Invitado Cronopio

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EL ABRAZO DE LA TIGRESA

Por Ian Hamilton*

Ava se despertó sobresaltada cuando sonó el teléfono. Echó un vistazo al reloj de la mesilla de noche. Eran poco más de las tres de la madrugada.

—Mierda —murmuró.

Miró el número entrante. Bloqueado. ¿Hong Kong? ¿Shenzen? ¿Shanghái? O quizás incluso Manila o Yakarta, donde los chinos se camuflaban detrás de nombres autóctonos y a menudo destacaban aún más precisamente por ello. Estaba segura de que la llamada procedía de algún lugar de Asia, fuera cual fuese: quien llamaba ignoraba la diferencia horaria o estaba demasiado frenético para que le importara.

—Wei, Ava Lee —dijo en cantonés una voz de hombre.
No la reconoció.
—¿Quién es? —contestó en el mismo dialecto.
—Andrew Tam.

La mujer tardó un momento en situar el nombre.

—¿Habla inglés?
—Sí —contestó Tam en ese idioma—. Estudié en Canadá.
—Entonces sabrá qué hora es aquí —repuso ella.
—Lo siento. El señor Chow le dio su nombre y su número a mi tío y dijo que podía llamarla a cualquier hora. También dijo que hablaba usted mandarín y cantonés. Ava se tumbó de espaldas.
—Así es, pero para asuntos de negocios prefiero el inglés. Hay menos posibilidad de confusiones, de malentendidos por mi parte.
—Tenemos un encargo para usted —añadió Tam bruscamente.
—¿Tienen?
—Mi empresa. El señor Chow le dijo a mi tío que iba a hablarlo con usted. —Hizo una pausa—. Me han dicho que es especialista en rastreo de capitales robados.
—En efecto.
—Por lo que el señor Chow le dijo a mi tío, parece que tiene un talento increíble para encontrar personas y dinero. Pues bien, mi dinero ha desaparecido y la persona que se lo llevó también. Ava dejó pasar el cumplido.
—Eso rara vez es una coincidencia —comentó.
—Señorita Lee, necesito de veras su ayuda —dijo Tam con voz trémula.
—Necesito más información antes de poder decirle que sí. Ni siquiera sé dónde es el trabajo ni en qué consiste.
—Se trata en cierto modo de un blanco móvil. Tenemos nuestra sede en Hong Kong y estábamos financiando a una empresa de propiedad china que tenía delegaciones en Hong Kong y Seattle y fabricaba en Tailandia para una cadena de supermercados estadounidense de alimentación.
—Eso no me dice gran cosa.
—Lo lamento, no es mi intención ser poco preciso. La verdad es que suelo ser mucho más minucioso de lo que parezco, pero ahora mismo el estrés es…
—Entiendo lo del estrés —contestó Ava.

Tam respiró hondo.
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—Ayer, después de hablar con mi tío sobre su empresa, envié información completa a una persona de mi familia que vive en Toronto. ¿Podría hacer un hueco en su agenda hoy mismo para reunirse con ella?
—¿En Toronto? —Era poco frecuente que su país, y más aún su ciudad, tuvieran alguna relación con su trabajo.
—Desde luego.
—¿A qué hora?
—¿Qué le parece a la hora de la cena en el barrio chino?
—Preferiría que fuera más temprano. Para el dim sum, quizá.
—De acuerdo, estoy seguro de que no habrá problema.
—Y no en el antiguo barrio chino, el del centro. Prefiero ir a Richmond Hill. Hay un restaurante en el centro comercial de Times Square, al oeste de Leslie Street, en la autopista siete, el Lucky Season. ¿Conoce la zona?
—Sí, más o menos.
—Dígale a esa persona que nos vemos allí a la una.
—¿Cómo la reconoceré?
—Seré yo quien la reconozca. Dígale que se ponga algo rojo, una camisa o un jersey, y que lleve un ejemplar del Sing Tao.
—De acuerdo.
—¿Es un hombre o una mujer?
—Una mujer.
—Qué raro.

Tam titubeó. Ava presintió que iba a lanzarse a otra explicación y estaba a punto de interrumpirle cuando Tam añadió:

—Mi tío dice que es usted sobrina del señor Chow.
—No somos parientes consanguíneos —contestó Ava—. Me educaron a la manera tradicional. Mi madre insistía en que mostráramos respeto por las personas mayores, así que es natural que llame tíos y tías a los amigos de más edad de nuestra familia. Tío no es amigo de la familia, pero llamarle así me pareció lo más apropiado desde el momento en que nos conocimos. Aunque sea mi socio, sigue siendo Tío.
—Es un hombre al que muy pocas personas llaman así.

Ava sabía adónde quería ir a parar Tam y decidió cortar por lo sano.

—Mire, me reuniré con su contacto hoy mismo. Si la información que me presenta me satisface y considero que el trabajo es factible, llamaré a mi tío y le confirmaremos que aceptamos el encargo. Si no me satisface, no volverá a tener noticias mías. Bai, bai —dijo antes de colgar.

Se esforzó por conciliar de nuevo el sueño mientras la voz de Tam, con aquella nota de desesperación que tan bien conocía, seguía sonando en sus oídos. Procuró olvidarse de ella. Hasta que tomara posesión de él, el problema de Tam era sólo eso: problema suyo.

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Se despertó a las siete, rezó sus oraciones, hizo diez minutos de estiramientos y entró en la cocina para prepararse una taza de café instantáneo con el agua caliente del termo. Se consideraba canadiense, pero conservaba aún las costumbres que le había inculcado su madre, como tener siempre llena la olla arrocera y un termo con agua caliente en la cocina. Para sus amigos era motivo de burla que le gustara el café instántaneo, pero no le importaba. Le faltaba paciencia para esperar a que se filtrara el café y odiaba desperdiciar el tiempo. Y en cualquier caso sólo tenía paladar para el café soluble.

