevar a Alice a caballito el sábado, ese era un buen día. Trabajaba en cosas menores como sellos de las latas y aseo de las prensas por la mañana, luego, regresaba a ponerme mi camisa azul para ir a verla a ella y a su hermano. Jim Thomas era buen cocinero, a veces me quedaba a comer, sobre todo cuando preparaba sopa de cangrejo de rio, una sopa casi azul, espesa, llena de un licor elaborado por él mismo, el cangrejo había sido estofado con anterioridad. Era una sopa gustosa para nuestros sábados, cuando nos llenábamos de unos cuantos Jack Daniel’s y nos sentábamos en el porche a oír música, a comparar nuestras nostalgias. Ahora pienso que las de Jim Thomas no debían ser muchas porque siempre me dejó solo para ir a buscar Claire, una descendiente de franceses, dueña de una gracia ruda que la dejaba fuera del alcance de cualquiera, menos de Jim Thomas. Cuando llegaba el indistinto momento del bye bye pequeño monstruo, yo entendía mi destino, me iba a mi soledad sin pretextos, caminaba hasta Sutpen’s Hundred contando las piedras blancas del camino, tenían la cualidad de ser no solo blancas sino redondas aunque admitía algunas ovaladas, recogía varias de ellas, me las echaba al bolsillo, las acariciaba hasta dejarlas sin rastro de polvo, entonces ponía un nombre a cada una: Claire, Mary, Megan, Valery, Rachel, Aura, Alice, grababa en mi memoria la forma de cada una, ellas en la piedra. Cuando creía que estaban totalmente identificadas me asestaba el golpe, sacaba la mano del bolsillo, de inmediato en un reto íntimo donde mi deseo superaba la mínima objetividad que intentaba darle al juego, regresaba la mano velozmente para atrapar a la mujer merecedora de todos mis deseos. Durante muchas semanas me hice trampa y así cualquier piedra la nombraba igual, Alice. Otros sábados tomé un autobús con la intensión elemental de ir a parar a cualquier calle donde pudiera pagarle a una chica por una buena revolcada, las mujeres de ese oficio no eran muchas por entonces, el negocio estaba malo por toda aquella liberación femenina, las mujeres ahora no tenían reparos en acostarse con los hombres y disfrutar de su cuerpo, así que las putas quedaban para los deformes como yo. A mí me convenía porque también estaban más baratas, hasta me daba a veces el lujo de escoger, mientras las amansaba debajo de mí, pensaba en peach Alice y me salía toda la fuerza del mundo, todo el tiempo, todo el sudor hasta sangrar.

Era el rey de los bares, Yoknapatawpha tiene unos bien entretenidos donde pude entrar gracias a mi armónica y a mi figura de corderito degollado. Allí, en el Orange encontré la pernicia, era el albergue clásico de los más ilustres visitantes miserables de todo el estado, sin duda iban a parar allí todos los cuerpos flotantes del gran sur sin oficio, de tránsito, perdidos, escondidos, llenos de sueños, mejor dicho, no había uno del establishment, no había un solo normalizado. Los más normales se parecían a los visitantes diarios del café de madre, siempre a la misma hora, siempre con las mismas historias, siempre solos, invariablemente solos y espesos. Pero aquí había más historia, mucha más tela de dónde cortar, aquí había mujeres jóvenes, parrilleros de Harleys, granjeros, músicos y estrellas nacientes de Hollywood, de la Stax. Había gente, había sueños, había vida, también un montón de desperdicios femeninos que merecían tener mi belleza. En ese bar perro se encontraban los desposeídos de cualquier cosa, dinero, amor, gracia, inteligencia, tiempo, salud, éxito, ofertas, servicios, sueños, LSD, ambiciones, viajes, sexo. Desposeídos cuya única posesión era acodarse en una barra y ver pasar la música. Y si no tocas su hombro mientras escuchan Mr. Tambourine Man puedes cargarte a su madre.

Terminé mi trabajo en Sutpen’s Hundred un martes de agosto, el buick había quedado perfectamente reparado, parecía nuevo, muchos ofrecieron dinero por él. Salí de Yoknapatawpha el miércoles al atardecer, antes pasé a casa de Alice y Jim Thomas. Alice estaba en el porche sentada en las piernas de un muchacho al cual no reconocí para nada, con certeza no lo había visto nunca, a pesar de la insistencia de ella en decirme que sí, era pelirrojo, lleno de pecas y su mano se perdía en la falda de mi niña, una falda azul que me recordó el cielo azul verano de Society City. Calmado y sin ningún efecto, fui a buscar a Jim Thomas, fornicaba con Claire en su habitación, alcanzó a verme, me tiró una almohada que fue a parar a mi joroba. Regresé al porche.

Llegué a New Orleans muy cansado, más maltrecho de alma que de cuerpo, estuve encerrado en la habitación del hotel por tres días. Luego cualquier pensamiento optimista cruzó por mi cabeza y me paré de inmediato decidido a quitarme toda el hambre, tomé una ducha con agua helada, pero al final no sirvió mucho para enfrentar el calor del día. Me había hospedado en un pequeño hotel sobre toda la St. Charles con First, le pertenecía a una viuda, descendiente de franceses, cuya moral la alejaba de las pretenciosas sentencias de la iglesia baptista del pastor Ryne, según sus amigas negras el gran protector de almas.

Cuando bajé me encontré en el living a la viuda, de inmediato me ofreció desayuno; olía a buen tocino y decidí aceptarlo, pese a sentir mi estómago y mi mente conectados por un buen plato del Antoine’s, pero la viuda tuvo razón al hacerme ver que era todavía muy temprano para una comida fuerte. Comí en el porche huevos poche, el mejor puré de papás con maíz y mantequilla de mi vida, tocino ahumado, un par de tostadas y una jarra de jugo de naranja. Ella me miraba de vez en cuando, hizo un comentario muy discreto acerca de lo agradable que resultaba ver a alguien no tan bien resuelto físicamente comer con tanta elegancia y decoro. Agradecí el desayuno con un gesto aún más elegante, me puse de pie, le besé la mano y me fui a esperar el tranvía. Durante los quince minutos de la espera, fui objeto de la mirada insistente de la señora Larise. El tranvía estaba vacío, lo conducía una negra enorme con aspecto de mona de circo, tenía el pelo pegado con manteca, porque eso no podía ser otra cosa, además se había tinturado de rubio anaranjado y todo su estirado pelo iba a parar a una moña drapeada enorme en la corona de la cabeza. Los negros también han renegado de su condición alisándose el pelo y pintándolo de rubio.
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Me bajé del tranvía en Lee Circle y en vez de seguir por la St Charles, tomé la Carondelet, esa calle sórdida donde salen muchachos desocupados en cada cuadra con un gesto intimidatorio para el caminante desprevenido. A tropiezos llegué por fin al Antoine’s, Luego de de varias horas de barra alcohólica en un hueco de la Bourbon, con tanto licor encima me moría por un duke jambalaya, pero fue necesario forcejear mi entrada al maldito restaurante, porque, como siempre, mi presencia no les pareció decente, les mostré todo mi dinero y entonces me dieron un lugar en la mesa más remota, pero mi reacción ante la comida les pareció aún más atrevida que mi presencia, por haberla encontrado, tal como se los dije casi a gritos, innecesariamente colorada y la salsa un poco amarga. Para mí los tomates estaban excesivamente maduros o la salsa worcestershire era de supermercado y no preparada originalmente, muy ácida, de allí la insatisfacción de mi paladar, claro, nadie ofende el sabor Cajun de la zona Bourbon, mucho menos iban a permitir el desafío por parte de un miserable deforme belfo cuya belfa boca azucarada no sabe de tomates ni de jambalaya ni de nada, lárguese de aquí sin hacer más escándalo, estamos esperando una delegación de ingleses. No pague, la casa lo invita si usted sale en dos minutos. Mi risa estalló en la puerta de entrada, en medio de eructos me largué seguido por un negro que se olvidó de su papel, actuó como blanco y me trató como a negro.

Salí de la Bourbon y llegué corriendo al Mississipi para tomar un barco atestado de extraños que dio al tope con la zona del suburbio miserable, allí me boté al río y llegué a la orilla, era mejor caminar mojado en ese calor desesperante. Caminé hasta ver desde lejos la cabeza blanca del cuerpo aún más blanco y grande de mi amigo Bobby Long, el gran loser salvado por la literatura. Lo había conocido un tiempo atrás mientras me peleaba en un bar en Memphis, me salvó y salvó a otros dos de mis puños y de mi ira.