Vertió en su taza el contenido de un sobrecito de Starbucks VIA, añadió agua y salió a la puerta a recoger el Globe and Mail. Entró y al acomodarse en el sofá encendió el televisor y puso Wow TV, una cadena china local que emitía un programa de actualidad en cantonés. Había dos presentadores: un ex cómico hongkonés que intentaba alargar su fecha de caducidad en aquel lugar remoto, y una joven muy guapa sin ninguna experiencia en el mundo de la farándula. Era discreta y parecía refinada e inteligente: una combinación que pocas veces se daba entre las presentadoras chinas. Ava estaba un poco enamorada de ella.

A las ocho, cuando el programa se interrumpió para dar paso a un avance informativo, Ava marcó el número del móvil de Tío. En Hong Kong era última hora de la tarde. Tío ya habría salido de la oficina, habría disfrutado de su masaje diario y estaría sentándose a cenar en algún lujoso restaurante de Kowloon, posiblemente cerca del hotel Península. Contestó al segundo pitido.

—Tío —dijo Ava.
—Ava, me pillas en buen momento.
—Me ha llamado Andrew Tam.
—¿Qué te ha parecido?
—Habla muy bien inglés. Ha sido muy educado.
—¿En qué habéis quedado?
—Voy a verme con una persona que tiene información sobre los fondos desaparecidos. Le he dicho a Tam que hablaría contigo cuando tenga la información y que luego decidiremos qué hacer. —Tío vaciló.
—Para mí no es tan sencillo. Prefiero que seas tú quien decida si aceptamos el encargo o no.
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Ava intentó recordar alguna otra ocasión en que hubiera tenido que decidir sola sobre un encargo. No recordó ninguna.

—¿Por qué tengo que decidirlo yo? —preguntó.
—Tam es sobrino de un amigo, un amigo de hace mucho tiempo y al que estoy muy unido. Nos criamos juntos cerca de Wuhan y fue uno de los que llegaron conmigo aquí nadando desde China.

Ava había oído muchas veces la historia de la travesía a nado hasta Hong Kong. Con el paso de los años, los peligros que Tío y sus amigos habían afrontado durante esas ocho horas en aguas del mar de China Meridional para escapar al régimen comunista se habían convertido en un recuerdo lejano, pero la hermandad surgida entre ellos seguía siendo de suprema importancia.

—¿Tan personal es, entonces?
—Sí. Sabía que iba a costarme ser objetivo, por eso me pareció preferible que el sobrino te contara lo ocurrido y que seas tú quien decida si el trabajo tiene méritos suficientes para que lo aceptemos. Y, Ava…, no lo aceptes si no merece la pena.
—¿Y nuestra tarifa? —preguntó ella.

Normalmente cobraban el 30 por ciento del dinero que recuperaban, dividido a partes iguales entre ellos.

—Para ti, sí, pero para mí… No puedo aceptar mi parte. Somos muy amigos.

Ava lamentó que hubiera dicho aquello. Daba al encargo un cariz aún más personal, y siempre habían procurado mantener su vida privada separada de los negocios.

—Llámame cuando acabe la reunión —dijo Tío.

Después de colgar, Ava estuvo haciendo cosas por el apartamento: contestó correos electrónicos, se puso al día de las facturas y miró ofertas para las vacaciones de invierno. Sopesó qué debía ponerse para la reunión. Puesto que no tenía que impresionar a nadie, optó por una camiseta Giordano negra y unos pantalones de chándal Adidas. Ni joyas, ni maquillaje.

Se miró al espejo. Medía un metro sesenta y rondaba los cincuenta y dos kilos. Era delgada pero no esquelética y tenía los glúteos y las piernas bien definidos gracias al ejercicio que hacía corriendo y practicando pak mei. Sus pechos eran más grandes de lo normal entre las mujeres chinas, lo bastante grandes como para hacerse notar sin necesidad de un sujetador con relleno. La camiseta y los pantalones de chándal ocultaban su figura; hacían que pareciera más pequeña y más joven. Había veces en que parecer joven era un punto a su favor. Otras, en cambio, le convenía adoptar un aspecto distinto, de ahí que en su armario abundaran los pantalones de vestir negros, ceñidos y de lino o algodón, las faldas de tubo hasta la rodilla y las camisas Brooks Brothers de diversos colores y estilos que realzaban su pecho. Era su uniforme de trabajo: pantalones y camisas, alguna joya y maquillaje. Una apariencia atractiva, elegante y de persona competente.

A las once llamó al conserje y pidió que sacaran su coche del garaje.

Su piso estaba en Yorkville, en pleno centro de Toronto. Al igual que el barrio de Belgravia en Londres, que los alrededores de Central Park en Nueva York o que el Victoria Peak en Hong Kong, Yorkville podía presumir de albergar los inmuebles más caros de la ciudad. Ava había pagado más de un millón de dólares por su piso. Al contado. Su madre, Jennie Lee, estaba encantada con el barrio que había elegido, y orgullosísima de que su hija no arrastrara una hipoteca. La plaza de garaje en la que Ava aparcaba su Audi A 6 venía incluida en el precio. Era un despilfarro de dinero aquel coche. Casi todo lo que necesitaba estaba a una distancia razonable a pie o, en el peor de los casos, a cinco minutos en metro. El coche sólo lo utilizaba para ir a ver a su madre a Richmond Hill.
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