Mientras saludaba a Bobby ayudado desde la distancia por mi largo brazo, descubrí sentado como un muñeco de año viejo en las escaleras del porche a Lawson, cigarro en la boca y botella en la mano, le hacía honor a ese verano que aún no dejaba de azotar con un calor muy crudo, todo parecía mojado por el sudor a chorros de cualquiera, hasta las plantas sudaban. Entendí perfectamente la absoluta inmovilidad de mis amigos, para qué se movían, si así solo ganaban más sudor y fatiga. Al reconocerme, Bobby fue por su guitarra sin decir nada, soltó un blues, supuse de su autoría, lo acompañé con mi armónica. Lawson lo tarareaba, por el canto descubrí al nuevo habitante de la casa cuyas paredes descascaradas ahora estaban disfrazadas con un poco de pintura azul estrella verde río de New Orleans.

BLUES PARA DELATAR LA PRESENCIA DE PURSY HILL

Llegó, llegó por su casa y su madre
Es una chica de ojos de ira y boca engreída
Llegó, llegó por su casa y su madre

No deja que comamos en el piso
Quiere servir la mesa con tenedores y copas
No deja que comamos en el piso

Es linda, de ojos tristes y dulces
No sabe de cuentos, novelas ni poesía
Es linda, de ojos tristes y dulces

Era un pésimo blues, no admite siquiera esta traducción, la melodía tenía su don, la letra era apenas suficiente para ronronear el espíritu de la intrusa. Cuando terminamos me asomé por una de las ventanas, abrí mis ojos tanto como pude al descubrir una casa limpia, con materas adentro, olía a comida, las cortinas eran nuevas de colores alegres, seguí buscando y allí la encontré. Mis ojos me presentaron a Pursy Hill, no era particularmente bonita, pero su gracia era irremplazable mientras comía mantequilla de maní revuelta con bolitas de chocolate cubiertas de azúcar colorida, un asco.
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Le pregunté a Lawson por esa muchacha, parecía tenerlos aturdidos. Era la hija de la dueña de la casa muerta en abril y ahora debían compartir la casa con ella, la madre lo había dispuesto todo. Así, sin remedio. Llegó, se instaló, les hizo la vida imposible y la soportaban porque no tenían otro mugre techo donde meter sus mugres cuerpos, ni sus aún más mugres cajas de libros. Pero yo descubrí en los ojos de Lawson cierta inquietud mientras Bobby seguía con el resto de la historia, algo así como cuando mi mirada iba del motor del buick a los ojos de Alice. Sin embargo, me tragué mi intuición y me dediqué a preguntar por asuntos más importantes.

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* María Angélica Pumarejo nació en Valledupar, pero desde su adolescencia vive en Bogotá. Comunicadora Social, con Maestría en Literatura. Becaria de la Fundación Carolina en su curso de Jóvenes Editores Iberoamericanos. Durante años se desempeñó como catedrática en varias universidades de Bogotá. Dirigió el área de Humanidades de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la Salle. Fundó y dirigió la revista Pre-Til de la Universidad Piloto, especializada en temas sobre la vida urbana. Realizó durante algún tiempo crítica de libros en el periódico El Tiempo, igualmente ha sido colaboradora del periódico El Pilón de su natal Valledupar. Fue coordinadora del área de literatura del Ministerio de Cultura, directora del Instituto Distrital de Recreación y Deporte en la alcaldía de Luis Eduardo Garzón, Asesora para el Ministerio de Cultura y el Instituto Caro y Cuervo así como para la Gobernación del Cesar. Ha sido además directora y presentadora de televisión.

Una Canción para Ethan es su primera novela, editada por la Agenda Cultural del Gimasio Moderno y Casa del libro Editores, y hace parte de una trilogía sobre escritores y viajes. El presente texto hace parte del primer capítulo de esa novela.

2 COMENTARIOS

  1. Realmente es un exclente relato, con una cruda belleza, una mezcla brutal de imagenes y sensaciones rudas y dulces. Se puede escuchar el blues.

  2. Que relato maravilloso, lleno de esa magia de la literatura Norteamericana que siempre ha tenido el poder llenar mi alma de inmensidad y libertad. Casi que huelo el algodón que se fabrica allá y que me da un paseo a mi niñez.

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